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Thierry Lentz: “Napoleón está vinculado a nuestra vida cotidiana y a nuestros hábitos”

La percepción negativa de Napoleón en España no necesita una larga explicación. La imagen del emperador francés queda manchada para siempre por el levantamiento y la represión de los días 2 y 3 de mayo de 1808, las convulsiones e intrigas en torno al rey usurpador José Bonaparte (“Pepe Botella”), la batalla de Bailén (primera derrota infligida a la Grande Armée, 19 de julio de 1808), la resistencia y la sangrienta Guerra de la Independencia contra el invasor (una de las más mortíferas de la historia del país, que causó entre 300.000 y 450.000 muertos entre 1808 y 1814), sin olvidar el posterior estallido de las guerras hispanoamericanas. Exiliado en Santa Elena, el emperador francés confió a Emmanuel de Las Cases: «Esta desgraciada guerra de España fue una verdadera herida, la causa principal de las desgracias de Francia […] Me embarqué muy mal en todo este asunto, lo confieso; la inmoralidad debió ser demasiado evidente, la injusticia demasiado cínica, y todo queda muy feo, pues sucumbí».

François-René de Chateaubriand, escritor romántico, monárquico “ultra” o “tradicionalista” antinapoleónico, es probablemente uno de los autores que mejor ha sentido y descrito la mezcla de odio y apoyo apasionado por Napoleón en toda Europa. Par de Francia desde la Restauración monárquica de 1815, fue nombrado sucesivamente embajador en Berlín (1820) y Londres (1822), convirtiéndose en ministro de Asuntos Exteriores en mayo de 1822. En calidad de tal participó activamente en el Congreso de la Santa Alianza de Verona (octubre de 1822) que decidió, entre otras cosas, la intervención francesa de los “Cien Mil Hijos de San Luis” en España (1823-1828). El vizconde de Chateaubriand fue el autor de un panfleto extremadamente violento contra Napoleón: De Buonaparte et des Bourbons (1814). Pero más tarde moderó considerablemente su condena en sus póstumas Mémoires d’outre-tombe (1841). Los dos extractos siguientes reflejan la evolución de su juicio y la ambigüedad de su valoración final.  

Primero fue la severa acusación contra el “Ogro de Córcega”, el usurpador, el pervertido, el loco de atar, el déspota y el tirano: «Un rey legítimo y hereditario que hubiera cargado a su pueblo con la menor parte de los males que tú nos has hecho, habría puesto en peligro su trono; y tú, usurpador y extranjero, te convertirías en sagrado para nosotros por las calamidades que has extendido sobre nosotros; aún reinarías en medio de nuestras tumbas. Por fin volvemos a nuestros derechos a través de la desgracia; ya no queremos adorar a Moloch; ya no devoraréis a nuestros hijos: ya no queremos vuestro reclutamiento, vuestra censura, vuestros tiroteos nocturnos, vuestra tiranía. No somos sólo nosotros, es la raza humana la que te acusa. Nos pide venganza en nombre de la religión, la moral y la libertad. ¿Dónde no has sembrado la desolación? ¿En qué rincón del mundo ha escapado una oscura familia de tus estragos? El español en sus montañas, el ilirio en sus valles, el italiano en su hermoso sol, el alemán, el ruso, el prusiano en sus ciudades en cenizas, te piden de nuevo por sus hijos que has masacrado, por la tienda, la cabaña, el castillo, el templo donde llevaste la llama. Les has obligado a venir a buscar entre nosotros lo que les has quitado, y a reconocer en tus palacios sus restos sangrientos. La voz del mundo te declara el mayor culpable que ha aparecido en la tierra; pues no es sobre los pueblos bárbaros y las naciones degeneradas que has derramado tantos males; es en medio de la civilización, en un siglo de Ilustración, que has querido reinar con la espada de Atila y las máximas de Nerón. Deja por fin tu cetro de hierro; ¡baja de este montón de ruinas que habías convertido en trono! Te sacamos como sacaste el Directorio. ¡Adelante! Que, como único castigo, seas testigo de la alegría que tu caída provoca en Francia, y contemples con lágrimas de rabia el espectáculo de la felicidad pública».  (De Buonaparte et des Bourbons, 1814).  

