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¿Qué Educación para la Ciudadanía?

En el pulso de la Iglesia católica con el gobierno ha vuelto a ganar la Iglesia, y por cuarta vez durante esta legislatura.

Primero fue la negativa a denunciar los Acuerdos con la Santa Sede, muy beneficiosos para la Iglesia católica. Después, Ley Orgánica de Educación, que considera la religión confesional como materia evaluable y contempla una alternativa. Posteriormente, la subido del tipo del 0,52 al 0,7 % en la declaración de la renta a favor de la Iglesia católica, con exclusión de las otras iglesias y religiones. Y ahora, la desnaturalización y, en cierta medida, la confesionalización de la Educación para la Ciudadanía.

La asignatura de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos constituye uno de los logros más importantes de la reforma educativa. Viene a llenar una de las más graves carencias de nuestro sistema de enseñanza, la educación cívico-democrática de los ciudadanos y ciudadanas, en aplicación del artículo 27.2 de la Constitución Española: “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. Responde, además, a una recomendación de la Unión Europea, donde más de veinte países la han incorporado dentro del currículo escolar. En definitiva, se trata de una asignatura sobre la que en Europa hay consenso y no parece plantear problemas a la hora de impartirla en las aulas. Al menos hasta el presente no se han producido; tampoco en España durante los meses que lleva impartiéndose el tiempo. Según los testimonios de no pocos docentes de la asignatura, la experiencia está siendo muy positiva y facilita la convivencia dentro de la comunidad educativa.

¿En qué ciudadanía educar? Creo que la ciudadanía en la que hemos de educar y educarnos desde la escuela y en la sociedad no puede reducirse a los miembros de una nación, sino que ha de ser inclusiva de todas las personas, sin discriminación de género, de etnia, de procedencia geográfica, de religión, de cultura, de clase social, etc. Todos y todas somos ciudadanos y ciudadanas. Los inmigrantes, con papeles o sin papeles, son tan ciudadanos como los nativos y deben ejercer todos los derechos inherentes a la persona sin ninguna restricción. Por tanto, la ciudadanía debe ser: cosmopolita y global, democrática y respetuosa de la diferencia sin caer en la desigualdad, responsable y activa, crítica y transformadora, intercultural e interétnica, debe comprender los diferentes aspectos del quehacer humano: políticos, sociales, económicos, culturales, etc. Y debe empezar a construirse desde el ámbito local.

Ése es, a mi juicio, el horizonte en el que debe moverse la nueva asignatura, que ya ha empezado a impartirse en algunas comunidades autónomas. Sin embargo, en España, desde que se anunciara la elaboración de la ley que regula dicha asignatura, no han cesado las críticas y el rechazo de influyentes sectores de la Iglesia católica. Resumiendo, tres son los argumentos en que dicen apoyar su rechazo. El primero, que el Estado se arroga un derecho que sólo a los padres corresponde: la educación de la conciencia moral de sus hijos. El segundo, que la asignatura va a convertirse en una herramienta eficacísima del gobierno para el adoctrinamiento político y para la imposición de su ideología laicista. El tercero, en boca del cardenal Rouco Varela, que supone “una devaluación inevitable, cultural y pedagógica de la clase de religión y moral católica, a la que implícitamente se le está negando la capacidad para formar a la persona no sólo en la ética social –lo que ya sería muy grave- sino, además, en la moral personal”.

En un acto, a mi juicio, de irresponsabilidad cívico-democrática y de desprecio absoluto por las leyes, el arzobispo de Toledo cardenal Antonio Cañizares ha ido todavía más lejos en las valoraciones hasta atreverse a decir que “colaborar con la implantación de la nueva asignatura es colaborar con el mal”. Por eso ha defendido la obligación moral de los padres católicos de oponerse a la nueva asignatura a través de la objeción de conciencia, lo que implica un boicot en toda regla. Posición extremista de la que se ha distanciado el cardenal Carlos Amigo, arzobispo de Sevilla, quien cree que los padres son libres de decidir lo que deban hacer. En este maratón de descalificaciones, algunos sectores católicos han llegado a comparar la Educación para la Ciudadanía con la Formación del Espíritu Nacional del franquismo. Identificar la educación en los valores democráticos con la educación en los valores antidemocráticos y dictatoriales me parece una burda manipulación.

