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Razón y libertad

La historia del siglo XX -escribió Octavio Paz en su Tiempo Nubladoha confirmado algo que sabían todos los historiadores del pasado y que nuestros ideólogos se han empeñado en ignorar: las pasiones políticas más fuertes, feroces y duraderas son el nacionalismo y la religión”. Uno y otra resucitaron con fuerza inusitada en las dos últimas décadas del siglo pasado, cuando parecía que la sociedad y Estado del bienestar en Occidente habían desterrado a las regiones del limbo los ríos de sangre y las lacras que esas dos pasiones han aportado a la historia humana. Fue un fenómeno paralelo al despertar de viejas civilizaciones como las de China y la India y, sobre todo, la sacudida del “magma islámico”, por utilizar la expresión orteguiana. Pero mientras las primeras no parecen amenazar las sociedades abiertas del mundo occidental, no puede decirse lo mismo de la convulsión que viven los territorios de religión musulmana en general y, muy en particular, de los países árabes; un verdadero espasmo que tiene en su punto de mira las libertades de Occidente, en una guerra global y explícita, de la que el bárbaro atentado contra la revista Charlie Hebdo no es más que uno de los muchos episodios que sufrirá Europa y los Estados Unidos en adelante, si la conciencia de peligro no produce un rearme moral de sus ciudadanos.

El revivir violento de las creencias religiosas y, en otra medida distinta, la exacerbación de los sentimientos nacionalistas (ambos, sin embargo, como una venganza de los particularismos, con intención de regreso a tiempos y espacios de la historia que pensábamos definitivamente superados), tienen un objetivo ferviente de destrucción: el mundo de la Razón, que hace más de doscientos años antepuso a la irracionalidad de sus abstracciones la figura primordial de los ciudadanos como objeto de los derechos y obligaciones de las leyes de la República o del Estado, preservando con ello los derechos humanos y sus libertades inalienables. Todo ello unido a un principio universal irrenunciable en una sociedad civilizada: el laicismo, que delimitó y tiene que seguir delimitando el espacio y campo de las actuaciones y funcionamiento de las religiones que, en ningún caso, pueden interferir en las leyes civiles. De ahí la necesidad de la separación estricta de la Iglesia (sea ésta de la confesión que sea) y el Estado. El sentimiento religioso y su práctica, como la libertad de conciencia, son derechos fundamentales que cualquier persona civilizada debe respetar, independientemente de su condición de atea, agnóstica o creyente; pero lo que de ninguna manera puede ni debe tolerarse, si se quiere preservar la libertad humana más elemental, es la imposición de las religiones, mucho menos si es de forma violenta.

Es decir, aquí, en Occidente, lo que nos estamos jugando frente al terror islamista, desde que su fanatismo perpetró el atentado de las Torres Gemelas en el alba tempranísima del siglo en curso, es nuestra libertad en su expresión inviolable, y los valores fundamentales que con tanto sacrificio y tanta sangre derramada a lo largo de la historia hicieron posible la domesticación del Catolicismo, abriendo paso a la Modernidad, la Ilustración, y con ellas al liberalismo, los regímenes democráticos y su Estado de derecho característico. Algo impensable sin la vigencia y fortaleza de los derechos fundamentales, que constituyen la piedra angular de nuestra sociedad contemporánea, seguramente, parafraseando las palabras de Churchill sobre la democracia, la peor de todas, con excepción de todas las demás. Esos derechos, por primera vez plasmados de manera universal por la Asamblea Nacional francesa en agosto de 1789, entre los que se encuentra en el apartado XI una de sus dovelas capitales, la libertad de expresión: “La libre comunicación de pensamientos y de opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano puede hablar, escribir o imprimir libremente, respondiendo del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Exacto. Todo lo que no sea la aplicación del Código penal vigente es, más que probablemente, una forma intolerable de censura. Por supuesto que no todas las opiniones son respetables, eso es una evidencia, pero el daño que puedan causar no compete a las religiones, sino a las leyes civiles. La discusión libre y abierta, el pensamiento y su expresión crítica, por dura que sea, sólo admite una respuesta igualmente dura o falta de respeto, o su denuncia legal, pero en ningún caso la persecución violenta o el exterminio del otro, que es la manifestación más corriente de la barbarie. Y como declaró, ya en su madurez, John S. Mill, el autor de Sobre la libertad, “una civilización que no tuviera fuerza interna para resistir a la barbarie sería mejor que sucumbiera”.

No es casualidad, por tanto, que la barbarie haya elegido como símbolo y aviso de lo porvenir uno de los pilares fundamentales de nuestra sociedad, al arrasar la redacción de Charlie Hebdo. No es menos lamentable la declaración del Papa Bergoglio, al mostrar la patita negra de su intolerancia integrista con el ejemplo idiota del puñetazo que merece mentarle a uno la madre (¿Y si la madre es puta?); o sea, provocan y les pasa lo que les pasa: ¡qué oportunidad de oro perdida para un Papa, que podía haber reconciliado de verdad a la Iglesia que representa con los valores genuinos que sostienen a la sociedad a la que pertenece! ¿Y qué decir de tantos papanatas de la sedicente izquierda que han descubierto repentinamente la sensibilidad y el respeto escrupuloso que merece el Islam, no así, por supuesto, el cristianismo o el judaísmo?…

Le reconcilia a uno, sin embargo, esa tan buena noticia de estos días pasados sobre el fenómeno de superventas en que se ha convertido el Tratado de la tolerancia de Voltaire en Francia. Es una magnífica noticia, porque ese, como tantos otros libros de los “philosophes”, es un instrumento eficacísimo para el imprescindible rearme moral frente a la intolerancia, la barbarie… y la estupidez. Gracias a él se entiende perfectamente por qué el sabio, magnánimo y prudente emperador chino Yung-Cheng expulsó a los jesuitas: “no porque fuera intolerante, sino al contrario, porque ellos lo eran”. Porque practicar la tolerancia con los intolerantes es tratar de apaciguar a un tigre hambriento, una solemne imbecilidad, propia sólo de peligrosos irresponsables. Y porque en este libro hay reflexiones y avisos lucidísimos que ayudarán al lector, al ciudadano europeo consciente, a comprender qué es lo que está sucediendo, más allá de la necesaria y solidaria acogida a cualquier inmigrante de cualquier procedencia. Por ejemplo este: “Temamos siempre el exceso a donde conduce el fanatismo. Déjese a ese monstruo en libertad, no se corten sus garras ni se arranquen sus dientes, cállese la razón, tan a menudo perseguida, y se verán los mismos horrores que en los pasados siglos: el germen subsiste; si no lo ahogáis cubrirá la tierra”.

(*) Agustín García Simón es escritor y editor.
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