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Procesiones religiosas

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Las actividades de este tipo que se desarrollan en las calles, las justificaciones para celebrarlas y la participación en ellas de los políticos elegidos como representantes de las instituciones

Enfrentar la realidad es, en sí misma, una frase proclive a la confusión. Nadie puede hurtarse a ella, mas dimensionarla en toda su amplitud no es, precisamente, una tarea que resulte muy sencilla. Al respecto, podríamos hacernos un sinfín de preguntas. Entre otras: ¿es más real lo que sucede hoy que todo lo que ocurrió ayer mismo? ¿Y si ese ayer mismo acumulara veinte, treinta o más años de duración no sería una credencial suficiente para otorgarle más validez que al presente?

A la hora de referirnos a las procesiones religiosas, y por lo que a su permanencia toca, resulta frecuente escuchar frases del tipo: “forman parte de la tradición, y ya se sabe que las tradiciones: toros, vaquillas, caza y demás costumbres de los pueblos no es conveniente olvidarlas”, dicen los defensores de su continuidad. O esta otra: “qué más da, pues no hacen daño a nadie” (Lógicamente tras su celebración no sube el precio del pan ni cae una tormenta de granizo).

Tales justificaciones se complementan con otra de talante muy parecido: “lo que siempre se ha hecho no hay por qué tocarlo”, o así. Lo que nos adentraría en la casuística de los hábitos heredados, hasta llegar a aceptar, por la misma vía, que pertenecen a la más absoluta normalidad las coacciones, persecuciones, torturas e incluso muertes de quienes se opusieron tantas veces a dichas manifestaciones religiosas.

Estos argumentos son totalmente falsarios, salvo que estemos de acuerdo en que cumplir con las tradiciones sea lo mismo que realizar un ejercicio de libertad. Y no hace falta estirar mucho los ojos para darse cuenta de que más bien sucede al revés, pues la tradición y la libertad caminan casi siempre por vías antagónicas. Hace poco he leído la frase “autómatas por tradición”, con referencia a quienes se comportan así. “Dado que toca, se hace”, por resumirlo de algún modo.

Puestos a meter el dedo en la llaga (y de úlceras y laceraciones saben mucho, entre otros ejemplos, tantos Cristos sufrientes que muestran su infinito dolor mientras son paseados por las calles en una bulliciosa epifanía pública) habría que referirse, en la gran mayoría de las ocasiones, a la cada vez más estrecha connivencia del poder civil con el poder religioso. Una mezcla que si bien no resulta precisamente ajena (no hay más que recordar la perversa sintonía entre ambos estamentos durante el franquismo), hoy parece más difícil de aceptar a la vista de nuestra Constitución, que declara aconfesional al Estado.

Podrá argumentarse que en un Estado social y de derecho la libertad es un bien primordial, por lo que cabe que quienes piensen de manera distinta, y por ello salgan a la calle a expresar su credo, puedan hacerlo sin sufrir ninguna discriminación. Nada habría que objetar, salvo hacer hincapié en que a lo largo de la historia esa misma tolerancia que ahora se predica brilló por su ausencia: serían incontables todas las citas que lo justifican.

En todo caso, los gobernantes de este país, que de momento lucen un color rojo, si bien bastante moderado por lo común, deberían defender también sus convicciones laicas y, por tanto, abstenerse de organizar o participar en estos desfiles. Claro que si así se comportaran pondrían en peligro los votos que les sirven para ejercer su poder. Y eso ya es otro tema. Bastante lleno de espinas, por cierto.

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