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Salafismo, un material altamente inflamable

El salafismo es un material altamente inflamable. Cualquier noticia o rumor sobre reales o supuestos insultos al islam o su profeta (que unas caricaturas en Dinamarca denigran a Mahoma, que unos soldados norteamericanos en Afganistán orinan sobre talibanes muertos y queman ejemplares del Corán, que una niña cristiana de Pakistán ha profanado el libro sagrado o, ahora, que Hollywood ha producido un filme televisivo humillante para el Profeta) puede llevar a las calles de muchas ciudades del mundo árabe y musulmán a cientos o miles de enfurecidos y violentos militantes de esa interpretación rigorista y totalitaria del islam.

      Como los que han asaltado sedes diplomáticas de Estados Unidos en El Cairo y Bengasi, provocando, entre otros daños humanos y materiales, la muerte violenta del mismísimo embajador norteamericano en Libia, Christopher Stevens.

Imposible razonar con los salafistas, su universo mental es el de una fe ardiente, cejijunta y pendenciera. Creen a pie juntillas en las tres o cuatro simplificaciones fundamentalistas del islam que les largan sus predicadores, y creen a pie juntillas que los occidentales están embarcados en una cruzada judeocristiana para mancillar su religión, ocupar sus países y explotar sus riquezas. No hace falta que hayan visto la película televisiva Inocencia de los musulmanes -o como diablos se llame el bodrio seudosatírico de la actual escandalera- para creerse lo que sus "hermanos" le cuenten sobre ella.

     Están, además, muy bien conectados por Internet y son muy, muy rápidos para detectar lo que les interesa. De la existencia de este último filme sobre Mahoma, ellos fueron de hecho los primeros, o casi los primeros, en enterarse.

     En 1977, productores cinematográficos de Reino Unido, Libia y Líbano se aliaron para alumbrar una película sobre Mahoma (El Mensaje o también Mahoma, el Mensajero de Dios). Contaba los años del nacimiento del islam, desde el comienzo de la revelación coránica hasta el regreso triunfal de Mahoma a La Meca, pasando por su exilio en Medina. Su actor principal era Anthony Quinn, pero éste no encarnaba al Profeta sino a su tío Hamza. De acuerdo con la tradición musulmana, Mahoma, aun siendo el protagonista del filme, no aparecía jamás en pantalla, salvo, creo recordar, de espalda en una o dos ocasiones.

     Aquella película no provocó, ni mucho menos, el violento jaleo que ha despertado en Egipto y Libia la última producción de Hollywood al respecto, y que, de momento, se ha saldado con violentos ataques a sedes diplomáticas de Estados Unidos en El Cairo y Bensasi, y con la muerte, entre otros, del embajador norteamericano en Libia. Y eso por dos razones. La primera es que aquel filme era altamente hagiográfico (un tostón, de hecho, excepto para aquellos que consumimos todo lo relacionado con la arabidad y el islam). Mustafa Akkad, su director, tuvo mucho cuidado en conseguir la aprobación y el asesoramiento de distintas instancias y personalidades religiosas musulmanas. La segunda es que eran otros tiempos.

Comenzaba entonces el declive de las ideologías seculares y nacionalistas en el mundo árabe y musulmán, y el correspondiente ascenso de las ideologías islamistas que llevaría al triunfo de la revolución jomeinista, el nacimiento de grupos como Hezbolá y Hamás, la terrorífica irrupción de Al Qaeda en la escena global y, ahora, la victoria electoral en incipientes democracias como la turca, la marroquí, la tunecina y la egipcia de opciones políticas confesionales que se pretenden moderadas.

     Tampoco los recelos, las incomprensiones y los conflictos de intereses entre el Occidente euroamericano y el mundo árabe y musulmán habían adoptado entonces la forma de choque de civilizaciones que algunos, en uno y otro lado, llevan unos cuantos años patrocinando.  En aquella época nacionalismo versus colonialismo seguía siendo aún, aunque ya por poco, el marco de referencia de los desacuerdos.

       Los asaltos de El Cairo y Bengasi se produjeron en el 11 aniversario del 11-S y algunos informadores han observado que banderas, pancartas y lemas exhibidos por las turbas salafistas eran semejantes a los de Al Qaeda. Esto, sin embargo, no quiere necesariamente decir que la red de redes terrorista fundada por Bin Laden -o alguno de sus asociados- esté orgánicamente detrás de estos sucesos. En principio, esto constata tan solo un estrecho parentesco ideológico y un imaginario y una simbología comunes. El salafismo es, sin duda, un caldo de cultivo y una fuente de reclutas para el yihadismo, pero, lamentablemente, es un fenómeno más amplio.

En las elecciones tunecinas y, sobre todo, egipcias, los salafistas han demostrado una fuerza electoral considerable. Piensan que los ganadores de esos comicios, los islamistas moderados de En Nahda y los Hermanos Musulmanes, son unos flojos, unos vendidos, unos oportunistas. Así que, sin mayor demora, se han lanzado a campañas callejeras de acoso de todo aquello que les suene a absolutamente incompatible con su estrecha visión del islam: las mujeres sin hiyab, las minorías cristianas, los artistas librepensadores, las películas y los programas de televisión que no son halal, los laicos y los progresistas…  Los gobiernos islamistas moderados de Túnez y Egipto les dejan hacer por ahora. ¿Por recién llegados, porque no controlan aún las riendas de sus Estados, o por inconfesables simpatías ideológicas?

       Es, por último, muy mala noticia que Libia, donde las opciones electorales tanto de los islamistas moderados como de los extremistas salafistas fueron derrotadas en las primeras elecciones libres por una coalición laica y democrática, haya sido el escenario del asesinato del embajador norteamericano. A su gobierno no le va a quedar otra alternativa que imponer orden a puñetazos. Otro mal asunto.

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