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¿Son compatibles el islam y las libertades cívicas?

Los desórdenes que se han producido en el mundo islámico con motivo de la publicación en Dinamarca de unas irreverentes viñetas sobre Mahoma han generado una enorme preocupación en los países occidentales.

COMENTARIO: La última conclusión del articulista, planteando que no se publiquen viñetas que puedan herir la sensibilidad de los creyentes, parece contradictorio con ese ámbito privado de las religiones, que compartimos. El respeto se debe a las personas no a las creencias, que pueden ser objeto de análisis, crítica, o viñetas. Lo contrario llevaría a una oleada de sensibilidades que pudieran ser vulneradas, pues no sólo se verían afectadas las creencias religiosas, sino cualquier otra convicción. Lo cual se volvería contra el derecho de libre expresión que tanto costó conquistar, especialmente por culpa de las religiones.


Es difícil de entender que Europa haya reaccionado de forma civilizada ante gravísimos atentados, como el del 11 de marzo de 2004 en Madrid, y que la provocación de un dibujante y un periódico haya podido producir tal tipo de respuesta. Sorprende que se haya responsabilizado a Occidente en su conjunto, por más que algún especialista como Gema Martín Muñoz, en su artículo Europa y el mundo musulmán, considere que hay razones para que esta publicación se convierta en "una importante cuestión política al estar tan dotada de carácter islamofóbico". Poco aportan al diálogo quienes terminan por imputar a Occidente cuantos males aquejan a Oriente. Para combatir la islamofobia conviene objetivizar el debate. Por otra parte, difícilmente se habrían producido actos violentos sin la manipulación efectuada por algunos Gobiernos y sectores islamistas.

La gente empieza a preguntarse si el islam es compatible con los derechos y libertades conseguidos tras una larga y tenaz lucha por liberarnos de siglos de opresión religiosa, política y social. No tiene sentido considerarlos como "valores occidentales", como pretenden sectores islamistas, aunque inadmisiblemente solamos conculcarlos en nuestras relaciones con el mundo islámico. Los ciudadanos se interrogan sobre el camino a seguir ante el auge del islamismo radical. El periódico Le Monde se extrañaba de que el presidente Chirac hubiera condenado la publicación de las caricaturas y nada hubiera dicho sobre los ataques a las embajadas de Noruega y Dinamarca. También numerosos musulmanes demócratas se preguntan qué hacer ante esa marea islamista que avanza y quiere imponer un modelo monocultural allí donde gobierna. Es verdad que en Turquía hay un Gobierno islámico que respeta las libertades, pero los sistemas políticos son reflejo de la sociedad de cada país: el Imperio Otomano no fue realmente islámico, la diversidad nacional era parte de su esencia, sin olvidar la inmersión laica que supuso el Gobierno de Kemal Atartuk. Poco tiene que ver este modelo con el Irán de los clérigos chiitas, que no ha respetado disidencia o librepensamiento alguno.

El islam, como toda religión, puede evolucionar, e históricamente lo ha hecho. El problema radica en que el mundo musulmán fracasó en su modernización. Ya no es el de los años sesenta, decía recientemente Mahmoud Darwich, el más importante poeta palestino. Nacionalismo, tercermundismo, socialismo y comunismo fracasaron; el único referente es el islamismo. Max Rodenbeck lo describe magistralmente en El Cairo, la Ciudad Victoriosa: "Los liberales musulmanes confiaban en los años sesenta en que la democracia y una educación laica y universal sustituirían los principios religiosos por principios civiles. Egipto miraba al futuro. No era el islam, era Nasser quien encarnaba las aspiraciones de la gente. Pero la imagen de un país progresista no se correspondía con la realidad. La enorme miseria contradecía ese barniz del progreso". El país se hundió de repente cuando Nasser se dirigió a su pueblo para comunicarle la humillante derrota militar sufrida ante el Ejército israelí. Una oleada de ira recorrió Egipto. Luego vinieron tiempos sombríos. Los Hermanos Musulmanes, con renovada fuerza, gritaron: "El islam es la solución". El jeque Al Gazali denunció el imperialismo cultural occidental: "Sin duda, Occidente trata de humillarnos, de ocupar nuestra tierra y de destruir el islam anulando sus leyes y aboliendo sus tradiciones. Quienes tratan de separar Egipto del islam son un grupo perverso de marionetas occidentales".La semilla estaba echada; la tierra, madura para que germinara; Israel la abonó, y Bush segó las mieses con la ayuda de los británicos. Algo parecido podríamos decir respecto a los otros países de Oriente Próximo.

