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Regreso al pasado

Coloca en posición de minoría de edad, de subordinación a terceras personas. Pero no es solo una cuestión que afecte al derecho a decidir. Afecta también a la libertad de conciencia.

El proyecto de ley del aborto que ayer presentó el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, liquida la ley de plazos aprobada en 2010 y perfila una regulación más restrictiva que la ley de supuestos de 1985. Con esta contrarreforma, que puede prosperar gracias a la mayoría absoluta del PP, las mujeres españolas volverán a una situación de excepción casi sin igual en Europa por la inaceptable sumisión del Gobierno a los sectores más retrógrados de la Iglesia católica. Como ocurre en otros 20 países de la UE, con la actual ley las mujeres pueden abortar libremente hasta las 14 semanas, y en determinados supuestos hasta las 22. El proyecto de ley arrebata a la mujer la capacidad de decidir libremente. Solo se le permitirá interrumpir el embarazo en dos supuestos: violación (hasta las 12 semanas) y grave peligro para la salud física o psíquica de la madre (hasta las 22), algo que en todo caso deberán acreditar dos especialistas ajenos a la clínica donde se practique el aborto.

Tampoco se permitirá interrumpir el embarazo, como ocurre ahora, en caso de grave malformación del feto. A tenor de lo anunciado por el ministro, solo se contempla la posibilidad de abortar cuando el feto sufra una anomalía incompatible con la vida y suponga además un grave riesgo para la salud psíquica de la madre. El derecho a la vida del nasciturus pasa así por delante, no solo de la libertad de la madre, sino de su propia salud mental, pues solo podrá acogerse a la ley en los casos en que el bebé morirá de todos modos. Esta restricción no solo supone una crueldad para la mujer, sino para el propio nasciturus, al que se condena a llevar en muchos casos una vida de penalidad y sufrimiento. Todo ello en aras de una interpretación torticera de la convención de Naciones Unidas sobre discapacidad, que lo único que exige es que no haya diferencias de trato —por ejemplo, plazos de interrupción distintos— entre el feto con anomalías y el feto normal. En ningún caso impide el aborto, si este se permite también para un feto sin malformaciones.

Con este proyecto de ley, España regresa a tiempos que creíamos superados y consagra un modelo de regulación autoritaria que no solo impide a la mujer cualquier derecho a decidir sobre su maternidad, sino que la coloca en posición de minoría de edad, de subordinación a terceras personas que tendrán la potestad de decidir algo que condiciona el resto de su vida. Pero no es solo una cuestión que afecte al derecho a decidir. Afecta también a la libertad de conciencia.

Con esta regulación el Gobierno confunde moral privada y moral pública. Concede al Estado la potestad de decidir en qué casos una mujer puede abortar en función de unas creencias religiosas que pertenecen al dominio de lo privado de una parte de la sociedad, y que ni siquiera son compartidas por la mayoría. En aras de las creencias de esa minoría, el Estado se arroga la potestad de obligar a dar a luz a todas las mujeres que no cumplan los supuestos autorizados, incluidas las que no comparten esas creencias. Con la ley de 2010, ninguna mujer está obligada a abortar. Con la nueva regulación, muchas se verán obligadas a dar a luz. En una sociedad plural, semejante imposición puede equivaler a un atentado a la convivencia. Y aunque la nueva ley no sanciona penalmente a las mujeres que la incumplan, sí se penalizará a los profesionales que intervengan. Se trata, de una reforma innecesaria, hipócrita y socialmente discriminatoria: es evidente que las mujeres que quieran abortar y tengan recursos, incluidas muchas católicas, lo harán en otros países, mientras que las que no tienen esos medios se verán abocadas a un aborto de riesgo, inseguro y clandestino, como en los tiempos más oscuros de la historia de España.

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