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Reforma constitucional en México: ¿Son laicos los senadores?

Los senadores tienen en estos días bajo su responsabilidad histórica y ética un asunto crucial para la democracia y las libertades en México. Resolverán muy pronto si con sus votos mayoritarios consolidan y robustecen al Estado laico y multiplican con ello las garantías y los derechos ciudadanos o sí, por el contrario, abren la puerta al retorno triunfal y revanchista de la hegemonía del alto clero católico obsesionado como está con la idea de recuperar su ilegítimo poder político. Esa es la magnitud del desafío lanzado por la derecha montaraz a la conciencia republicana y a la estirpe laica del Senado.

Durante el período ordinario de sesiones en curso deberán dictaminar, discutir y votar dos minutas procedentes de la Cámara de Diputados. Una (la reforma del artículo 40 constitucional) está encaminada a consolidar al régimen jurídico laico de la República, con todo su significado político, reivindicador de la suprema autonomía del Estado. La otra (reforma del 24 del mismo ordenamiento máximo) atenta -con lenguaje confuso y sibilino e inocultable intención restauradora del fuero eclesiástico- contra el concepto democrático de laicidad característico de todo nuestro texto constitucional.

Ese concepto de laicidad es consustancial a la noción moderna del Estado. Atrás de ese principio, vigente en México desde hace 150 años, se encuentran las grandes coordenadas de la segunda independencia nacional protagonizada y consumada por Juárez y la generación de la Reforma.

El artículo 40 podría ser enriquecido en el Senado si insertaran en la definición estructural de la República una palabra clave -laica- capaz de reafirmar su carácter intrínsecamente secularizador. Por el contrario, la propensión antilaica de la pretendida reforma del 24 -inspirada por la entrometida Nunciatura Apostólica, la cúpula episcopal y los sectores más duros de las derechas aliadas con la encumbrada jerarquía eclesiástica- daría marcha atrás a todo lo conseguido a lo largo de nuestra historia y destruiría el conjunto de libertades ciudadanas ganadas a partir de la promulgación de las Leyes de Reforma hace siglo y medio.

Aceptar en el Senado las modificaciones al 24 constitucional como provienen de la colegisladora equivaldría a fomentar el discurso político hegemónico oriundo del poder eclesiástico católico. Y ello en perjuicio irreparable de otras iglesias, de otros creyentes o de los no creyentes: todos ellos juntos suman casi 20 millones de compatriotas.

La teoría clásica del federalismo bicameral define al Senado como instancia presumiblemente moderadora de los hipotéticos excesos cometidos por los diputados. Los senadores deberían entenderlo: la malversación del 24 anularía la democrática reforma del 40. Si aprobaran la del 40 y dictaminaran y votaran en contra la del 24, la República saludaría a un genuino Senado laico.

En nuestro país los conceptos históricos y jurídicos, políticos y culturales de República y de laicidad son inseparables y complementarios. Unos alimentan a los otros. Se sostienen de manera recíproca. El Senado mexicano es laico por su naturaleza, por la respetable densidad de sus anales históricos, por su manera de consustanciarse con la idea primigenia de República. Por eso se llama Senado de la República.

La reforma del 24 fue innecesaria, pero no inofensiva. Y no obstante que al final del accidentado debate escenificado en la Cámara de Diputados no quedó ese artículo como pretendían la derecha y el episcopado, lo grave, lo verdaderamente grave, estriba en su tan notoria como aviesa intención: se dejaría abierta la puerta para imponer educación católica en las escuelas públicas y concesionar medios de comunicación al clero político e integrista, amén de otros muchos privilegios que exigirían sin cesar.

La reforma al artículo 24 se hizo de manera sorpresiva y a empujones. Literalmente a empujones. Toca ahora al Senado deshacer ese peligrosísimo entuerto, mantener a salvo el carácter laico de nuestra Constitución y dictaminar y votar de manera favorable la reforma del artículo 40.

Y aunque es verdad que en el malhadado y ambiguo debate del 15 de diciembre de 2011 se evitó que la derecha y el clero político se salieran con la suya, es flagrante su designio antilaico.

Con sosiego republicano y apego estricto al carácter laico de nuestra Constitución, los senadores deberán, por un lado, impedir el intento de reforma del artículo 24 y, por el otro, consolidar y robustecer a nuestro Estado laico a través de la aprobación de la reforma al artículo 40 constitucional.

El concepto mexicano de laicidad va de la mano de una categoría democratizadora por excelencia. Es el principio de la secularización progresiva de un sociedad libre integrada por ciudadanos cada vez más libres y autónomos. El grado de secularización de un país describe la intensidad y el valor de su vida democrática.

También son inseparables las ideas de laicidad y modernidad. La de laicidad viene, sí, de la Ilustración y, desde luego, de nuestra reforma juarista, pero hoy es fundamental motor y sostén de la convivencia democrática en el siglo XXI.

El Estado laico garantiza la autonomía moral y la conciencia autolegisladora del ciudadano.

Los senadores deben hacer honor a su condición republicana, a sus antecedentes históricos liberales y asegurar, con sus votos mayoritarios, la naturaleza y el futuro laico del Estado mexicano.

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