La tumba de Queipo de Llano está en la sevillana basílica de la Macarena, como Dios (o Su Santa Iglesia Católica) manda. A lo mejor Dios y SSIC mandan algún día otra cosa, pero de momento no es el caso. Lo que no consigo entender es el empeño de la izquierda republicana (valga la redundancia) en obligarlos a sacar el sepulcro de ahí. Precisamente por respeto a la memoria histórica de lo que la Iglesia católica fue, y a la constatación de lo que la Iglesia católica –pese a los avances– es.

Me dicen que esta Iglesia ya no tiene nada que ver con aquella que fue cómplice de la barbarie nacionalcatólica, como se puede apreciar con los nuevos aires del papa Francisco. Se refieren a ese papa que –refrescándonos la memoria– sigue beatificando periódicamente a cientos de “mártires” de solo un bando de la Guerra Civil (adivinen cuál); dudo que los papas pío-filofascistas del siglo pasado se hubieran atrevido hoy a superar esa desvergüenza. Se refieren, en fin, a ese ­feroz enemigo, aunque tan amoroso, de derechos fundamentales de los homosexuales, de las mujeres… de las personas.

Por supuesto, si llega un día en el que la Iglesia quiere sacar al criminal de guerra de su templo, magnífico, será un buen síntoma. Mientras tanto, los sin duda bienintencionados esfuerzos por obligarla a hacerlo me parece que contribuyen, en contra de lo que pretenden, a un olvido gratuito de la memoria histórica. Lo inaceptable sería que aún quedaran calles y plazas con el nombre de este u otro asesino fascista, o cualquier recuerdo en su honor en un emplazamiento público.

De modo que la tumba del canalla debe, en mi opinión, permanecer en su sitio mientras así lo desee la Iglesia. Que se quejen, si lo estiman oportuno, sus miembros más decentes o políticamente correctos, pero no facilitemos otros, defensores de la dignidad y de la memoria histórica, un cierre en falso del asunto propiciando un lavado de cara, un sepulcro blanqueado. En suma, muy bienvenidos sean los zapateados sobre la réplica de la lápida del genocida y las vigilias antifascistas en la puerta de la basílica, que ayudan a no olvidar la terrible infamia e informan a los jóvenes que no saben de ella. Pero no forcemos a sacar de la Macarena los restos de Queipo, que, por otra parte, estando ahí se hace más fácil imaginar el ingenuo desahogo que seguramente sugeriría Boris Vian: escupir sobre su tumba.

Juan Antonio Aguilera Mochón

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