Pero el tema se complica cuando Akef, líder de los Hermanos Musulmanes en Egipto, dice que su islam es global y abarca todos los aspectos de la vida. Nada, sin embargo, impide considerar, como ya planteó Ali Abderraziq, ulema de la mezquita de Al-Azhar, "que el islam es religión y no Estado", y con él, también numerosos intelectuales y miles de ciudadanos de estos países. Burguiba, en Túnez, eliminó la confesionalidad del Estado.

Como consecuencia, va surgiendo en Occidente un sentimiento de incomprensión en los sectores moderados y de rechazo en los más radicales. Crecen quienes consideran que no hay posibilidad de convivir con el islam. Sólo así se explica que autores rigurosos como Arturo Pérez-Reverte, en Por qué van a ganar los malos, afirme que "quien conoce el mundo islámico -algunos viajamos por él durante 21 años- comprende que el islam resulta incompatible con el progreso tal como lo entendemos en Occidente". Poco se puede decir, salvo que a uno le entran escalofríos cuando lee artículos como el de Islamofobia, en el que el profesor Serafín Fanjul dice, entre otros desvaríos, que "el objetivo principal de las fundaciones de la Junta de Andalucía, Las Tres Culturas, la Fundación Barenboim y la de El Legado Andalusí, es proporcionar una coartada culturalista a la penetración islámica". Le agrade o no a algunos, Al Andalus es parte importante de la historia de España y no hay razón para que no nos sintamos sus herederos.

Aunque el panorama es desolador -avanza el islamismo, se estanca la Hoja de Ruta, Irak es un fracaso colectivo y sabemos ahora que no siempre democracia es sinónimo de libertad-, debemos potenciar cuanto nos une a través de un diálogo respetuoso, con propuestas concretas de Gobiernos y sociedades civiles. En este sentido, la Alianza de Civilizaciones es una apuesta positiva, si procura que Occidente evite sus agresiones, paralice la carrera de armamentos y establezca un marco de cooperación real, y, a su vez, Oriente genere riqueza, controle la explosión demográfica y sus Gobiernos respeten los derechos humanos y la pluralidad.

También es necesario definir un marco coherente en el ámbito nacional. A veces confundimos el diálogo de culturas con el diálogo de religiones. En una sociedad occidental, el diálogo de culturas pertenece al ámbito público, y el diálogo de religiones, al ámbito privado. Debemos integrar a los musulmanes en nuestra sociedad en el marco de los derechos y libertades que consideramos válidas para todas las personas y para todas las confesiones. Ello implica que las religiones deben mantenerse en el ámbito privado; sólo así se tolerarán mutuamente. No procede que enseñemos el islam -ni cualquier otra religión- en la escuela pública; tampoco, a modo de ejemplo, abrir la mezquita de Córdoba al culto islámico, porque el Estado y las instituciones públicas en Occidente están para respetar y proteger las religiones y no para potenciarlas. Sí están, por el contrario, para potenciar las libertades cívicas. Estaremos más cerca de la Alianza de Civilizaciones el día que no se publiquen viñetas que puedan herir la sensibilidad de los creyentes y el día en que los ulemas, que como el clero cristiano raras veces han sido motores de progreso, defiendan con el mismo "fervor" su religión que la libertad de expresión, pilar básico de una sociedad libre y tolerante, ya sea cristiana o musulmana.

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