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¿Qué PSOE es el que ha vuelto?

Sería conveniente que los dirigentes del PSOE asumieran la necesidad de que el compromiso adquirido no quede en un puro fuego de artificio.

Entre los acontecimientos importantes producidos en 2013 hay que resaltar la Conferencia Política del PSOE. Pocos actos han tenido tal repercusión mediática en un momento en el que no es fácil ocupar titulares ya que grandes problemas sociales y nacionales agitan la conciencia de los ciudadanos. Se ha especulado mucho sobre la afirmación realizada apasionadamente por Rubalcaba en el discurso de clausura: «Compañeros, el PSOE ha vuelto». Sería interesante preguntarnos ¿qué PSOE es el que ha vuelto?; ¿el PSOE de los años 80?; ¿el PSOE de los años de Zapatero?

El asunto no es baladí porque han pasado solo dos años del último congreso del PSOE en el que fue elegido Rubalcaba con un mandato: «Lograr que el PSOE volviera a ser el PSOE». ¿Qué entendían los que apoyaban esta opción? Fundamentalmente enterrar el legado del zapaterismo. A su juicio, en aquellos años se abrieron muchas batallas y se acabó por confundirlo todo; ha sido frecuente escuchar a dirigentes de los años 80 reprochar lo ocurrido en la primera década del siglo XXI como un ejemplo supremo de frivolidad e irresponsabilidad al sacar a pasear temas como la memoria histórica, la ampliación de los derechos cívicos, el combate por la laicidad, la alianza de civilizaciones y el concepto de nación. Muchos de estos dirigentes han demandado una rectificación; han propuesto un olvido del radicalismo y han abonado la necesidad de tender puentes con el Partido Popular de cara a crear un clima propicio a una gran coalición. Su modelo es Alemania.

Pues bien, a la luz de lo aprobado en la Conferencia Política, la postura de estos dirigentes no ha encontrado eco en el conclave socialista. El PSOE que vuelve no sólo no elimina el zapaterismo sino que lo subraya aún más. Lo hace tanto por las propuestas aprobadas como por los aliados necesarios para llevarlas a cabo. Para ejemplificar lo que digo me centraré en las resoluciones aprobadas concernientes al tema de la laicidad. Pocos temas son tan controvertidos y suscitan tanta pasión en nuestro país. Nada más conocer la disposición a denunciar los acuerdos con la Santa Sede, muchos comentaristas han puesto el grito en el cielo hablando de anticlericalismo trasnochado y de laicismo intransigente; no han faltado los que consideran que todo esto es una maniobra de oportunismo electoral para distraer al personal y ocultar así la ausencia de diferencias programáticas en otros campos.

De toda crítica conviene aprender y sería conveniente que los dirigentes del PSOE asumieran la necesidad de que el compromiso adquirido no quede en un puro fuego de artificio. Estamos ante un compromiso demandado por muchas asociaciones laicas que remite a lo ocurrido en 1978. En aquel momento se llega a un acuerdo entre las distintas fuerzas políticas para aprobar el texto constitucional; este consenso no se produce en los acuerdos que, paralelamente, había negociado el gobierno de la UCD con el Vaticano. Son estos acuerdos los que hay que revisar. El que no se haya hecho antes por cuestión de prudencia, por evitar conflictos con la jerarquía de la Iglesia, o por no considerarlo un asunto prioritario, no exime de hacerlo en el futuro.

Las cosas han cambiado mucho desde 1978 pero hay nuevas realidades que exigen una modificación.

Los constituyentes de los años 70 tenían en su cabeza el recuerdo de una historia conflictiva en la que la cuestión religiosa había dividido radicalmente a los españoles en la década de 1930. Intentaron evitar que esa fractura volviera a producirse. El acuerdo era factible porque la Iglesia Católica de los 70 no era la Iglesia de los 30. Había pasado el Vaticano II y estaba consolidada la experiencia de los acuerdos constitucionales en las democracias europeas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La Iglesia ya no pretendía imponer un modelo de Estado confesional; trataba, eso sí, de salvaguardar la pervivencia de los privilegios obtenidos durante la dictadura en el campo educativo. El nacionalcatolicismo había perseguido con saña el mundo del republicanismo laico y temía que se pudiera revertir la situación.

Nada de esto ocurrió y aún así a partir de los nuevos vientos que soplaron en Roma con la llegada de Juan Pablo II el Vaticano consideró que se había cedido demasiado. La verdad es que la cesión mayor correspondió a la izquierda que tuvo que abandonar su modelo (la república laica) y conformarse con un Estado aconfesional en el que hubiera que conciliar los principios de libertad de cátedra de los profesores y de libertad de enseñanza de los padres; de fomento de la escuela pública y de subvención a los centros de la Iglesia.

