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Todas las guerras parecen santas

“Dios volverá al palacio”, prometió el cívico cruceño Fernando Camacho al iniciar su cruzada, la que finalmente concluyó en La Paz, sede de gobierno, con un presidente renunciado y una presidenta transitoria agradeciendo a Dios, en su proclamación, por haber “…permitido que la biblia vuelva a entrar a palacio”, dando pie a un interesante y no menos acalorado debate académico y político alrededor de la laicidad del Estado y sus instituciones, para unos asumida como un rasgo necesario de modernidad, felizmente constitucionalizado en 2009, que se origina, paradójicamente, en el propio texto bíblico (“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Mateo 22, 15-21), mientras que para otros, se trata de una simplificación racionalizante, puramente normativista, que pretende camuflar uno de los rasgos más profundos de la naturaleza humana en su vinculación con lo místico.

Entonces ¿Solo un dios puede sacar a otro del poder terreno? Un cuestionamiento que adquiere sentido si consideramos que por encima de la previsión constitucional de laicidad estatal, durante los casi 14 años de gobierno del expresidente Morales, la idea de dios o deidad jamás había salido de las instalaciones públicas, al contrario, quedó cómodamente instalada en ellas, pues a las cruces cristianas se sobrepusieron las chakanas, a las misas y rituales cristianos las k’oas y al rigor formal de las posesiones presidenciales tradicionales los rituales en templos andinos, bajo claro arbitrio de sacerdotes.

Es necesario considerar que la relación del hombre con su fuero espiritual ha sido y es altamente compleja, que en ella se sedimenta antes la idea de la existencia de un ser sobrenatural y, después, una posible deriva institucionalizada denominada religión, entendida como una expresión cultural que hace de la deidad una fuente de poder terrenal, un marco en el que se desarrolla la vinculación del “simio desnudo” con su creador, es decir, con su dios, sea cual fuere (espíritu o naturaleza), situación de la que obtiene, casi automáticamente, una clara superioridad moral respecto de todo lo que le rodea, pues sin decirlo, se asume a sí mismo como una especie de semidios, hijo del dios mayor, afirmación que en el plano del dogma de fe resulta ser para ellos indiscutible, estableciendo una cadena jerarquizada de poder bastante simple pero engañosa, y, quizás por ello, muy eficiente, veamos: i) primero dios, ii) luego sus hijos terrenos, creados a su imagen y semejanza, y iii) al final, el resto del mundo [con todo lo vivo y no vivo que exista dentro de él].

Contexto en el que la relación entre los primeros tiende a desarrollarse en un plano meramente moral y discursivo, actuando al final los segundos como superiores ante los terceros, en una especie de ejercicio del poder en cadena que encuentra su eslabón fundante en el mandato o autorización divina para usar y abusar del mundo creado para él, aunque con los límites morales que en este contexto surgen casi como consecuencia obligada en forma de reglas y restricciones religiosas que a la hora de la verdad resultan ser, por lo general, muy poco eficientes (para mayor detalle, ver “Dioses seremos”)

En lo político, es decir, en la conflictiva relación entre humanos que emerge como consecuencia de realidades, ideologías e intereses contrapuestos, a veces fusionados en líneas civilizatorias disímiles, cada una con sus propios dioses, la batalla se desarrolla por la hegemonía entre ejércitos formados por sus hijos terrenos, dando lugar a las llamadas guerras santas [cristianos contra musulmanes, P.E.], fenómeno que se extiende también a las relaciones entre sujetos que comparten un mismo dios pero diferente religión [protestantes contra católicos, P.E.]. Así, la potencia del discurso religioso es en este plano innegable, tanto que en el caso que ahora nos ocupa, las sagradas escrituras retornaron al palacio mucho antes que el oriental Camacho pusiera siquiera un pie en tierras altiplánicas, materializándose en el momento en el que el exvicepresidente se viera casi obligado a sustentar parte de su posicionamiento político en determinados pasajes bíblicos, mal citados, además, algo impensable para quien hasta ese momento se reputaba como un marxista clásico y, por ende, ateo.

En este orden de ideas, nunca tan acertado el poema de Ricardo Jaimes Freyre titulado Aeternum Vale (Adiós para siempre) que grafica con finura la derrota definitiva que ese extraño “…Dios silencioso que tiene los brazos abiertos” (cristianismo) infringió a los aguerridos dioses nórdicos. Al final, nos guste o no, no es descartable a priori la hipótesis de que toda guerra es, en esencia, santa, al menos en apariencia…

Iván Carlos Arandia Ledezma

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