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Principios básicos del laicismo

Se recogen en esta entrada artículos breves de Jesús Espasandín y de Juan Francisco González que formaban parte del blog “Curso básico de laicismo”.

DEFINICIÓN DE LAICISMO
Juan Francisco González Barón.
sábado 26 de marzo de 2011

Si pretendo saber en qué consiste el laicismo, lo más fácil es acudir al diccionario. Y aquí me encuentro con la definición malintencionada y distorsionadora de la Real Academia Española. Según ella, el laicismo es la “Doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa.”

Ya que desde sus orígenes, de Pierre Bayle a Condorcet, lo que se ha defendido desde este movimiento es la libertad de conciencia y de pensamiento, parece que la definición de la RAE se basa en cualquier cosa salvo en la observación de las propuestas y de los textos laicistas.

Entendemos el laicismo como el establecimiento de las condiciones políticas, jurídicas y sociales idóneas para el pleno desenvolvimiento de la libertad de conciencia. Partiendo de este postulado, no veo de qué manera podríamos “proteger” al hombre y a la sociedad de cualquier tipo de influencia ideológica, sea esta o no de carácter religioso. Otra cosa es la exigencia de un Estado laico, independiente de toda doctrina particular y sometido al control democrático de los ciudadanos.

Los hombres (y mujeres) en tanto que individuos, así como el conjunto de la sociedad civil, son permeables a todo tipo de influencias. Lo que importa es que esta capacidad que tenemos de influir en nuestro prójimo no se realice desde situaciones privilegiadas, no se ejerza como injerencia o como coacción, desde organizaciones enquistadas en los organismos e instituciones del Estado, con sus ministros de culto convertidos en poderes públicos.

LIBERTAD DE CONCIENCIA
Juan Francisco González Barón.
sábado 26 de marzo de 2011

Vamos, pues, al punto dos: qué entendemos por libertad de conciencia.

Los laicistas solemos utilizar este término en su doble acepción: libertad de conciencia, en el sentido de conciencia moral, y libertad de conciencia en el sentido de “consciencia”, es decir, como algo sinónimo de reflexión o de pensamiento.

Parece que en principio esto es obvio: cualquier hombre o mujer que se precie, en el marco de una convivencia democrática, podría exigir el derecho a juzgar y a pensar (con libertad de expresar lo que juzga y lo que piensa).

Nuestro movimiento considera que la libertad de conciencia no es sólo un derecho fundamental, sino que es el eje vertebrador de los derechos humanos. Sin esta capacidad de saber y de exigir el ejercicio de los derechos fundamentales que nos atañen, estos se convertirían en “cartas otorgadas”, en algo parecido a cuando hablamos de los “derechos de los animales”. Por mucha que sea nuestra voluntad de protegerlos de los maltratos de los humanos, no veo por el momento la posibilidad de que por ellos mismos los reivindiquen, de que los lleven a los juzgados y a los parlamentos.

COMPLEMENTOS A LA DEFINICIÓN DE LAICISMO
Jesús Espasandín López.
martes 29 de marzo de 2011

Me permito repetir, subrayada, la definición de laicismo: el establecimiento de las condiciones políticas, jurídicas y sociales idóneas para el pleno desenvolvimiento de la libertad de conciencia, porque su rigor y minimalismo expresivo es el mejor cimiento sobre el que levantar toda la estructura conceptual que necesitamos los laicistas para definir nuestros objetivos. Su contraste con la equívoca definición de la RAE, permite reflexionar sobre algunas cuestiones complementarias a las ya comentadas por Juan Francisco, a fin de salir al paso de varios equívocos muy usuales y frecuentemente interesados:

