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Sí al Estado laico permanente

Este año se conmemoran los 150 años de la promulgación de las Leyes de Reforma. Mucho se ha dicho del tema y muchos mitos se han construido en torno a ellas. Sin embargo, siempre produce un buen debate respecto de la importancia de la laicidad del Estado.
 
Mucho ha sufrido el mundo cuando corrientes fundamentalistas o integristas del judaísmo, del islamismo y del cristianismo (por citar los tres credos más representativos) han pretendido imponer o sancionar sobre el de distinta creencia. Muchas desgracias humanas han sucedido a lo largo de la historia (en todas las latitudes del mundo) que muestran que la vida de los ciudadanos se puede volver peligrosa e insoportable cuando los Estados no son laicos, cuando no garantizan la libertad de culto o cuando pretenden, desde el Estado, imponer la fe. Millones de seres humanos han sido víctimas de ello.
 
El Estado laico es una de las mejores garantías democráticas para que nadie padezca persecuciones, coacción al libre pensamiento o violación de derechos humanos en nombre de ninguna fe. Visto así, los creyentes de cualquier ortodoxia no padecerán discriminación o marginación por parte del Estado ni por parte de los creyentes de otras creencias. Será entonces garantizada la práctica religiosa, con la obligación de que ésta se conduzca con el respeto hacia los demás.
 
En este sentido, el Estado democrático –que debe ser, además, laico- debe garantizar no hacer suya ninguna convicción religiosa en particular ni pretender regir sobre las conciencias, sino generar un espacio público que garantice las libertades y el respeto para toda clase de credos, incluido entre ellos el ateísmo.
 
¿Debe entonces el Estado renunciar a toda convicción?
 
Aquí es donde se ha pretendido –creo que equivocadamente- exagerar la laicidad. Pienso que el Estado democrático no puede renunciar a ello, porque para proteger a sus ciudadanos debe estar adherido a principios éticos irrenunciables. El Estado no puede pretender eliminar las diferencias de sus ciudadanos, sino garantizar que éstos puedan pensar y expresarse con libertad, así como velar que nadie practique violencia alguna contra otro por motivo de discrepancias en la fe. Por lo mismo, considero que el Estado sí puede y sí debe enarbolar una convicción, que no es otra que aquella que garantice el respeto a la vida, la que proteja con todo a la libertad humana y la libertad de conciencia. Esa sí debe ser una convicción y una práctica permanente del Estado, al margen del color político de quien encabece el gobierno de una nación.

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