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Tengamos la fiesta en paz

Todo el mundo sabe que la fiesta es una excusa para dar rienda suelta a la mala baba. Y no me refiero a los incívicos de siempre, sino a la emoción fundacional de la mayoría de las celebraciones: chinchar al otro. A los valencianos nos encanta. Convencidos de vivir en el mejor de los mundos posibles, aprovechamos cualquier fiesta –Fallas, hogueras de Sant Joan o Moros y Cristianos–, para cachondearnos de los que no tienen el privilegio de ser como nosotros. Eso sí, con talante.

 Como somos maestros en el arte de insultar sin ofender, acabamos de decidir, por ejemplo, que ya no haremos estallar la cabeza de Mahoma con petardos en los Moros y Cristianos de Beneixama. Nosotros somos así.

Vale, reconozcamos que las noticias llegadas de Belfast este verano nos habían inquietado. Que los orangistas –asesorados por algún alcoyano– se hayan apuntado a la vía valenciana de la superación de conflictos, transformando su sangriento desfile paramilitar del 12 de julio en un pasacalle con banda de música, nos reconforta como demócratas en la misma proporción que irrita a los ortodoxos irlandeses católicos y protestantes. Pero que nadie nos discuta nuestro lugar en la historia de la humanidad como inventores de la fórmula paz por juerga. No en balde, poseemos en nuestro acervo cultural el orgullo de haber inventado avant la lettre el antídoto al choque de civilizaciones: la fiesta de Moros y Cristianos. Una celebración que este año llegará a las mismísimas calles de Manhattan para festejar… ¡el día de la Hispanidad! Pelillos a la mar, ahí va nuestra contribución más genuina a la imprescindible frivolización de la historia, siempre sobrecargada de héroes, grandes capitanes e inquisidores de variado credo. La Alianza de Civilizaciones tiene en la fiesta de Moros y Cristianos su versión más cool y es lógico que llegue al escaparate del mundo como botón de muestra de la influencia valenciana en la agenda internacional. Que n'aprenguin!

AUNQUE a estas alturas el motivo fundacional de la fiesta ya no importa, dicen que rememora el 23 de abril de 1276, cuando el santo patrón de guardia defendió la ciudad de Alcoi contra el ejército sarraceno de Al-Azrak. El caudillo musulmán pretendía, contra la lógica aznarista de la historia, recuperar unas tierras que había liberado para la cristiandad nuestro Jaume I. Las primeras manifestaciones de la fiesta aparecen en el siglo XVI y, como otras muchas soldadescas y alardos paramilitares en Europa, se consolida durante los siglos siguientes. Pero, según dicen, hasta entrado el XIX no aparecen los moros como invitados a la celebración: durante siglos, Sant Jordi solo se enfrentaba al dragón en un mano a mano siempre desigual para la pobre bestia, condenada sin remisión.

Durante tres días de abril, en las calles de Alcoi los timbales y clarines, las banderolas y pendones, las charangas y procesiones se enzarzan en una lucha que sigue el guión de una tradición inventada, fruto de una práctica ritualizada, como nos enseñaron Eric J. Hobsbawm y Terence Ranger. Las cruces cristianas y las medias lunas flotan en un universo barroco e inconexo, si lo miramos con la lupa de la verosimilitud histórica. Guerreros africanos, cazadores y brujos de origen desconocido desfilan entre caballos, elefantes o camellos, según el poder adquisitivo de cada comparsa. Sus ropajes asombrarían al mismísimo Al-Azrak, si este pudiera contemplar una reconstrucción tan brillante de sus huestes, cubiertas de sedas, lentejuelas y pasamanería de un lujo ciertamente oriental. Los cristianos, más sobrios y contenidos, que para algo figuran como ganadores en los libros de historia. Los moros y los cristianos entablan una lucha de alto riesgo etílico y de desmesura en la mesa. El penetrante olor a pólvora y el euforizante café-licor, servido en un refrescante combinado que recibe el apropiado nombre de mentireta, son el combustible de una efeméride que alimenta una mirada descreída al pasado.

El alcoyano goza de la fiesta como principio y fin en sí misma, al margen de creencias religiosas. Y en ella caben todos, incluidos Federico Trillo y Eduardo Zaplana desfilando en el bando morisco, puro en boca, como orgullosos musulmanes. Nadie les discutirá el derecho al disfraz y a la impostura. El valor integrador de la fiesta está por encima de cualquier elemento colateral y la participación aconfesional es la mejor arma contra toda forma de fanatismo, incluidos el político, el nacionalista y, naturalmente, el religioso.

ASÍ QUE la corrección política se impone en la tradición, tan cambiante, aquí y en Irlanda. Y no pasa nada. La fidelidad, como el amor, es una actitud de libre disposición. Pese al peso del pasado, de las lecturas aberrantes de la historia y de los profesionales de la fe, la fiesta de Moros y Cristianos avanza en diálogo abierto con el aire de los tiempos. Que cunda el ejemplo. Aún hay que ver, en Hondarribia, a hombres y mujeres desfilar juntos en su Alarde, txakolí en mano. Los alcoyanos saben, como L. P. Hartley, que "el pasado es otro país". Y que el futuro, mejor verlo venir con una mentireta en la mano

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