Donde no se produjo ninguna negociación fue en los acuerdos con la Santa Sede que la jerarquía eclesiástica negoció con el gobierno de UCD e impuso a la izquierda. Este modelo ha creado una serie de anomalías que hay que corregir de cara al futuro. Hay que hacerlo porque la sociedad ante la que nos encontramos es una sociedad multicultural en la que conviven distintas religiones y distintas formas de vida. ¿Qué debe hacer la escuela ante este hecho?

Tenemos que elegir entre dos modelos. El republicano y el multicultural. Si no modificamos los acuerdos con la Santa Sede el camino inexorable es el modelo multicultural. Dado que aquellos acuerdos estaban pensados para satisfacer la demanda de la jerarquía eclesiástica de una enseñanza confesional de la religión en los centros públicos ese privilegio no se podrá mantener en el futuro. El resto de las confesiones religiosas demandarán el mismo trato. En una sociedad pluralista es lógico que en las mezquitas, en las sinagogas, y en las iglesias, sean católicas o evangélicas, se difunda el mensaje religioso y se forme a los fieles.

¿Debe ocurrir esto en los centros públicos de enseñanza?, ¿no es acaso preferible diferenciar la enseñanza de la catequesis y articular un estudio histórico cultural de las distintas religiones a cargo de los profesores de Filosofía y de Ciencias Sociales? Comprendo que apostar por este cometido para los profesores de Filosofía cuando el ministro Wert ha suprimido la Historia de la Filosofía de segundo de Bachillerato suena a broma. Tras la Lomce los alumnos van a terminar el Bachillerato sin haber oído hablar de Kant o de Nietzsche, de Marx o de Ortega; este es un hecho tan grave que todo lo demás parece irrelevante. La apuesta por la laicidad señala una vía de salida; la ausencia de enseñanza confesional de la religión libera muchas horas que pueden ser utilizadas para estudiar a las grandes figuras de la historia del pensamiento y para conocer el desarrollo de las religiones.

Las consecuencias del actual modelo están a la vista de todos: el confesionalismo irrestricto en una parte de los alumnos y la ignorancia supina en el resto.

Renegociar los acuerdos es imprescindible para evitar esta situación. Hay un punto en el que, sin embargo, el confesionalismo agresivo y el positivismo intransigente coinciden y es en su odio a la Filosofía, a las humanidades, al pensamiento, a todo lo que escapa a su control. Esta es la razón por la que la jerarquía eclesiástica prefiere que no haya enseñanza de la religión si no la puede controlar y el positivismo rampante piensa que la solución estriba en situar a la religión fuera de la escuela. Unos apuestan por el control dogmático de las creencias y otros por sustituir las antiguas creencias metafísicas por el positivismo más cerril, para el que la ciencia económica todo lo aclara y no hay problema que no sea capaz de resolver el mercado que es la nueva religión por antonomasia. Las dos posiciones están completamente alejadas del ideal republicano y de la auténtica laicidad.

El combate por la laicidad es muy complejo y está lleno de dificultades. Hay dos peligros que evitar. El primero es la falta de voluntad para sostener las batallas culturales que se inician. Si hay algo que hay que aprender de los errores cometidos en la época del zapaterismo y si hay algo que evitar es su incapacidad de sostener las posiciones durante un tiempo prolongado. La idea «buenista» de que todo es realizable en el mejor de los mundos posibles lleva a la creencia en que no habrá conflictos que no se puedan superar, ni obstáculos que no se puedan esquivar, si operamos con la mejor voluntad y el más democrático de los talantes. Los hechos han demostrado que esta creencia es infundada. Lo hemos visto en el tema de la memoria histórica y en la discusión sobre el concepto de nación.

El segundo peligro es que todo quede en un fuego de artificio electoral y se olvide cuando haya que concretar lo aprobado en una acción de gobierno: ¿con quién se puede realizar una derogación de los acuerdos con la Santa Sede? Parece claro que las fuerzas de izquierda y sectores del centro liberal progresista estarían por la labor pero en este tema, al igual que en la discusión sobre las reformas educativas o sobre la ley del aborto del ministro Gallardón, los aliados que sumamos pueden quedar en el aire al tener que negociar otros problemas pendientes. Es ahí donde puede estar la venganza de los socialistas de los años 80; miran de manera displicente las resoluciones aprobadas y sentencian que al final todo quedará en nada; la cuestión catalana, la forma de Estado o la Europa del euro son temas de tal magnitud que la gran coalición se impondrá por la fuerza de los hechos y temas como el de la laicidad quedarán de nuevo pospuestos.

Antonio García Santesmases es Catedrático de Filosofía Política de la UNED.

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