Posteriormente, tras semejante filípica, Chateaubriand emitió un juicio más comedido. Ello nos permite comprender mejor el origen de la leyenda dorada del “Águila”, el héroe romántico, el salvador de la nación: «Bonaparte ya no es el verdadero Bonaparte, es una figura legendaria hecha con los caprichos del poeta, las estimaciones del soldado y los cuentos del pueblo; es el Carlomagno y el Alejandro de las epopeyas de la Edad Media que vemos hoy. Este héroe fantástico seguirá siendo el verdadero personaje; los otros retratos desaparecerán. Bonaparte pertenecía tan fuertemente a la dominación absoluta, que después de haber sufrido el despotismo de su persona, debemos sufrir el despotismo de su memoria. […] Bonaparte no es grande por sus palabras, sus discursos, sus escritos, por el amor a las libertades que nunca tuvo ni pretendió establecer; es grande por haber creado un gobierno regular y poderoso, un código de leyes adoptado en varios países, tribunales de justicia, escuelas, una administración fuerte, activa, inteligente, y de la que aún vivimos; es grande por haber resucitado, iluminado y administrado Italia de manera superior; es grande por haber resucitado el orden en Francia desde el seno del caos, por haber levantado los altares, por haber reducido a los demagogos furiosos, a los eruditos orgullosos, a los literatos anárquicos, a los ateos volterianos, a los oradores de las encrucijadas, a los degolladores de la cárcel y de la calle, a los aplaudidores de la tribuna, del club y del cadalso, por haberlos reducido a servir bajo su mando; es grande por haber encadenado a una turba anárquica; es grande por haber puesto fin a las familiaridades de una fortuna común, por haber obligado a los soldados a sus iguales, a los capitanes a sus jefes o a sus rivales, a doblegarse bajo su voluntad; es grande sobre todo por haber nacido sólo de sí mismo, por haber sabido, sin más autoridad que la de su genio, hacerse obedecer por treinta y seis millones de súbditos, en una época en la que ninguna ilusión rodea a los tronos; es grande por haber derribado a todos los reyes que se le opusieron, por haber derrotado a todos los ejércitos, sea cual sea la diferencia en su disciplina y su valor, por haber enseñado su nombre a los pueblos salvajes así como a los civilizados, por haber superado a todos los vencedores que le precedieron, por haber realizado durante diez años tales prodigios que hoy es difícil comprenderlos>>, (Mémoires d’outre-tombe, libro 24)

Sea como fuere, a comienzos del siglo XXI, más de dos siglos después de la invasión y ocupación de España y Europa, es posible establecer una valoración más serena y desapasionada. Con motivo del bicentenario de la muerte de Napoleón, he entrevistado al historiador Thierry Lentz, especialista del Consulado y del Primer Imperio, autor de unos sesenta libros sobre el tema, profesor del Instituto Católico de la Vendée y director de la Fundación Napoleón.

El año 2021 corresponde al bicentenario de la muerte de Napoleón en Longwood, en la isla de Santa Elena, el 5 de mayo de 1821. La figura histórica (aunque quizás sería más preciso decir las figuras históricas) del emperador francés ha inspirado infinidad de novelas, obras históricas, películas (más de mil) y obras pictóricas o musicales en todo el mundo; y no sólo en Francia. Las dos leyendas, la Negra y la Dorada, están ahora firmemente establecidas. Pero, ¿por qué Napoleón sigue tan presente en nuestra memoria?

Napoleón está presente en nuestra memoria por todas las razones que acaba de mencionar. Ocupa un lugar muy especial en la historia y la memoria de Francia. Pero, más allá de eso, también está vinculado a nuestra vida cotidiana y a nuestros hábitos. Nuestro Estado sigue pareciéndose al que creó, nuestras instituciones son las suyas y, sobre todo, nuestra vida cotidiana está influida por el Código Civil. Aunque el Código ha sufrido muchas reformas, necesarias para adaptarse a los nuevos tiempos y costumbres, su marco sigue siendo el mismo. Influye en nuestra vida cotidiana e, incluso, en lo que ocurre después de nuestra muerte a través de la ley de sucesión. Así, somos conscientes de la importancia de Napoleón en nuestra historia… sin recordar siempre que sigue con nosotros hoy. 

