¿Es posible llevar adelante una vida espiritual sin ser fiel a una religión en particular? ¿Cuáles son las diferencias entre una y otra? Y, sobre todo, ser ateo o agnóstico, ¿impide al individuo aceptar la concepción del espíritu?
Definiciones
Según la Real Academia Española, la religión es el “conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto”.
Por su parte, el término espiritualidad (del latín spiritus, espíritu), depende de la doctrina, escuela filosófica o ideología que la trate, así como del contexto en que se utilice. En un sentido amplio, se refiere a una disposición principalmente moral, psíquica o cultural, que posee quien tiende a investigar y desarrollar las características de su espíritu.
Para ponerlo de manera concisa, la religión es un cúmulo de creencias y rituales que aseguran llevar a una persona a una relación correcta con Dios, y la espiritualidad es un enfoque sobre los fenómenos no físicos o “terrenales”.
Desde luego, aunque las religiones pueden ser diversas y la espiritualidad una sola, la práctica religiosa es un vehículo para que ésta se exprese. Pero no el único.
Otras alternativas
Es evidente que la decadencia de los sistemas de creencias tradicionales ha venido a manifestar una multiplicidad de nuevos cultos y de prácticas alternativas, que incluyen la incorporación de elementos ritualísticos no convencionales, el surgimiento de nuevas creencias, y los movimientos vanguardistas importados y “aggiornados”, especialmente en la cultura occidental, tales como el New Age, el Feng Shui o el Reiki, por citar solo un puñado.
Resulta innegable que la búsqueda de las respuestas a la existencia y a su continuidad tras la muerte física, más allá de los procesos intelectuales que caracterizan a la raza humana y que la hacen consciente de la finitud de la vida, está grabada en los genes de todas las culturas, de todos los tiempos.
Es esa misma angustia por lo fatídico, lo efímero y lo incier-to lo que también nos ha impulsado a lo largo de los milenios a progresar como especie en, por ejemplo, las artes y las ciencias.
Por ello mismo no podemos limitar el concepto de lo espiritual al plano religioso, que parece haberlo cooptado exclusivamente para sí. Y, por otro lado, aceptar esa condición humana indudablemente no vuelve creyente al ateo.
¿Quién puede negar que las acciones altruistas de los hombres, que el “sello” irreproducible de una obra de arte, que la contemplación reverente y movilizante de la magnificencia de la naturaleza en toda su expresión frente al individuo, o que el esfuerzo –urgente y renovado- de un deportista o de un aventurero cuando las fuerzas se agotaron, no son claras manifestaciones del espíritu? ¿Es tan solo un proceso sináptico, una reacción electroquímica espasmódica en nuestro cerebro? Y de ser así, ¿qué la dispara?
¿Por qué un no creyente debe dejar de lado entre sus principios esa energía, visible en acciones concretas, que nos caracteriza como raza evolucionada desde la razón, pero también desde lo todavía incierto y especulativo? ¿No es acaso nuestro leitmotiv dudar para investigar, investigar para saber? ¿Qué nos mueve, entonces, al progreso constante, y de dónde viene ese combustible inmaterial que nos inquieta para conocer, avanzar y persistir? ¿Qué nos hace admirar la belleza, respetar la virtud, conmovernos ante la injusticia?
El laicismo, pues, juega aquí un papel de suma importancia al dejar a criterio de cada quien la elaboración de aquello que responde al plano netamente personal, sin imposiciones ni dogmas, entendiendo que lo espiritual, esa experiencia vivencial única e intransferible, no puede ni debe ser encorsetada en una prenda de talle único.
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