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Reflexiones laicistas sobre la prostitución

Recientemente he leído algunas opiniones sobre lo que el laicismo puede aportar al feminismo y viceversa. Y concretamente me han llamado la atención algunas reflexiones que se han hecho sobre la prostitución desde presupuestos laicistas, prácticamente coincidentes con las que también defiende el partido neoconservador Ciudadanos. Reflexiones con las que no estoy de acuerdo.

Creo que puede ser fácilmente aceptable que el laicismo es la doctrina o corriente de pensamiento que aboga por la libertad de conciencia. Esta se toma como un derecho fundamental de la persona y, por tanto, universalizable.

Pero, libertad de conciencia ¿para qué?. ¿Por qué para los laicistas la libertad de conciencia es un derecho crucial de las personas? ¿Por qué anteponemos la defensa de este derecho a muchos otros? La respuesta es obvia: una acción libre ha de presuponer necesariamente una conciencia libre. No hay libertad efectiva si la fuente primera de la que emanan nuestras decisiones no es libre. La libertad de conciencia es condición necesaria para que la voluntad elija libremente las acciones que una tras otra nos van determinando como personas situadas en el marco de unas condiciones socio-económicas y culturales que constituyen el contexto donde desarrollamos nuestra vida. Y esto el laicismo lo sabe.

Por eso es de vital importancia la libertad de conciencia: porque si el primer eslabón de esta cadena que conduce a la libertad de acción estuviera cercenado, todo el proceso estaría viciado y la persona no sería libre. “Laicismo” significa defensa radical de la libertad de las personas.

Pero esto es tan obvio, que a menudo se olvida que la defensa de la libertad de conciencia no concluye en el acto puramente intelectual del pensamiento. Porque lo único que le da sentido a la libertad de pensamiento (en un sentido amplio) es la libertad de acción a que puede dar lugar, si las condiciones materiales lo permiten. Por eso sería inconcebible que una persona laicista se sintiera satisfecho con la hipotética situación de una población que en su fuero interno pudiera pensar lo que quisiera pero no pudiera manifestar públicamente sus opiniones o que no tuviera libertad de movimientos, o que no pudiera aspirar a la realización de su proyecto vital por las penosas condiciones sociales y económicas en las que vive. Y sería inconcebible porque cualquier laicista sabe que también determinadas condiciones contrarias a la dignidad de las personas (ausencia de libertad de expresión, condiciones de pobreza, ausencia de libertades políticas, violencia, etc.) afectan a la libertad de conciencia.

Y es aquí cuando llegamos al tema de la prostitución. Desde mi concepción laicista y, por tanto, como defensor de la libertad, y de la dignidad necesaria para que la libertad de las personas sea efectiva, consideraría aceptable la prostitución, si la decisión de una persona de tener una experiencia sexual con otra persona a cambio de dinero se enmarcara en una simétrica igualdad, y si la decisión de la persona que se prostituye emanara de una voluntad realmente libre que tiene la posibilidad de elegir entre varias opciones igualmente dignas para su realización personal. Personalmente, si se dieran estas condiciones “ideales” no tendría nada que reprochar a nadie. Tampoco desde un punto de vista moral. Precisamente los laicistas defendemos la libertad y, por tanto, la pluralidad de morales. La tolerancia es intrínseca a la ideología laicista.

El problema viene porque la prostitución así entendida no deja de ser una situación “ideal”; es decir, alejada (por no decir contraria) a lo “real”. Creo que al aceptar la prostitución (su regularización, su legalización, o su práctica, como se quiera llamar) bajo el argumento de que si “ellas la eligen y es fruto de una decisión libre y voluntaria no somos quiénes para prohibirlo o censurarlo por prejuicios morales”, se cae en una “interpretación liberal” (propia del liberalismo más radical) de la libertad de conciencia. Justamente en esa línea defiende Ciudadanos la legalización de la prostitución, puesto que son “trabajadoras del sexo” que tienen derecho, como cualquier otra trabajadora, a las protecciones y garantías que otorga el trabajo.

Es sintomático, y así lo he querido reflejar en el párrafo anterior, que en el discurso sobre la prostitución se pase de una prostitución “teórica y asexuada” a hablar en concreto de las “prostitutas”. Porque, hablemos con sinceridad, cuando hablamos de prostitución, no hablamos de unos supuestos sujetos teóricos que toman decisiones racionales sobre la mercantilización de su “savoir faire” sexual, da igual sea hombres o mujeres; no estamos pensando en unos sujetos abstractos cuyas habilidades corporales las intercambian por dinero de manera tan natural como podemos comprar fruta en la frutería o pan en la panadería. No son sujetos asexuados. Cuando pensamos en la prostitución, pensamos en mujeres; mujeres que se prostituyen no como un acto derivado del libre albedrío nacido de la libre voluntad sino como un último recurso en la mayoría de los casos. Unas veces fruto de la coacción o las amenazas, en otros casos fruto de la desesperación económica o fruto de la urgencia que impone alguna adicción. En la mayoría de los casos, pensar la prostitución de otro modo supone idealizarla y, por tanto, alejarse de la realidad.

