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Santa desvergüenza

Recordaba los lemas de san Josemaría oyendo al Papa: "El plano de santidad que nos pide el Señor está determinado por estos tres puntos: la santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza" (Camino, 387). La Iglesia tiene mala suerte con un papa longevo que produce algún santo prematuro y una corte vaticana inspirada por él; se viene abajo con más velocidad de la esperada.

 La religión es otra cosa: su problema cotidiano es el de las evidencias; si se une ese desgaste al de la cerrilidad eclesial, la situación resulta muy grave: para ellos, quiero decir.
 
 Las palabras del cardenal Rouco, que el lunes se sentaba junto al Papa que hablaba de España, entran en la "santa intransigencia", y los dos se dirigían hacia la "santa coacción": negar al Gobierno su derecho a gobernar para los laicos.
 
 Nunca el Gobierno obligaría a casarse a los homosexuales católicos contra su voluntad; pero la Iglesia ha hecho casarse a mucha gente a la fuerza y les han prohibido divorciarse. Ah, pero no es lo mismo: "Una cosa es la santa desvergüenza y otra la frescura laica" (op. cit. 388).
 
 Para mí, la diferencia está en que los pecadores, frescos y alegres, perdimos la guerra, y la ganaron las santas trillizas coacción, intransigencia, desvergüenza. Por lo demás, el pecado es el mismo ahora, antes y en el futuro: no existe. Madrid peca "masivamente"
 (Rouco). "Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)", escribía Dámaso Alonso (Hijos de la ira, 1944), que también perdió aquella guerra.
 
 Ahora es la de cuatro millones de pecadores; unos se confiesan, y quedan libres para empezar otra vez, y otros no creemos, simplemente, en la existencia del pecado, y mucho menos en el "original" (¡qué extraordinario invento, qué injusticia absoluta!): creemos en la frescura laica con el uso de la ética laica del respeto a los demás,
 de la tolerancia que va más allá de la tolerancia (la palabra tiene un tufillo de superioridad para quien la aplica) y no apelamos nunca a la coacción.
 
 ¿Sobre quién, o quiénes? El apelativo al condón es, sobre todo, ridículo, y queda expresada toda su insensatez y su condición grotesca cuando el malhadado Fraga dice que no sólo no lo ha usado, sino que no lo usará jamás.
 
 Lo hará con el método Ogino, aprobado; porque el coitus interruptus no lo está (el pecado de Onán). O tal vez la abstención impuesta por la naturaleza (me creo autorizado a suponer esas intimidades puesto que él las convierte en públicas).

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