En 1815, aquella aventura de 15 años terminó en un desastre; la Leyenda Negra parecía haber ganado de una vez por todas. El “belicista” Napoleón sólo merecería la ignorancia y el olvido. Sin embargo, la situación cambiará rápidamente. ¿Cómo, y por qué, se convirtió en el héroe de los románticos liberales del siglo XIX frente a los monárquicos y tradicionalistas?

La derrota en Waterloo y el tratado de París, de noviembre de 1815, fueron realmente una catástrofe para Francia: estuvo ocupada durante tres años y tuvo que pagar una enorme indemnización de guerra. Como resultado, la imagen de Napoleón se vio empañada y se puede decir que la Leyenda Negra triunfó. Incluso su muerte, anunciada en Europa en julio de 1821, pasó casi desapercibida. Las muestras de duelo fueron muy puntuales. No fue, hasta dos años después, cuando, con la publicación del Memorial de Santa Elena de Emmanuel de Las Cases, las cosas empezaron a cambiar. Como diría Lamartine, mientras Francia se aburría y Carlos X era visto como el restaurador del Antiguo Régimen, la imagen de Napoleón, presentado como liberal por el Memorial, acabaría por “enderezarse” e invadir tanto las artes como la vida política. La acumulación de referencias crea un Napoleón un tanto imaginario, al tiempo que se hace realidad la lucha por mantener las conquistas de 1789. El emperador se puso a la cabeza de la lucha.

¿Debe considerarse a Napoleón como el continuador de la Revolución Francesa o como su “canalizador”, si no su sepulturero? ¿Quería conquistar Europa en nombre de una especie de internacionalismo revolucionario o contribuyó, paradójicamente, con sus invasiones, a la creación de las naciones europeas? ¿Tenía la ambición de difundir las ideas relativas a los derechos de los pueblos, la defensa de la igualdad civil, los “principios intangibles” de la Revolución, o era simplemente el continuador de Luis XIV, el portador de los objetivos hegemónicos de Francia, que quería ser preponderante en el mundo en ese momento, como lo había sido España durante un tiempo y como lo serán o lo querrán ser Inglaterra y Alemania, por no hablar de Estados Unidos, Rusia y China?

Napoleón es, sin duda, el estabilizador de la Revolución, en su versión de 1789. Ciertamente no fue un liberal en lo político, pero en lo social estableció la igualdad civil, el derecho de propiedad, la aconfesionalidad del Estado, y la libertad civil (que por tanto no era política). En un momento en que el país anhelaba volver al orden y a disfrutar de los logros alcanzados, era el hombre adecuado para el trabajo. En 1802 ya había realizado gran parte de la tarea: las grandes reformas se habían puesto en marcha y se había recuperado la paz civil. Externamente, las cosas son un poco diferentes. En efecto, fue el continuador de la diplomacia del Antiguo Régimen y de la Revolución, a medio camino entre el que pretendía imponer la preponderancia francesa en Europa y el que pretendía difundir los principios revolucionarios (de 1789) en Europa. Por eso es tan difícil la evaluación de su trabajo externo. Este será su principal fracaso. Si no queda nada del Grand Empire, sí queda mucho de su acción política y social, en Francia y en Europa.

En aquella época, ¿por qué la maquinaria militar francesa era superior a otras?

La maquinaria militar francesa se moderniza, a lo largo de la Revolución, principalmente en materia de efectivos, gracias al servicio militar obligatorio. A partir de entonces, se luchó por las ideas y se invitó a todos los ciudadanos a participar. Napoleón reorganizó, aún más, el conjunto, con sus cuerpos de ejército, la doctrina de uso de la caballería y la artillería, la excelencia del mando, y la amalgama de veteranos y reclutas. También se benefició de la concentración del ejército en el Campamento de Boulogne. Durante dos años y medio, los soldados convivieron y se entrenaron a la espera de la hipotética invasión de Inglaterra. Durante mucho tiempo, este ejército seguirá siendo el mejor del mundo y lo demostrará en las campañas de 1805 a 1807. Por fin fue dirigido por un verdadero genio militar, de mirada única y decisiones rápidas. Las cosas irán mal después, con la guerra de España, que diezmará los efectivos, impedirá la amalgama y demostrará que este Gran Ejército no era invencible.

Hasta 1795, Francia era el tercer país más poblado del mundo, por detrás de China y la India. ¿No es éste el principal factor explicativo de las conquistas de Napoleón, más que los méritos y defectos del emperador?