Defender la abolición de la prostitución creo que es lo más consecuente con la defensa de la libertad de conciencia. Porque las condiciones culturales, sociales y económicas que envuelven a la prostitución, no permiten el pleno ejercicio de la libertad de conciencia. Cuando en el binomio libertad-dignidad se pone el acento exclusivo en la libertad, caemos en un liberalismo extremo que solo podría ser emancipador si presuponemos que el otro polo del binomio se está materializando en igual medida. Pero esa es la trampa de los que defienden la “libertad a ultranza” de las personas, por encima de cualquier otra cosa: que se “olvidan” de que las condiciones de vida digna son tan necesarias o más para la emancipación de las personas como la libertad. Y las condiciones reales en las que se desarrolla la prostitución son indignas. Y en condiciones de indignidad, la libertad de conciencia (ni ninguna otra libertad) no puede ejercerse de manera efectiva.

El trabajo humaniza, la explotación laboral no; pero no, ¿por qué?. La respuesta es tan obvia que muchas veces también se nos olvida hacernos la pregunta. Pues porque las relaciones de dominio que se dan en la explotación derivan en una absoluta subyugación del explotado por parte del explotador, que no le permite al primero ser dueño de su vida y ejercer su libre voluntad. Sus condiciones económicas cercenan todo tipo de libertades. Sin embargo, muchas personas acceden “libremente” a esa explotación laboral. Cuando se trata de vivir o no vivir, de comer o no comer, de tener una casa o vivir en la calle, de pagar la calefacción o de pasar frío, etc. la explotación se acepta (de mala gana, pero se acepta). Y con la prostitución pasa exactamente lo mismo. Pensar que la inmensa mayoría de las mujeres se prostituyen a pesar de no estar obligadas por esas condiciones, y que es un acto voluntario, me parece, como poco, una ingenuidad. Creo modestamente que la realidad es bien distinta. Sencillamente hay que luchar contra la prostitución, como lucharíamos contra la explotación laboral.

Pero hay una última razón por la que una sociedad que busque la emancipación de la ciudadanía no puede aceptar la prostitución. Es lógico que una sociedad democrática, igualitaria (con la salvaguarda necesaria de las diferencias emancipadoras) y defensora de la libertad efectiva de las personas defienda un sistema político que considere a toda la ciudadanía en igualdad de condiciones (en contra de la monarquía); es lógico que también reivindique lo público por encima de los intereses particulares (separación Iglesia-Estado, por ejemplo); que denuncie situaciones de discriminación de género. Y es lógico que se trate de evitar toda relación donde predomine la desigualdad radical entre los actores de esa relación. Y aquí incluyo la prostitución.

La prostitución no es solo “sexo”. O mejor, es sexo para él, pero no para ella. La prostitución no es un encuentro sexual entre iguales, que buscan en las mismas condiciones el disfrute del placer sexual. El placer es solo para él, que es quien paga. Y quien paga manda. Para ella es un modo de vida. Ella no disfruta; y si algún hombre lo piensa así es para alimentar su fantasía y sus intereses sexuales más que por ser fiel a la realidad. Se trata de una relación con una asimetría tal que la hace incompatible con cualquier concepto de igualdad entre humanos que podamos manejar. Desde presupuestos laicistas no se puede defender la prostitución porque no es una acción humanizadora. Todo lo contrario: cosifica. Si el laicismo se caracteriza por la defensa de la igualdad de derechos independientemente del sexo, el color de la piel o la religión que profesen las personas, no puede defender la legalización (o regularización, como se quiera llamar) de una actividad que coloca a la mujer en una relación completamente asimétrica con respecto al hombre, y que, por tanto, va en contra de su dignidad y de su realización como ser humano. Y todo ello en el marco de una ideología dominante que conocemos comúnmente como sociedad patriarcal.

En fin, la prostitución es un problema complejo, donde intervienen muchos factores, lo sé. Pero la prostitución está enmarcada en un contexto cultural, social y económico que la hace incompatible con la dignidad de las personas que la ejercen. Por tanto el laicismo no puede, en ningún caso, defender su regularización. Y esto no tiene nada que ver con la moralidad mojigata que juzga al sexo desde presupuestos religiosos o tradicionales. Ya lo he dicho antes, la prostitución no es sexo. Lo moralmente inaceptable no es lo que cada cual haga con su cuerpo libremente, sino la indignidad que lleva implícita la prostitución.

Eugenio Piñero Almendros
Miembro de Valencia Laica

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