A monseñor y sus togados compañeros les preocupa que un colegio público no celebre una competición de villancicos. Una de dos: o temen perder cuota de mercado en un futuro no lejano, o no andan muy sobrados de auténtica fe. O puede que la cosa sea más pragmática y el teológico asunto de la fe venga dictado por el subidón de beneficios para los grandes almacenes donde la fe tenga inversiones que pudieran verse amenazadas si el colectivo pierde la contumaz costumbre del borreguismo consumista.
Tal vez, estimados próceres de la Iglesia, con su postura irreductible de paladines de la ñoñería, su impostada suficiencia de conductores morales con vocación global y su búsqueda de fondos temieren por asesinar a la gallina de los huevos de oro y un mal día a esta sociedad se le ocurra pensar por cuenta propia, perder el miedo a quedarse sin ritos y oropeles y decida cuestionar por qué demonios tenemos que pagar con los impuestos de todos las creencias de algunos. El que quiera ritos, celebraciones al borde del paganismo fundamentalista y otras gaitas ¡que se las pague de su bolsillo! Tal vez, entonces, la concertación de centros docentes se les acabe y quien desee educar a sus niños en la suya o en cualquier otra creencia se vea obligado a pagar, porque el derecho a la educación, general y obligatoria, en un país como el nuestro, ha de ser laico para ser gratuito. Y a los pobres creyentes que no les llegue el salario, pues que tengan que utilizar la caridad de sus arcas para que sea cosa suya, de su fe y su iglesia, el hacerles mantener todos los rituales.