Lo que entonces se llamaba “potencia por número” es, obviamente, muy importante. A nivel económico y, por supuesto, militar. Algo más de dos millones de hombres fueron movilizados en Francia durante todo el período…, es decir, el 20% de todos los que pudieron ser movilizados. Por lo tanto, todavía había margen. Y en economía, mientras los ingresos crecen, la producción encuentra, durante largo tiempo, un nivel alto de compradores. La demografía no debe descuidarse nunca.     

Algunos especialistas, como Alain Pigeard, estiman que sólo para Francia las pérdidas humanas de las guerras napoleónicas son comparables a las de la Revolución (1792-1799). ¿Qué opina usted? ¿Cuántas víctimas civiles y militares hubo en Francia y en Europa?

En lo que respecta a las pérdidas militares francesas, hoy bastante bien conocidas, no se dispuso de cifras establecidas científicamente hasta los años 70. Se derivan esencialmente de los trabajos del demógrafo-historiador Jacques Houdaille. Basándose en estudios científicos a gran escala del universo de registros censales, estimó que hubo unos 450.000 muertos en acción y otros tantos muertos a consecuencia de sus heridas o enfermedades; a los que hay que añadir varias decenas de miles de “desaparecidos”. Se puede suponer que las cifras reales de víctimas se sitúan entre 900.000 y 1.000.000 de muertos. En cuanto a los aliados y enemigos de Francia, a menudo se dice, pero no se demuestra, que sufrieron pérdidas “ligeramente superiores” a las de la Grande Armée. Si adoptamos este principio, las guerras del Imperio habrían costado a Europa entre 2.000.000 y 2.500.000 de hombres en diez años. Si bien este número de muertes es significativo, sigue siendo inferior al de muchas guerras anteriores y posteriores. Además, Europa no estaba desangrada al final del periodo: ni económica ni demográficamente. No hubo una destrucción sistemática de ciudades y pueblos, ni, menos aún, de los medios de producción; excepto en la Península Ibérica, donde la responsabilidad se repartió, en gran medida, entre las tropas francesas e inglesas. En cuanto a la demografía, los especialistas han demostrado que Francia tenía casi 1.500.000 habitantes más en 1815 que en 1790. En el conjunto de Europa, el crecimiento de la población fue más elevado en el periodo 1790-1816 que desde 1740 hasta la Revolución. Estos resultados se deben, por supuesto, al progreso de la medicina y a la disminución de la mortalidad infantil, pero la observación general sorprenderá sin duda a muchos.

Políticamente hablando, ¿fue un dictador “clásico”, en el sentido romano, o un dictador totalitario en el moderno? ¿Cree que a pesar de sus errores, especialmente en la elección de los ministros, traicioneros e incapaces muchos, sigue siendo un líder excepcional e, incluso, un visionario político? 

Seamos claros: de 1799 a 1815, Napoleón aprovechó cada minuto para reforzar y defender el dominio del Ejecutivo, aunque eso significara ser cada vez más autoritario. Pero hablar de una dictadura, y de una dictadura militar, es burlarse de la historia y del significado de las palabras. Según el jurista y politólogo Maurice Duverger -quien ha dedicado gran parte de su obra al concepto de dictadura- hay tres condiciones simultáneas que deben cumplirse para caracterizar una dictadura: (1) que el régimen se instale y se mantenga por la fuerza, especialmente la militar; (2) que sea arbitrario, es decir, que suprima las libertades y controle las decisiones de los órganos arbitrales o jurisdiccionales; (3) que sea considerado ilegítimo por una gran parte de los ciudadanos. El estudio de cada uno de estos puntos, para el régimen napoleónico, lleva a rechazar cualquier conclusión perentoria. Bajo Napoleón, el establecimiento de un Estado fuerte y personal no fue acompañado por el uso sistemático de la coerción ilegítima o de la fuerza indiscriminada; ni, mucho menos, en nombre y en beneficio del ejército.  

Napoleón, en Economía, ¿era intervencionista o liberal?

En materia económica, Napoleón era más bien un “liberal”. Para él, el Estado no tiene por qué intervenir en la economía diaria; salvo en lo que se refiere al comercio exterior, que contribuye “a la grandeza del Estado”. También era importante para él que la situación social fuera lo más estable posible, por lo que pudo intervenir con el orden público en momentos de crisis, sobre todo en la gravísima de 1810.