Tras el rechazo a la asignatura, hay dos estrategias en marcha dentro de la Iglesia católica, a mi juicio perfectamente armonizadas desde la jerarquía eclesiástica, las dos tendentes a dificultar su puesta en práctica, a limitar su importancia en el currículo escolar y a desnaturalizar el espíritu que la anima: una, el boicot, defendido por la Concapa y numerosos obispos; otra, impartir la asignatura, adaptada al ideario de los centros católicos, apoyada por la FERE y por el presidente de la Conferencia Episcopal Española, si bien éste ha expresado su desacuerdo con la asignatura y deja en manos de los padres las decisiones a adoptar.

El Ministerio de Educación ha recibido con alivio la actitud de la patronal de los colegios católicos, la considera un gesto de distensión en las tensas relaciones entre la Iglesia Católica y el gobierno socialista, y presenta como éxito propio el haber conseguido integrar a un sector importante de la escuela católica en la nueva asignatura y el haber frenado el golpe de la objeción de conciencia. Yo creo, sin embargo, que no estamos ante un éxito gubernamental, ni hay razones para el alivio ministerial ni el gesto de la FERE implica distensión alguna. Todo lo contrario. Lo que ha sucedido es que, en la confrontación entre los dirigentes eclesiásticos y el gobierno, de nuevo han vuelto a ganar la partida los primeros.

¿Por qué? Muy sencillo. Para evitar una “sublevación” de la jerarquía católica y de influyentes sectores de la patronal de la enseñanza, la asignatura ha sufrido tal cúmulo de modificaciones que la hacen poco menos que irreconocible. Como resultado de las negociaciones con la Conferencia Episcopal y con otras instituciones católicas, se hicieron importantes recortes en aquellos contenidos que pudieran entrar en fricción con la doctrina moral católica. Por ejemplo, el estudio de los distintos modelos de familia, incluido el matrimonio homosexual. Las sucesivas concesiones iban desnaturalizando un proyecto que nació con una orientación claramente laica y que corre el peligro de confesionalizarse.

Pero la mayor desnaturalización se ha producido al conceder a los colegios la libertad de adaptar los contenidos de la asignatura al ideario de centros. De esta manera, la constitución española y las leyes democráticas se supeditan a una ideología que puede ser contraria a las mismas y que puede llevar a su deslegitimación e incumplimiento. Por ejemplo, la ley de divorcio será considerada por los centros con ideario católico contraria al orden divino y a la ley natural y explicada como un atentado contra la familia; la ley de interrupción voluntaria del embarazo puede ser interpretada como una incitación al crimen, más aún, al asesinato de los inocentes; los matrimonios homosexuales serán explicados como uniones inmorales e ilegales. ¡De nuevo la Constitución y las leyes democráticas sometidas a la religión! Los responsables de los colegios católicos ya han anunciado que pondrán como referentes morales las vidas de los santos. A eso cabe añadir la reducción de horas de la asignatura: en algunas comunidades, una hora por semana.

Con la actual modalidad de la Educación para la Ciudadanía los colegios religiosos tienen no ya una, sino dos plataformas de indoctrinamiento y de reproducción ideológica: la asignatura de Religión confesional, que escapa al control de las instituciones académicas porque sus libros de texto y son profesores son competencia de los obispos, y la de Educación para la Ciudadanía, que puede utilizarse para transmitir creencias religiosas más que valores cívicos. El gobierno se ha metido un gol en propia puerta.

En el pulso de la Iglesia católica con el gobierno ha vuelto a ganar la Iglesia, y por cuarta vez durante esta legislatura. Primero fue la negativa a denunciar los Acuerdos con la Santa Sede, muy beneficiosos para la Iglesia católica. Después, Ley Orgánica de Educación, que considera la religión confesional como materia evaluable y contempla una alternativa. Posteriormente, la subido del tipo del 0,52 al 0,7 % en la declaración de la renta a favor de la Iglesia católica, con exclusión de las otras iglesias y religiones. Y ahora, la desnaturalización y, en cierta medida, la confesionalización de la Educación para la Ciudadanía. Hace unos días se preguntaba Bonifacio de la Cuadra en estas mismas páginas “¿Para cuándo el estado laico?”. Yo le respondo: ad kalendas graecas. La actual orientación política nos lleva justamente en dirección contraria.

Tres observaciones finales para el desarrollo armónico de la asignatura. Primero, es necesario recuperar el carácter laico de la asignatura y no confundirla con la religión. Segundo, la educación para la ciudadanía no empieza y termina en el ámbito escolar, debe continuar en la sociedad, donde hay que crear espacios para la misma. Tercero, para el logro de los objetivos que se propone la asignatura se necesita la complicidad de la sociedad: los medios de comunicación, la sociedad civil, los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones de padres y madres de alumnos y alumnas.

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