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Treinta años de Concordato: la burla continúa

Mientras redacto estas líneas se cumplen treinta años de uno de los mayores escarnios legislativos que ha sufrido la nación española: el Concordato con la iglesia católica.

Estos acuerdos se firmaron en el Vaticano, seis días después de la entrada en vigor de nuestra Constitución, en evidente chalaneo de fechas, para conferirlos apariencia de constitucionalidad.

Pero nada más lejos de la realidad. El articulado venía fraguándose desde 1976 entre políticos vinculados a la Asociación Nacional Católica de Propagandistas y representantes del Vaticano. Una burla intolerable.

Imaginemos que España decide firmar un Tratado internacional con Arabia Saudí. Si, por una parte, negociasen representantes árabes y, por otra, miembros de la Asociación de Propagandistas del Islám… ¿no resultaría una mofa difícil de soportar? Pues eso, exactamente eso, es lo que sucedió entre España y la iglesia católica con motivo del Concordato.

Además, y lamentablemente, aquellos acuerdos no eran más que el lavado de cara del Concordato de 1953, y conviene señalar que esto significó reconocimiento internacional para un régimen dedicado a asfixiar libertades y asesinar a miles de disidentes. A su vez, el Vaticano, sin el menor empacho en suscribir pactos con un régimen que encarcelaba y mataba, se negaba a ratificar la Declaración Universal de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

A cambio de este comportamiento, a mi modo de ver, absolutamente indigno, la iglesia católica obtuvo amplios privilegios que mantuvo también después de 1979, tales como el reconocimiento de personalidad jurídica civil y plena capacidad de obrar de todas las órdenes, congregaciones e institutos religiosos, la inviolabilidad de lugares de culto, la imposibilidad de su demolición sin ser antes privados de su carácter “sagrado”, la asistencia religiosa en hospitales, prisiones y cuarteles, el reconocimiento de efectos civiles al matrimonio canónico, el compromiso estatal de cooperar con la iglesia en sus actividades de asistencia o beneficencia, la existencia de tribunales eclesiásticos cuyas sentencias adquieren eficacia civil, etc.

Habría que dedicar varios artículos para denunciar la peculiar financiación de la iglesia católica y el mantenimiento con dinero público de sus edificios privados… pero, posiblemente, la hipoteca más gravosa con la que nos toca pechar se encuentre en el área de la enseñanza.

Aunque, afortunadamente, la religión no constituye asignatura obligatoria, el Estado se ve obligado a garantizar que se imparta en centros públicos. La “broma” cuesta millones de euros al año. Esta sangría la pagamos entre todos, mientras que la jerarquía católica es quien escoge caprichosamente a los profesores y los despide por motivos tan peregrinos como vivir en pareja, irse de copas, etc.

Por el contrario, entiendo que la formación religiosa ha de ser un asunto confiado a las familias quienes, libremente, pueden dirigirse a la parroquia, mezquita o sinagoga, donde sus hijos recibirán una formación religiosa sin que suponga, como hasta ahora, una hemorragia para el bolsillo del contribuyente.

Y en fondo de esta problemática lo que subyace es el afán de la iglesia por controlar la vida pública y conservar unos privilegios insostenibles. Y son insostenibles porque la religión católica no solo se encuentra sumida en el descrédito y la indiferencia, sino que ya ni es la mayoritaria. Ha sido ampliamente superada por el Islám.

Así, hasta es posible que, en España y en estos momentos, haya más “practicantes” reales del credo musulmán que del católico. De hecho, entre la minoría decreciente de españoles que se declaran “practicantes” casi nadie se traga la totalidad de los dogmas (virginidad de María, purgatorio, etc.).

De manera que resulta absolutamente ridículo seguir manteniendo una ficción. El gobierno, más pronto que tarde, debe denunciar el Concordato y articular una nueva normativa ajustada a la razón y a la realidad.

Gustavo Vidal Manzanares es jurista y escritor

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