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Si no es laica, no es democracia

La laicidad del Estado es consustancial a la democracia. Es así, porque ésta implica la prevalencia de los valores y derechos como la tolerancia, la inclusión, la libertad de creencias, de pensamiento y de expresión.

Lo anterior implica, pues, que el Estado garantice el pleno ejercicio de estas libertades, evitando que un credo pueda ser impuesto a la fuerza a los demás.

Por el contrario, en lo general, las religiones son estructuralmente intolerantes: asumen que la suya es “la verdadera”, que sus ritos son los únicos válidos para acercarse a Dios, que sus dogmas son regla obligada de vida para todos (creyentes o no); que quienes no profesamos su fe somos “infieles”, por decir lo menos; amén de sus estructuras jerárquicas y no abiertas al escrutinio de su grey.

La historia muestra que siempre que se ha abierto la puerta a la participación política de las iglesias, éstas aprovechan ese poder para influir o imponer su credo a la mayoría; y de hecho buscan siempre modificar los marcos jurídicos de sus países para incorporar en ellos los valores y principios de fe específicos de su credo.

El caso de Brasil con el presidente Jair Bolsonaro es quizá el más preclaro de lo que ocurre cuando se cede, de manera innecesaria, espacios de representación y de comunicación masiva a favor de asociaciones religiosas que actúan desde la intolerancia y la promoción de antivalores democráticos.

Por eso preocupa la cercanía manifiesta del Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, y grupos ultra conservadores, como sus aliados electorales del ahora extinto Partido Encuentro Social, pero que ahora buscan tener acceso a concesiones de televisión para propagar su credo y las ideologías conservadoras de que son portadores, tales como la prevalencia del machismo, la misoginia, la homofobia y, en general, la intolerancia religiosa.

En sentido estricto, el Presidente de la República, en tanto que Jefe del Estado, no puede favorecer a ningún grupo religioso.

En ese sentido, debe ser muy cuidadoso y respetuoso de las poblaciones que profesan otras creencias o que, de hecho, no profesan ninguna religión.

Se puede apelar, sin duda, a un diálogo ecuménico, pero eso es tarea de las propias iglesias y no del Estado, el cual debe, en todo caso, promover la tolerancia y el diálogo para fortalecer la pluralidad y diversidad que nos caracterizan, pero no para establecer compromisos más allá de lo que está establecido en la Constitución.

El presidente Andrés Manuel López Obrador conoce la historia patria, y como liberal, sabe de los intereses y posiciones que las iglesias han representado a lo largo de los siglos en el país; y salvo algunas excepciones (como la teología de la liberación), en México las iglesias han estado siempre institucionalmente vinculadas a poderes reaccionarios y a la defensa de intereses económicos y políticos inconfesables; y ya no se hable de prácticas aberrantes como la pederastia y el abuso sexual perpetrado por curas, pastores y otras figuras representativas de los múltiples credos cristianos.

Una de las críticas constantes que se ha hecho a la actual administración es la delgada línea sobre la que se mueve en estos temas; por lo que sería importante tener una definición contundente a favor de la libertad de creencias, de la tolerancia ante la diversidad y de reconocimiento de la pluralidad, no sólo religiosa, sino política, cultural, lingüística y étnica que nos caracteriza como nación.

El Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, apela reiteradamente a la necesidad de construir una nueva conducta pública que promueva una sociedad de valores.

Estos deben ser los valores democráticos sintetizados en nuestra constitución, la cual establece como proyecto de nación una sociedad de derechos humanos, es decir, un proyecto de democracia entendida como forma de vida, o sea, como una poderosa construcción cultural capaz de decirles colectivamente “no” a los autoritarios, a los xenófobos, a los corruptos, a quienes discriminan, excluyen y segregan, bajo una pretendida superioridad moral.

Mario Luis Fuentes

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