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Sobre el Papa y el “laicismo positivo”

El lenguaje es, en esencia, la expresión del pensamiento, y el pensamiento abarca el mundo. Puede servir para expresar la verdad o para difundir mentiras, para crear belleza o para generar fealdad, para descubrir los resortes de la vida o para alejarnos de ella.
 
El poder de la palabra es inmenso. Y la palabra también puede utilizarse como una herramienta siniestra de manipulación cuando se adultera la relación entre conceptos y significados. En este sentido, me permito recomendar un pequeño texto, "Curso de autodefensa intelectual" de Norman Baillargeon, que es excelente para entender los mecanismos que nos llevan muchas veces a creer o pensar lo que otros quieren que creamos o pensemos.

En la reciente visita del Papa a Francia, con el beneplácito del ultraconservador Sarkozy, y ante la mirada atónita e indignada de gran parte de los franceses, se ha "patentado" en el discurso conjunto de ambos personajes una nueva expresión que esconde un proyecto de infiltración católica en el panorama político francés y europeo: "laicismo positivo".

Laicismo es laicismo. No existe un laicismo negativo. El laicismo siempre es positivo, porque significa literalmente independencia de los Estados de los grupos o lobbies religiosos; porque el laicismo garantiza la tolerancia social, el respeto a las democracias y el cumplimiento de uno de los grandes derechos humanos fundamentales: la libertad de conciencia. Igualmente el laicismo promueve el respeto entre las culturas, los pueblos y las sociedades porque en sí mismo rechaza la posibilidad de cualquier totalitarismo ideológico o religioso.

Decir "laicismo positivo" parece pretender desprestigiar un concepto que es, en sí mismo, sin calificativos ni atributos, la base en la que se deberían sustentar todos los Estados democráticos y que, simplificando mucho, se puede resumir en una palabra: respeto. Y lo contrario, la confesionalidad o sumisión de los Estados a algún credo concreto, a lo que nos lleva es a la intolerancia, al pensamiento único, al fanatismo y a la represión, es decir, a una dictadura, ya efectiva, ya ideológica. Por tanto, atacar al laicismo es atacar a la esencia misma de la democracia: la libertad.

Del mismo modo que, con sutiles artimañas lingüísticas, se puede desprestigiar una palabra con significado sublime, también se puede sublimar una palabra con significado perverso; recordemos, como ejemplo, la expresión "santa inquisición". Lo inquisitorial nunca puede ser santo, sólo canallesco. De hecho, la "santa inquisición" es culpable de millones de muertes, de una represión feroz, del sometimiento forzoso de sociedades enteras al credo católico durante muchos siglos en Europa y en América. Y calificar como "santo" a un proceso salvaje de opresión y de masacre sólo puede nombrarse, siendo suaves, como perversidad y desvarío.

Por tanto, mucha atención ante la adulteración de las palabras y el fraude en los discursos, porque pueden pretender la manipulación de nuestro pensamiento. Ya dijo Aristóteles que la verdad es sólo una, la realidad. Y la realidad es que el laicismo es positivo siempre, que es imprescindible para la sustentación de las democracias; que no es ataque a las religiones, sino, al contrario, respeto a todas ellas, pero lejos del poder público. Porque las religiones en el poder acarrean teocracias, totalitarismos y fanatismos, a la vez que amordazan las libertades y los derechos sociales e individuales.

Y, basándome en la realidad histórica, la verdad es que, se disfracen de lo que se disfracen, o se nombren como se nombren, los totalitarimos y los fundamentalismos –ideológicos y/o religiosos- son un grave peligro para la humanidad entera, para el progreso de las sociedades y para el desarrollo pacífico de las civilizaciones.

Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica

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