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Resignación laica

En España no se hacen las leyes que quiere el Papa, sino las que decide el Parlamento y la ciudadanía, dijo ayer el presidente Zapatero en respuesta a las críticas del PP en relación con su escasa presencia en los actos de la visita del Benedicto XVI. Pero tres días después de que el Pontífice abandonara suelo español, el propio presidente había dado carpetazo a su promesa de avanzar en la laicidad del Estado con una nueva ley de libertad religiosa que la jerarquía eclesiástica rechaza.

El compromiso de reformar la ley fue retirado a última hora del programa electoral socialista de 2008, pero recuperado meses después. Al mismo tiempo, el Gobierno revisaba al alza los acuerdos económicos con la Iglesia, a la que subvenciona con 6.000 millones anuales, olvidando el principio de avanzar hacia la autofinanciación asumido en los acuerdos de 1979.

El proyecto de reforma, lejos de profundizar en la laicidad, tendía hacia el Estado multiconfesional. Por ello, no les falta razón a quienes han dicho que mejor no tocar la ley que hacer una reforma que se quede corta. Pero al retirar el proyecto se cercena también cualquier posibilidad de debatirlo y modificarlo. Los argumentos del Gobierno para hacerlo son la falta de consenso que suscita, un principio general aconsejable en relación con normas que afectan de manera especial a la ética y la sensibilidad ciudadana; y que, en plena crisis económica, no es momento de abrir nuevos frentes sociales.

Son razones de peso, siempre que no se conviertan en coartada para otorgar derecho de veto a los partidos que defienden expresamente el mantenimiento de los privilegios de que disfruta la Iglesia. Pero esos privilegios no dependen tanto de la actual ley de libertad religiosa, escueta pero razonable, como de los acuerdos con la Santa Sede; es decir con un Estado cuyo jefe, Benedicto XVI, acaba de ofender gravemente a la sociedad española con sus declaraciones sobre la existencia actual de un supuesto laicismo "agresivo" como el que en los años treinta del siglo pasado avivó las llamas de la Guerra Civil.

No se trata de que no pueda haber acuerdos con el Vaticano, sino de que los negociados en la Transición se adapten a los principios constitucionales. El lógico respeto a una religión que es mayoritaria en la sociedad española no justifica que los socialistas hayan mantenido y mejorado la situación de privilegio de la Iglesia católica en un Estado no confesional.

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