¿Fue el principal organizador del Estado moderno francés? 

Napoleón puso fin a las pruebas de ensayo y error en torno a la organización del Estado y su administración. Simplificó su entramado, según un modelo piramidal en cuya cúspide está el ejecutivo, no siempre él mismo en persona; sino quienes representaban al gobierno, caso de los ministros. Esto se ha llamado el “modelo francés”, que ha sido adoptado por la mayoría de los estados europeos; incluso, con ciertos cambios, por sus enemigos.

En su testamento declaró pertenecer a la religión católica. ¿Puede presentarse, como católico, el jefe de un ejército de soldados de la Revolución, percibido como descristianizador en la mayor parte de Europa? ¿No era, el suyo, un catolicismo de interés más que uno de convicción?

Nunca sabremos si Napoleón creía o no en Dios. Lo cierto es que veía a las religiones, especialmente a la católica, como cuerpos intermedios que debían contribuir a la estabilidad social y al orden público. Por eso “restauró” el catolicismo, organizó el protestantismo y el judaísmo; dejándoles cierta libertad dogmática, pero sometiéndolos a la ley del Estado.

¿Cuál es la diferencia entre el Estado aconfesional napoleónico y la tradición del laicismo republicano francés que se impuso a partir de 1880 bajo la Tercera República?

La aconfesionalidad napoleónica, establecida como principio por el Código Civil, fue un primer paso hacia el laicismo. Proclamaba que las distintas iglesias estaban sometidas al Estado y a la Ley. Pero, para Napoleón, esto se expresaba en medidas concretas: estado civil público y civil, aceptación del divorcio, sometimiento de los cultos a las leyes que rigen el orden público. No pretendía intervenir sobre las creencias, pero, por otro lado, no permitía que se organizara nada fuera de las necesidades sociales y políticas.

La francmasonería vivió quince años extraordinarios bajo el mandato de Napoleón; multiplicándose el número de logias, que pasaron de 300 a 1220. Napoleón tenía muchos masones en su familia (entre ellos Jerónimo, Luis y José, a quien los españoles llamaban “Pepe Botella”); 14 de los 18 primeros mariscales eran masones; así como un buen número de generales y la mayoría de los grandes dignatarios del Imperio. ¿Cuál era su relación con la masonería? ¿Era él mismo masón?

Aunque él mismo no lo fuera (no tenemos pruebas de una supuesta iniciación en Egipto), Napoleón estaba rodeado de iniciados, como sus hermanos, Cambaceres, Lebrun, Fouché, Talleyrand, etc. En su política masónica se apoyó, principalmente, en Cambaceres, quien aparecía como “protector” de la Orden. Iniciado en 1781 en una logia de Montpellier, había escalado todos los rangos y se tomó muy en serio este compromiso; incluso en la época de las prohibiciones revolucionarias. Después ayudó a su amigo Alexandre-Louis Roëttiers de Montaleau, Gran Maestre del Gran Oriente, a “reavivar el fuego” bajo el Directorio. Participó, en sus primeras filas, en la reunión del 22 de junio de 1799 por la que, en presencia de quinientos masones, la Gran Logia se fusionó con el Gran Oriente. A partir de ese momento, la francmasonería francesa casi alcanzó su unidad; complementada por la adhesión del Gran Capítulo de Arrás al Gran Oriente el 27 de diciembre de 1801. Aquélla apenas se vería perturbada por la creación de una logia escocesa en 1803; experiencia inmediatamente frenada por una nueva acta de unión, firmada pocos días después de la coronación imperial. Esta unificación del 5 de diciembre de 1804, a veces denominada “concordato masónico”, confirmó la primacía del Gran Oriente quien, a cambio, admitió la subsistencia de varios ritos en su seno. A Napoleón le hubiera gustado que la masonería constituyera un cuerpo intermedio de apoyo al régimen. Pero era demasiado plural para eso; así, atravesaba demasiados partidos como para ser un apoyo real. No lo fue y continuó su camino, sin problemas, bajo otros regímenes.

Se ha escrito, a menudo, que desde su expedición militar a Egipto (1798-1799), Bonaparte -y luego Napoleón- profesaron una gran simpatía por el Islam? ¿Era sincero? 

