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Teatro

«Hay posturas que resultan forzadas, artificiales y hasta ridículas». Totalmente de acuerdo, monseñor Martínez Camino. No recuerdo nada más ridículo que la peluca de rey mago, las falsas alas de angelote o la pelliza de pastor que una servidora se vio for­zada a vestir en aquellas interminables sesiones teatrales que recreaban lo más ridículo, rosado y falso de la Navidad.
 
Y esto por no hablar de las numerosas horas lectivas que se sacrificaban en aras de unos ensayos agotadores, improductivos y que terminaban por convertir en una farsa cualquier vestigio de credibilidad religiosa. La Navidad, para mi asombro infantil, se li­mitaba a una sesión teatral, un atracón de turrón, odiosas reuniones con familiares inso­portables a los que resultaba obligatorio amar a fecha fija y la amenaza de recibir carbón si no atinaba en la sonrisa correcta y navideña.

A monseñor y sus togados compañeros les preocupa que un colegio público no celebre una competición de villancicos. Una de dos: o temen perder cuota de mercado en un futuro no lejano, o no andan muy sobrados de auténtica fe. O puede que la cosa sea más pragmática y el teológico asunto de la fe venga dictado por el subidón de bene­ficios para los grandes almacenes donde la fe tenga inversiones que pudieran verse ame­nazadas si el colectivo pierde la contumaz costumbre del borreguismo consumista.

Tal vez, estimados próceres de la Iglesia, con su postura irreductible de paladi­nes de la ñoñería, su impostada suficiencia de conductores morales con vocación global y su búsqueda de fondos temieren por asesinar a la gallina de los huevos de oro y un mal día a esta sociedad se le ocurra pensar por cuenta propia, perder el miedo a quedar­se sin ritos y oropeles y decida cuestionar por qué demonios tenemos que pagar con los impuestos de todos las creencias de algunos. El que quiera ritos, celebraciones al borde del paganismo fundamentalista y otras gaitas ¡que se las pague de su bolsillo! Tal vez, entonces, la concertación de centros docentes se les acabe y quien desee educar a sus ni­ños en la suya o en cualquier otra creencia se vea obligado a pagar, porque el derecho a la educación, general y obligatoria, en un país como el nuestro, ha de ser laico para ser gratuito. Y a los pobres creyentes que no les llegue el salario, pues que tengan que utili­zar la caridad de sus arcas para que sea cosa suya, de su fe y su iglesia, el hacerles man­tener todos los rituales.

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