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¿Revulsivo antipedagógico?

En la contraportada del volumen, los editores de Panfleto antipedagógico (PA) han incluido un breve texto en el que afirman: “Dirigido por igual a los padres de familia y a los educadores, el PA debería servir de revulsivo para una sociedad que no puede seguir enterrando su futuro en sus escuelas, institutos y universidades”. Más allá del tono alarmista del comentario, PA puede ayudar a reflexionar sobre la situación de nuestros centros de enseñanza secundaria -de hecho, ya ha jugado y sigue jugando ese destacable papel-, finalidad sin duda conveniente para cualquier comunidad que valore y esté atenta a la situación de su educación.

PA es una ampliación de un trabajo previo de Moreno Castillo que ha circulado on-line entre un amplio e inquieto sector del profesorado que ha acogido sus propuestas con notable interés. Las razones son conocidas: masivo malestar por la LOGSE o por reforma sucesivas; “masificación” de muchos cursos de la ESO con casi 30 alumnos por clase, que resultan prácticamente inmanejables; indefensión del profesorado ante determinados comportamientos del alumnado; notable aumento de la burocracia en el trabajo docente; destacada influencia de los pedagogos -y de un lenguaje no siempre cartesiano- en la política educativa española; escasa o nula aceptación de errores por parte de las instancias directoras de los cambios educativos; nula alteración en la notabilísima influencia (y poder) de la Iglesia católica en la educación española; cambios laborales nada fáciles para el profesorado. Largo etcétera.

No se trata aquí de juzgar estas críticas -algunas de ellas justificadas, justificadísimas en mi opinión-, sino de comentar un ensayo que las presenta y argumenta desde determinadas coordenadas culturales y políticas, defendiendo al mismo tiempo, como no podía ser de otro modo, otras posiciones pedagógicas que, según creo, no presentan excesiva novedad: esfuerzo, trabajo, rigor, cumplimiento de normas, cortesía…y premio para los mejores. La falta de horizontes sociológicos, culturales o políticos en los que enmarcar el análisis no debería señalarse como deficiencia del ensayo: se trata de un “panfleto”, de una forma de llamar la atención sobre un tema que se considera decisivo para el país y necesitado, además, de urgentes transformaciones.

La posición política desde la que el autor escribe, sin relación causal directa con sus tesis, queda explicitada en las líneas finales de la introducción: “Sólo queda por lamentar que una reforma que ha dañado sobre todo a los más desfavorecidos haya sido obra del Partido Socialista. Es una primera versión de este Panfleto se decía que era de desear que reconocieran de una vez el monumental error y lo enmendaran, y que cuando esto sucediera, muchos de quienes les votan como mal menor (y de éstos hay muchos entre los profesores) lo podrían hacer verdaderamente ilusionados. Lamentablemente no ha sido así, y la ocasión ha pasado de largo” (p. 22).

Pues bien, entrando ya en materia, más allá de algunas coincidencias (por ejemplo, sobre el adecuado papel de la enseñanza de la religión en la escuela) y algunas preocupaciones compartibles, sorprenden, en primer lugar, el tono y algunas afirmaciones, y acaso quepa señalar alguna inconsistencia en la argumentación: determinadas críticas del autor al alumnado de los centros de secundaria, por falta de rigor o descuido en el trabajo, y a los teóricos de la educación o pedagogos responsables del diseño de la LOGSE, pueden girarse en su propia dirección. Así, Moreno Castillo, ya en la misma introducción, asegura que nunca han sido los conocimientos de los estudiantes tan ridículos como ahora ni el desánimo de los profesores tan grande. Aunque estamos ante un panfleto, ante un texto en el que “no se cuenta una historia, ni se describe una situación, ni se defiende sosegadamente una postura filosófica” (p. 15), el autor no cree necesario justificar mínimamente una afirmación así. La sostiene, la lanza a la arena pública y ya está: la intuición, el prejuicio o la preconcepción del lector harán el resto. A lo anterior se suman numerosas afirmaciones inexactas y formas intelectuales netamente mejorables. Daré algunos ejemplos:

1. Capítulo I. “Esta falta de aprecio por los saberes y los contenidos es un error pedagógico, pero también un síntoma muy revelador del nivel intelectual de quienes hicieron la reforma. Se diría que los que la crearon son unos ignorantes que desprecian el saber y que, como creo que podré demostrar más adelante, envidian a los que saben” (p. 32) [cursiva mía]. No hay tal posterior demostración, incluso es posible que no pueda haber demostración de ningún tipo sobre un hecho de esta naturaleza, pero por mucho que uno esté alejado de frecuentes y mortecinas formas de decir pedagógicas y de determinadas tendencias didácticas, el tono falaz, la falta de rigor, el argumentum ad hominen del paso parece obvio e impropio de alguien que aspira al rigor y denuncia la falta de él entre jóvenes estudiantes.