Napoleón estudió a Mahoma, especialmente a través de las obras de Voltaire. Admiraba su lado decidido y casi bélico. Su simpatía por el Islam no fue mucho más allá. No se convirtió, ni se inspiró en él para el Código Civil, tal y como se puede leer, en ocasiones, en sitios de Internet próximos a los Hermanos Musulmanes.  

Casi todos los pueblos europeos tuvieron su lugar en la Grande Armée (holandeses, sajones, alemanes, polacos, españoles, portugueses, italianos, belgas, austriacos, bávaros, suizos, etc.). Dependiendo de la campaña, las tropas aliadas constituían entre el 20 y el 48% del total de las fuerzas, pero sólo los polacos permanecieron fieles hasta el final. ¿Cómo explica esto?

Se ha dicho, y se ha llegado a creer, que fue por pura ambición personal que Napoleón fue a la guerra. Esto supone olvidar que, en aquella época, la paz era un estado de excepción y que todos los Estados estaban preocupados, principalmente, por preparar el inevitable próximo conflicto. También implica olvidar que la historia y la geopolítica, a menudo, lo hicieron inevitable. Ya he escrito decenas de páginas sobre este tema, a las que remito a los lectores interesados. Me limitaré, aquí, a repetir que Europa no estaba únicamente dividida en dos campos durante el episodio napoleónico; de lo contrario, no habría sido necesario esperar hasta el otoño de 1813 para que se formara una coalición general contra Francia. Antes de eso, las potencias continentales habían aceptado la preponderancia francesa y habían tratado de sacar el máximo provecho de ella para sus propios asuntos. El gran éxito de la diplomacia británica fue que consiguió unir a toda Europa en torno a su mínimo común denominador (derribar a Francia y a su líder), jugando con los resentimientos, las promesas incumplidas de unos y otros, la economía y las finanzas; y no con el principio de “liberar” el continente. Esto explica que muchos contingentes extranjeros se pusieran a disposición de la Grande Armée durante casi quince años, la mayoría de las veces con el acuerdo de sus soberanos.

Las polémicas en torno a la figura de Napoleón han redoblado su virulencia en vísperas del bicentenario de su muerte. La exaltación del heroísmo y el espíritu de sacrificio han dado paso a una ideología victimista y ombliguista. Además, la ola de corrección política y las modas nihilistas, encarnadas en el espíritu woke o la cultura cancel de Norteamérica, parecen irresistibles. En consecuencia, la gran mayoría de los medios de comunicación únicamente lo ven como un tirano, un instigador de la guerra, un misógino, un partidario del patriarcado, un esclavista (por haber restablecido la esclavitud ocho años después de su abolición y haber encarcelado a Toussaint Louverture, un independentista negro que había sido nombrado general bajo el Directorio).  ¿Qué les responde?

Las respondo ampliamente en el libro que acabo de publicar: Pour Napoléon. Creo que estamos en un momento importante en la lucha contra las tendencias que usted describe. Nuestros gobiernos están aplastados por grupos que han hecho de las amalgamas y las falsedades históricas una especialidad para imponer su “agenda”, para acusar a su país de haber “asesinado” a categorías enteras, para profanar lugares públicos o para llamar a los disturbios… No se hizo nada para evitar, o combatir, la fiebre iconoclasta que llegó desde Estados Unidos tras la trágica muerte de George Floyd. A veces puede parecer que la famosa “sumisión”, muy bien denunciada por Michel Houellebecq, está en presente en todas las salsas; no obstante, sigue siendo la primera palabra que nos viene a la mente. Si creemos en la advertencia de Montesquieu de que “la opresión siempre comienza con el sueño”, no podemos sino asustarnos al ver que aquéllos a quienes encomendamos preservar la cohesión y la unidad nacionales, duermen a pierna suelta. O se hacen los dormidos a fin de no ver nada; que al final será lo mismo. Como historiador, y como ciudadano, pensé que no podía permanecer quieto ante este peligro.

(*) Arnaud Imatz es historiador e hispanista francés. Su último libro publicado en español es Vascos y Navarros (Ediciones La Tribuna del País Vasco, 2020)

(**) Entrevista traducido del francés por Maite y Fernando Vaquero

(***) Esta entrevista ha sido publicada inicialmente en inglés en la web The Postil Magazine (https://www.thepostil.com) y  en francés  en la web del mensual  La Nef (https://lanef.net).

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