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¡Que cruz!

Una vez un grupo de alumnos me comunicó que un día llegarían un poco más tarde a clase porque iban a salir del Instituto, con la preceptiva autorización y acompañados de un profesor, a visitar una exposición. Les pregunté cuál, y me respondieron que se trataba de una que presentaba sólo crucificados

Aunque no hice la reflexión en voz alta, sí me pregunté acerca de cómo hubiesen reaccionado los padres si al pedirles autorización para que sus hijos saliesen durante el horario lectivo del Centro se les comunicara que era para visitar una muestra en la que se podrían ver distintas imágenes, todas ellas muy realistas, que representaban a un individuo casi desnudo que había sido condenado a muerte, que previamente lo habían torturado con azotes, que su cuerpo aparecía lleno de hematomas, que su frente sangraba porque le habían colocado una corona de espinas y que el método de ejecución era el de clavar sus pies y sus manos a una cruz. En consecuencia, lo que iban a ver era la imagen de alguien que acababa de morir en esas circunstancias o que estaba a punto de expirar.

Reflexioné de esa manera porque yo había visitado unos días antes la exposición y me había parecido espantosa, no porque las tallas carecieran de calidad artística, sino porque siempre me ha resultado desagradable esta pasión tan barroca de los españoles por reflejar el sufrimiento de ese modo. Y estoy seguro de que si cualquiera analiza ese tipo de representaciones de una manera fría llegará a la conclusión de que no se trata de un espectáculo placentero y mucho menos para que lo vean niños, entre otras cosas porque se opondrían a ello los padres, los psicólogos y, por supuesto, las autoridades educativas.

Ya sé que represento una posición minoritaria, porque en nuestro país parece que muchos disfrutan con la contemplación del sufrimiento convertido en espectáculo cuando las imágenes salen a la calle cada semana santa. Pero además algunos pretenden que se mantenga la imagen de los crucifijos en los espacios públicos, con lo cual ya salimos de las consideraciones meramente estéticas para entrar en las de la libertad personal, como ha reconocido en una sentencia el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.

Algunos aún no han entendido cuál es el verdadero significado del art. 16 de la Constitución, en especial lo expresado en su apartado 3: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal…”. Al parecer también ignoran lo establecido por el Tribunal Constitucional, tanto cuando habla de la libertad religiosa como derecho fundamental subjetivo como del significado que posee la referencia a la iglesia católica en ese mismo artículo, sobre todo cuando se refiere al hecho de que los derechos fundamentales no pueden ser analizados desde el punto de vista cuantitativo. En este sentido, hace poco pudimos contemplar en estas páginas las opiniones del alcalde socialista de Baena, sorprendentes por cuanto además es senador, y su obligación sería estar informado acerca de estas cuestiones.

Una vez más nos encontramos ante un falso problema, porque se trata ni más ni menos que de respetar a quienes no pertenecen a ninguna confesión religiosa y no desean que en las instituciones públicas aparezcan esos símbolos, lo cual no significa, como alguien ha dicho, que vayan a desaparecer las cruces de todos los espacios públicos. No confundamos espacios comunes con los interiores de las instituciones y centros públicos. Pero ya estamos acostumbrados a la manera de actuar de algunos católicos, que por ello no deberían extrañarse de que aún tengan vigencia las palabras de Machado cuando en su “Juan de Mairena” decía: “La palabra que más me repugna es: catolicismo, no por lo que significa, sino por el repugnante empleo que se hace de ella”.

* José Luis Casas Sánchez es Profesor de Historia

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