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Tiranos, beatos y populistas

Cierto pensamiento conservador se emboza tras el sofismo de decir qué es políticamente incorrecto para imponer su canon

Hace unos días que Juan Pablo II llegó a la categoría de beato. Las multitudes le aclamaron. Hasta el tirano Robert Mugabe, que tiene prohibido pisar territorio de la Unión Europea por su pertinaz violación de los derechos humanos en Zimbabue, pudo asistir como un devoto más a la misa de la plaza de San Pedro. Casi simultáneamente, Bin Laden -tras un breve pero eficaz tiroteo- fue enviado al cielo, después de pasar por el mar, de acuerdo con un confuso rito que la Casa Blanca considera islámico. Y es que los puntos de contacto entre el más allá y el más acá son más numerosos de lo que la ola de laicismo nos permite ver.

Entre el mundo de beatos y mártires, de todo tipo, y el terrenal y prosaico existen grandes similitudes. Sin entrar a valorar su pétrea fe, Robert Mugabe, antes libertador de las fincas de sir Cecil Rhodes, se ha convertido en un déspota al que el Vaticano invita a sus fiestas. Si los GAL que ayer asesinaban etarras eran execrables, matar a Bin Laden se antoja hoy un acto de justicia. Gran parte de nuestra particular mutawa opinativa, esa policía ideológica guardiana de las esencias de lo correcto, considera que, mientras un beato se encarama a lo más alto, es un daño colateral muy menor la presencia de un sangriento dictador en la plaza de San Pedro. En cambio, teoriza que es un bien para la humanidad el asesinato de un terrorista por la primera democracia del mundo.

Son los signos de los tiempos. Y cierto pensamiento conservador se emboza con el sofismo de decir qué es políticamente incorrecto cuando lo que pretende es imponer el canon de la corrección. De eso la campaña electoral nos brinda ejemplos a diario. Así, en tiempos convulsos de crisis económica triunfa socialmente quien sostiene la necesidad de mano dura con los inmigrantes. Decir que aquí no cabemos todos es algo tan obvio como que el comando le disparase a Bin Laden porque no levantó las manos. Y, en este terreno de las grandes verdades populistas, el PP se lleva la palma.

El candidato del PP a la alcaldía de Badalona, Xavier García Albiol, asegura en un vídeo que él dice sobre la inmigración lo que muchos piensan. Y, a juzgar por los resultados electorales que las encuestas le pronostican en Badalona, atizar las más bajas pasiones da buenos dividendos políticos. Ahí tienen trabajo y deberían aguzar su pluma y su ingenio los apóstoles que diariamente pontifican sobre esta sociedad sin valores en la que vivimos.

Otro apóstol -este de las grandes soluciones- es el cabeza de cartel del PP por Barcelona, Alberto Fernández Díaz, que presentó el pasado viernes su celebrado programa de seguridad. "La fórmula Fernández" -así autodefine el líder popular su catálogo de buenos usos policiales- propone que la Guardia Urbana barcelonesa se entregue a la tarea de detener a los sin papeles que encuentre a su paso, actuando como policía judicial y que los inmigrantes que delincan, independientemente de la situación legal en que se encuentren, sean deportados a su país. La solución magistral de Fernández -quien ya nos advirtió de que iba a ser políticamente incorrecto- se antoja como las célebres pastillas del ancla que facilitaban en el Centro de Instrucción de Marinería de Cartagena para curar cualquier tipo de dolencia a los reclutas: desde una amigdalitis a un tirón muscular. Pero las del ancla son soluciones de otros tiempos, cuando el servicio militar era obligatorio y España estaba gobernada por un dictador. Las de Fernández son soluciones para hoy. Hay que recortar el gasto público, pero es preciso nada menos que incrementar en 500 el número de guardias urbanos, en 1.500 el de mossos y también el de policías nacionales (aquí la fórmula no se pronuncia matemáticamente) solo para Barcelona.

A la pregunta de si es necesaria una gran mezquita en la capital catalana, Fernández Díaz responde: "No, mientras no haya transparencia sobre su financiación y sobre que las creencias que allí se imparten sean adecuadas a nuestras normas de convivencia; no podemos permitir que se aleccione en contra de la igualdad entre hombres y mujeres". Cualquier demócrata suscribe al 100% estas afirmaciones. Y esa fórmula magistral, que es políticamente correcta para una religión de inmigrantes, no rige para otras creencias más arraigadas en nuestra sociedad.

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