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Secularidad y trascendencia

Por algunos comentarios aparecidos estos últimos días en estos papeles, parece que hay quien no quiere darse por enterado de que vivimos en un estado laico, aconfesional, religiosamente neutral. Por supuesto que los creyentes -budistas, cristianos o musulmanes, tanto da- pueden organizarse como les convenga y tener sus liturgias y ritos, pero de puertas adentro, en sus templos, iglesias o mezquitas.
La calle, en un estado laico, no puede ni debe monopolizarla ningún credo. El hecho de creer o no creer es una opción estrictamente personal y son igualmente respetables -en otro caso, vamos mal- el creyente, el ateo y el agnóstico que sólo dice lo único que se puede decir: que de la existencia de Dios sabe lo mismo el Papa que un niño de teta. Nada. Es harto discutible, por otra parte, que hagan falta adoctrinamientos para mantener vivo el sentido de la trascendencia.
Y otra cosa que uno no acaba de entender es que haya quien se empecine en hablar, todavía, de la quema de iglesias, checas y circos romanos. Es como si, en el otro extremo de la cuerda, alguien se empeñara en mentar las Cruzadas, la Inquisición, los Borgia, las escandalosas finanzas vaticanas, las alianzas de la Iglesia con las dictaduras o las excomuniones a científicos que defendían verdades.
No me extraña que un intelectual de la talla de Pániker diga que «se hace difícil olvidar el historial de crímenes cometidos por las religiones a lo largo de los siglos». Pero dejando estas historias lamentables (de uno y otro lado), lo que de verdad importa es, sencillamente, conseguir ciudadanos responsables y solidarios. Y en todo caso, nos guste o nos disguste, es un hecho que la experiencia de lo sagrado -inherente al hombre por su condición de desamparo, por su incertidumbre ontológica- prescinde cada vez más del contexto de las religiones institucionalizadas. Pero que las iglesias acaben siendo museos -algunas ya cobran entrada- no significa que el hombre deje de apostar por un hipotético Más Allá.

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