2. Capítulo 2. “Por supuesto que se le hará más llevadero el esfuerzo si procura trabajar con alegría e interesarse por lo que hace, pero lo mismo le sucede a un albañil, quien se lo pasará mejor si sube al andamio cantando de contento que si lo hace blasfemando de rabia, y no por eso pensamos que sea obligación del capataz motivar a los obreros” (p. 34). Es indudable que se ha exagerado y hablado en exceso sobre la necesidad y deber del profesor/a de “motivar” a los alumnos como si fuera este punto la piedra filosofal de la didáctica, pero el sesgo de clase del texto citado, su insensibilidad social, la aceptación de la jerarquía, la improcedencia del ejemplo, es tan obvia que no necesita comentario. Por si fuera poco, el desinterés por el análisis de la despreocupación -en algunos casos, antigua y preponderante en determinadas materias- de sectores del profesorado por interesar al alumnado en sus disciplinas y el orgulloso hablar para unos pocos que “son los que valen y pueden comprender”, neta herencia de su formación universitaria, parece subyacer a estas forma de criticar una insistencia pedagógica no siempre bien argüida.

3. Capítulo 3: “La falacia de la igualdad”. “Por otro parte, no es lo mismo el ambiente intelectual que el ambiente de estudio, y más ambiente de estudio tiene quien es hijo de una persona iletrada pero serena que quien lo es de un sabio neurótico. Un muchacho de familia labradora puede no tener mucha ayuda en casa, pero ha vivido más al aire libre que uno de la ciudad, y eso también es bueno para el trabajo mental” (p. 43) [la cursiva es mía]. Dejando aparte el tufillo del título de este tercer capítulo, la primera parte del fragmento parece no vislumbrar que otras disyunciones son posibles y acaso más frecuentes y con más trascendencia social. ¿No conoce el autor las dificultades que tienen algunos estudiantes con “padres iletrados pero serenos” en recibir un apoyo familiar que les sería conveniente para sus estudios o trabajos, o como estímulo para su esfuerzo? ¿No sabe el autor del sobreesfuerzo que muchos alumnos de orígenes sociales nada favorecidos tienen que realizar sin que en ocasiones tengan éxito alguno? ¿No conoce las cifras del fracaso escolar y el origen social y cultural de muchos de estos estudiantes? (La segunda parte del texto parece salirse del tema e irse a cerros muy alejados. ¡Qué tendrá que ver el haber vivido más “al aire libre” con lo que se está discutiendo!).

4. Capítulo IV: “Y en cuanto los contenidos del conocimiento, tan solo señalaré que muy pocos de los alumnos que acaban hoy la enseñanza obligatoria a los dieciséis años aprobarían el examen de ingreso que pasamos a los diez las personas de mi generación, y ninguno el de la reválida de los catorce años” (p. 59). No sólo es la enésima repetición de la consabida tesis de que todo tiempo pasado fue mejor y nosotros éramos muchísimo más listos y mucho más aplicados, sino que aquí la falta de justificación es ilimitada. ¿Cómo construye el autor su análisis comparativo? ¿Conoce qué porcentajes de estudiantes de hace unas 4 décadas pasaban el examen de ingreso? ¿Sabe cuántos de estos estudiantes superaban la reválida del bachillerato elemental o superior? ¿Cómo puede afirmarse que ningún estudiante actual que haya finalizado la ESO pasaría el antiguo examen de reválida? ¿Se trata de una conjetura de la pedagogía-ficción? ¿No hay aquí una generalización apresurada que no es sino. Una vez más, un claro ejemplo de falta de rigor? ¿No es una forma estudiada y falaz de decir algo que se sabe que causa impacto para que el lector/a vea confirmada la más instintiva y menos elaborada de sus posiciones?

