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Riesgos y ventajas del laicismo radical

El poder temporal de la Iglesia católica fue derrotado, pero la jerarquía, para recuperar terreno, se acogió a los favores de Porfirio Díaz, quien le dio un lugar sin restaurar su poder.

El laicismo mexicano es un producto histórico. Nació de la lucha de más de cuatro décadas entre escoceses y yorkinos, entre centralistas y federalistas, entre conservadores y liberales, entre monárquicos y republicanos, duplas en las que, una y otra vez, la jerarquía católica siempre estuvo junto a los primeros, a los privilegiados, los antidemócratas, los defensores del viejo orden colonial y sus resabios.

Miles de muertos, heridos y mutilados marcaron las décadas del combate que culminó con el triunfo de los patriotas sobre el emperador austriaco y la plena vigencia de las Leyes de Reforma. El poder temporal de la Iglesia católica fue derrotado, pero la jerarquía, para recuperar terreno, se acogió a los favores de Porfirio Díaz, que tuvo la sabiduría de darle un lugar sin restaurar sus privilegios ni su poder temporal.

El jacobinismo de la Revolución sometió nuevamente a la jerarquía católica. El Congreso Constituyente de 1917 ratificó la separación de las iglesias y el Estado, negó a las primeras personalidad jurídica y las sometió al imperio de leyes que podía y debía aprobar el Poder Legislativo. La Iglesia católica se negó a acatar las disposiciones constitucionales y, con la bendición papal, nuevamente armó a muchos de sus feligreses y los lanzó a matar, torturar, robar y violar en el nombre de Dios con una respuesta tanto o más brutal del Estado. La guerra cristera terminó en 1929 con el arreglo entre el gobierno y un sector de la jerarquía. Otro sector, sin embargo, se negó a acatar el acuerdo y sus gavillas continuaron con sus tropelías hasta bien entrado el sexenio de Lázaro Cárdenas.

Después, con Ávila Camacho, se volvió a un modus vivendi semejante al del porfirismo: las iglesias continuarían sin derechos, pero la jerarquía católica —no las de otros credos—gozaría de privilegios y a los ministros de la Iglesia de Roma se les permitirían notorias transgresiones a la ley, como la celebración de actos de culto fuera de los templos, su activismo político a favor generalmente del PAN, su permanente crítica a la educación laica e incluso la impartición de educación religiosa en sus locales y en numerosos planteles escolares, a ciencia y paciencia de la Secretaría de Educación Pública.

Se llegó a extremos aberrantes durante el sexenio de José López Portillo, cuando un papa visitó México por primera vez y fue recibido por el mismísimo Presidente de la República, pese a que no existían relaciones diplomáticas con el Estado Vaticano. Las visitas se repitieron y durante el salinato, con el apoyo entusiasta de la vieja izquierda comunista, arrimada en el PRD, se modificó en 1991 la Constitución para otorgar personalidad jurídica a las iglesias y poco después se establecieron relaciones diplomáticas al más alto nivel con el Estado Vaticano.

Se reconoció a los ministros religiosos el derecho a votar, pero no a ser votados, hecho que los dejó en una situación ambigua, pues aun siendo mexicanos le debían obediencia a otro Estado. Al emitirse la legislación que permite la doble nacionalidad, la fidelidad al Papa, jefe del Estado Vaticano, dejó de ser un impedimento para reconocer derechos plenos a los ministros religiosos. De ahí la iniciativa del senador perredista que busca derogar el inciso e del artículo 130 constitucional para que los sacerdotes hagan ahora legalmente lo que antes hacían de manera anticonstitucional, en la idea de que toda ley que se no cumple hay que modificarla, aunque eso signifique ignorar la historia y sus lecciones.

*Periodista y autor de Milenios de México

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