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Símbolos religiosos

LA vieja cuestión de si los símbolos religiosos deben, o no, mantenerse en los colegios públicos es, a lo que parece, una patata demasiado caliente para la Delegación Territorial de la Junta en Valladolid.

Una reciente sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León considera que se hizo «abdicación de competencias» al no revisar lo resuelto por la Dirección Provincial de Educación que, a su vez, se había declarado incompetente para ordenar la retirada de crucifijos del Colegio Macías Picavea. Todo vino a cuenta de la petición de un padre de apartar los símbolos religiosos del centro, pretensión que fue rechazada por el consejo escolar en votación secreta. El Tribunal Superior recordó que una cosa es reconocer la autonomía de los centros y otra que la Administración educativa no se responsabilice de la revisión de las decisiones de los consejos escolares.

España es, en general, un país tolerante y respetuoso con todas las confesiones religiosas, y también con las personas que no las tienen. Por tanto, asuntos como este han de tratarse con absoluta normalidad, sin necesidad de crear problemas donde no los hay. Con responsabilidad, y eso incluye el no mirar hacia otro lado. En algunos colegios públicos se han retirado los crucifijos. Y en otros no. Todos están en su derecho.

Los 'defensores del pueblo' emitieron sus dictámenes sobre esta cuestión cuando fueron interpelados por padres y maestros. La resolución del Procurador del Común de Castilla y León de que se retiraran los crucifijos: «Si así lo solicitan los padres», estuvo en línea con las del resto de las comunidades autónomas. También con la del defensor andaluz, José Chamizo, que es un sacerdote. Nada extraordinario por otra parte. La laicidad del Estado exige la omisión de referencias o signos externos de adscripción religiosa en el espacio público. La Constitución establece que el Estado no es confesional y, al mismo tiempo, garantiza el derecho de los padres a elegir la educación que quieren para sus hijos. La escuela debe educar en los valores fundamentales, y situar la religión y los pensamientos ideológicos en la esfera de lo familiar. Pero esto es mucho más fácil de formular en un papel que de llevarlo a la práctica.

Las asociaciones que promueven en España la laicidad, con la Coordinadora Laicista a la cabeza, se inspiran implícitamente en el modelo de la República francesa. Su fundamento no radica en normas prohibitivas dirigidas contra las manifestaciones confesionales en el espacio público, sino en una concepción particular del fenómeno religioso. Es decir, la religión es un asunto de conciencia que tiene en lo privado su ámbito de acción. Y así es.

No obstante, en Francia, donde el sistema educativo público es perfectamente laico, se están produciendo algunos conflictos religiosos en una escuela donde crece la mezcla de razas y culturas. Se han ocasionado incidentes de gran repercusión mediática ante el uso de velos y pañuelos (el hiyab), por parte de alumnas musulmanas. En una escuela oficialmente pública, laica y gratuita hay pocas dudas de que el velo sea una prenda neutral. Concurre en Francia suficiente legislación sobre la materia, pero también muchas incógnitas sobre su eficacia y hasta de su capacidad para hacerla cumplir. Entonces ¿Qué puede hacerse?

También en España se han desatado incidentes parecidos, y el Gobierno decidió en su momento no regular el uso de los símbolos religiosos en las escuelas, como hizo Francia. Pero esto, que fue una decisión inteligente, requiere por parte de todos un plus de flexibilidad, tolerancia y respeto. Probablemente sería muy contraproducente caminar hacia una laicidad obligatoriamente uniforme. Es mejor una laicidad templada y plural, porque se acerca más a la realidad social. No es deseable, por tanto, una suerte de laicismo duro, combativo, o incluso integrista, que lo hay. Por el contrario, es preferible un laicismo tranquilo, sensato, que también haga suyos los principios de la libertad de expresión. Que sea capaz de intermediar entre las distintas religiones. De aligerarlas de su egocentrismo o excesivo proselitismo.

Las escuelas deberían servir para inculcar a los niños respeto y tolerancia hacia las ideas de los otros. Un espacio neutral, común, donde los pequeños aprendieran que no existen verdades absolutas, y que únicamente el diálogo y la razón han de ser los instrumentos que deben usarse para defender las ideas. Instruirles, en definitiva, en el fundamento de la vida democrática. Que no es poco.

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