5. Capítulo V. “Al evaluar a un alumno de COU vi que aprobaba todas las asignaturas (eso sí, muy justitas) menos la mía, una asignatura, ya desaparecida, llamada “lenguaje matemático”. La asignatura era común, de dos horas a la semana, y no parecía que el chico la fuera a necesitar en el futuro. Con todo, lo suspendí” (pp. 62-63) [la cursiva es mía]. En septiembre, añade Moreno Castillo, repitió el suspenso. Aprobó, eso sí, el próximo curso con sobresaliente, pero aprendió. ¿Qué aprendió? Que no era tonto, (sic) como él mismo y su familia imaginaban. ¿Y de dónde se infiere que el alumno y su familia pensaran que era “tonto”? ¿Este es un ejemplo de buen hacer educativo? ¿Es algo de lo que uno tenga que sentirse forzosamente orgulloso? No hay duda que casos similares pudieron o pueden ser razonables en alguna situación. Pero, ¿dónde está el interés en remarcar este hecho. ¿No ha habido en nombre de esta consideración o similares barbaridades contra algunos alumnos que se han esforzado y mucho, pero por las razones que fueran han tenido notas insuficientes en determinadas asignaturas? ¿No conoce ningún estudiante que haya suspendido las matemáticas, el latín, la filosofía o en inglés con un 4.5, a pesar de su esfuerzo, y que luego haya abandonado estudios hasta momentos posteriores, si los hubo, por no poder pasar curso en su momento por ese suspenso “tan merecido”? ¿No ha oído hablar el autor de alumnos expulsados del sistema educativo enormemente inteligentes?

6. Capítulo VI. ”Nadie un poco avispado iría a una entrevista de trabajo o solicitar un crédito a un banco con la gorra puesta, con una camiseta que dejase ver todos los pelos del sobaco, mascando chiclé y con una lata de coca-cola en la mano” (pp. 71-72). Como es conocido, en la mayoría de os reglamentos internos de los institutos españoles se prohíbe un aspecto así (que tampoco es la mayor tragedia concebible) y ese uso de bebidas poco recomendables en el aula. Además, y como es obvio, la descripción huele a la naftalina del armario de la casa del pueblo de los abuelos.

7. Capítulo X. Aquí el autor ridiculiza textos de pedagogos -que, desde luego, merecen una aproximación crítica- y se ampara para ello en los argumentos del Popper de La miseria del historicismo, que han sido discutidos y criticados desde hace décadas, como si fuera lo último de lo último, al mismo tiempo que sostiene, con pose epistemológica sofisticada, la extraña tesis de que “si una reforma depende de cambiar la mentalidad de los que la han de lleva a cabo, los resultados de esta reforma son invulnerables a toda crítica científica (p. 112). ¿Y eso por qué? ¿Por qué no es posible cambiar de mentalidad en determinado asunto, pedagógico o no, y estar abierto a críticas argumentadas sobre la nueva perspectiva asumida? ¿Dónde está demostrada la implicación necesaria entre cambio de mentalidad y dogmatismo cerril antes las críticas?

8. En el capítulo 11 -“Padres desorientados, desesperados y atribulados”- y en relación con los estudios, el autor formula tres reglas para los padres. La primera de ellas no tiene desperdicio: “en condiciones normales, delante de los hijos, siempre apoyar al profesor (p. 117). Si hubiera discrepancias, señala, se resuelven en privado. ¿A qué les suena? ¿A la primera, a la segunda o a la tercera parte?

9. En “A modo de epilogo”, Moreno Castillo reproduce, acaso con escasa modestia, cartas favorables a sus posiciones, sin apenas recoger ninguna crítica, y señala: “Es pues de justicia dejar claro que quienes criticaron el Panfleto por el tema de la enseñanza de la religión lo hicieron, en general, de un modo mucho más comedido, más argumentado, y con más gracia, que quienes lo criticaron por otras razones. Hasta los curas tiene más sentido del humor que los pedagogos” (p. 142). Tomen nota: hasta los curas tienen más humor que los “pedagogos”, que son, como “está demostrado una vez más”, el peor de los mundos posibles.

En definitiva, que alguien como Antonio Muñoz Molina afirme, sin ningún matiz crítico, en carta personal dirigida al autor (págs. 142-143), que “comparto punto por punto todo lo que usted dice”, o que un pensador tan informado en temas educativos como Fernando Savater haya escrito un muy elogioso prólogo para el Panfleto, es indicio de que en estos tiempos veloces incluso los grandes alguna vez leen con urgencia.

Todo lo señalado no es contradictorio con la creencia de que la educación española, las reformas educativas existentes o en proyecto, deben merecer nuestra máxima atención y que aspectos de la LOGSE, o de leyes sucesivas, merezcan críticas sustantivas, al igual que numerosas conjeturas o frecuentes abusos terminológicos de determinadas corrientes pedagógicas. La cuestión, como siempre o como casi siempre, es desde dónde y cómo ejercemos tales críticas.

Ricardo Moreno Castillo, Panfleto antipedagógico.

Lector (El lector universal), Barcelona, 2006, 157 páginas

(prólogo de Fernando Savater).

El texto puede descargarse en PDF en

http://www.europalaica.com/colaboraciones/MANIFIESTO_ANTIPEDAGOGICO.pdf

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