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Reivindicaión del laicismo

En este verano de folclóricas convertidas en dolorosas, de culebrones municipales y, cómo no, de estampas monárquicas que nos recuerdan que no todos somos iguales en un Estado que se proclama democrático, ha habido unas declaraciones que no he podido borrar de mi memoria.

 En este agosto de pirómanos y de paz quebradiza, en un mes en el que todos los pueblos sacan a pasear a vírgenes encontradas en montañas o en cuevas, una vez más me han sorprendido las palabras pronunciadas por el cardenal de Toledo. "No es posible un Estado ateo porque se vuelve contra el hombre" fueron sus rotundas palabras en la homilía del 15 de agosto.

No hubiera estado de más que, antes de lanzar una proclama similar, el vicepresidente de la Conferencia Episcopal hubiera repasado, siquiera brevemente, la historia y nuestra Constitución. La primera para constatar cómo a lo largo de los siglos la presencia de la religión, de cualquier religión, en lo público ha sido, y sigue siendo, el origen de algunas de las mayores desgracias que ha sufrido la humanidad. La historia está llena de batallas realizadas en nombre de dioses, de espadas consagradas en altares y de luchas fratricidas alentadas desde los púlpitos. Muchos de los conflictos que todavía hoy hacen sangrar a buena parte del planeta tienen sus razones en dioses vengadores que los hombres utilizan como pretexto de sus salvajadas. Todo ello por no hablar de la capacidad arrasadora de los dogmas y de las castraciones provocadas por normas frente a las cuales la razón humana ha sido siempre callada.

Pero es que además el señor Cañizares , como ciudadano español que es, debería haber releído el art. 16 de nuestra Constitución. Porque, como bien recordaba Fraga hace unos días a los dirigentes del PP, las leyes, incluso la ley que regula el matrimonio de homosexuales, deben cumplirse por todos los ciudadanos y poderes públicos. Aunque, como es obvio, haya normas que nos gusten menos e incluso algunas que no nos gusten nada. Y nuestra ley de leyes proclama que el Estado español es aconfesional. O lo que es lo mismo, afirma que los poderes públicos no tienen religión. Protegen que los particulares la tengan pero ellos no se identifican con ningún credo. Como no podía ser de otra manera en un Estado pluralista y que garantiza la libertad religiosa. Algo que, por ejemplo, continuamente le reprochamos a los musulmanes, para los que sí que hay una confusión entre la ley religiosa y la civil. De ahí los problemas que en muchos casos se plantean para su plena integración en una sociedad democrática como la nuestra.

Por todo ello, el cristianismo no debería tener más presencia en la vida pública que la derivada de la protección de los ritos y manifestaciones religiosas a las que los ciudadanos tienen derecho. Los símbolos de cualquier religión deberían desaparecer definitivamente de los edificios públicos y volver al lugar de donde nunca debieron salir, los espacios privados. Una reclamación que han visto denegada, desde mi punto de vista a través de una resolución de dudosa constitucionalidad, dos guardias civiles de Almodóvar del Río. Porque la respuesta a su demanda de retirar la Virgen del Pilar del cuartel parece desconocer que las fuerzas y cuerpos de seguridad son del Estado que, como marca nuestra Constitución, no tiene religión. Por lo tanto, es lógico que dichos cuerpos no estén bajo ninguna cobertura religiosa y se desprendan, de una vez por todas, de las herencias de un Estado que mezcló interesadamente poder civil y religioso, volviéndose, aquel sí, contra el hombre. Razones más que suficientes para seguir reclamando, con la Constitución en la mano, un Estado verdaderamente aconfesional y un espacio público construido sobre el laicismo. La única garantía, no lo olvidemos, para una convivencia plural y en la que la única ética compartida sea la de los derechos humanos y no los dogmas de la religión dominante.

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