1º: La definición de la RAE, al identificar el laicismo con la doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad… de las confesiones y organizaciones religiosas, presenta a aquel como crítico global de tales creencias y organizaciones, lo que equivale a mostrarle como antirreligioso y anticlerical. Pero el laicismo, solo puede contemplar críticamente a las religiones o sus organizaciones en tanto estas se definan y comporten respecto al objetivo de la libertad de conciencia. Por ello, el laicismo no es antirreligioso, sino arreligioso, pues nada tiene que decir respecto a las creencias religiosas, salvo los aspectos de estas (o las hermeneuticas que se hagan de ellas) que se pronuncien negativamente respecto a la libertad de conciencia, en cuyo caso estará en inevitable beligerancia con ellos. De igual forma no es anticlerical, pues no se opone a que los creyentes religiosos se organicen y doten de autoridades en sus creencias, aunque será anticlericalista cuando ese clero haga clericalismo, es decir cuando pretenda actuar desde o en el ámbito de lo público. Por cierto que aquí la RAE introduce nuevamente confusiones, pues si bien define como clericalismo la “influencia excesiva del clero en los asuntos políticos” no acuña el término anticlericalista para designar a quien se opone a ello, mientras que designa como anticlerical en primera acepción al contrario al clericalismo y en segunda al contrario al clero. ¡Que paradoja, la RAE nos obliga a los laicistas a enmendarle la plana defendiendo que no siempre ni todo el clero hace clericalismo!

2º. La definición de la RAE puede también verse desde otro ángulo, el de contemplar las organizaciones o confesiones religiosas como únicos referentes “atacados” por el laicismo, lo que impulsa a identificarle o confundirle con las organizaciones y creencias ateas. El laicismo sabe que la libertad de conciencia está constreñida desde un magma de múltiples poderes dominantes: políticos, económicos, mediáticos, ideológicos… y, por supuesto, religiosos. Consecuentemente, debe enfrentarse a cualquiera de esas múltiples dimensiones desde las que se atenta contra la libertad de conciencia. El laicismo actual, nacido de la Ilustración y la Revolución Francesa, ha dejado su poso histórico de lucha contra el primordial represor de la libertad de conciencia de esa época, representado por la Iglesia Católica y su enjarge con el aparato del Estado, favoreciendo esa identificación equívoca. A ello se acumula el poso de nuestro reciente pasado de dictadura nacionalcatólica y la brutal herencia de privilegios e incrustaciones en el ámbito publico del aparato eclesial de la Iglesia Católica acumulada tras la transición, lo que sitúa ese frente como el de mayor dimensión en la lucha por la libertad de conciencia en nuestra realidad concreta. Pero eso no obsta para tener presente que el siglo XX ha permitido conocer brutales formas de conculcación de la libertad de conciencia practicadas desde poderes e ideologías ajenos a lo religioso e incluso contrarios a las confesiones religiosas. El laicismo en el siglo XXI debe tener muy claro su antagonismo con tales contenidos y practicas.

LAICISMO Y ANTICLERICALISMO
Juan Francisco González Barón.
miércoles 30 de marzo de 2011

Me sumo completamente a las precisiones de Jesús, y me gustaría matizar algunas nociones.

En ocasiones he utilizado los adjetivos “anticlerical” y “anticlericalista” por la necesidad fáctica de definir conceptos… Por “anticlerical” muchos diccionarios mal informados o mal intencionados entienden “hostilidad al clero”, así, por las buenas… Es cierto que en periodos críticos de nuestra historia esa hostilidad se concretó en abominables realidades de grupos incontrolados que hicieron un flaco favor a la II República. Por eso en mis conferencias utilicé el término “anticlericalista” para señalar la oposición a que el clero se enquiste, como autoridades, como poderes públicos, en las instituciones y organismos del Estado… Poderes, claro está, no sometidos a ningún control democrático…

Recuerdo, incluso, que en algún momento utilicé la comparación “antimilitar” / “antimilitarista”. Un militar profesional no puede ser “antimilitar”, ya que su deber es defender a los ciudadanos de un Estado de beligerancias externas. Pero sí está obligado a ser “antimilitarista”, ya que el militarismo supondría una suplantación de los poderes civiles designados democráticamente por poderes militares que deberían estar destinados a ser un brazo armado de aquellos.

Sí, hay ocasiones en las que tenemos que pasar por los adjetivos, sujetos a múltiples distorsiones, para poder abordar los sustantivos… Y los sustantivos, historicamente, son el “clericalismo” y el “anticlericalismo”. Ambos no son nuevos (son anteriores al laicismo), y se han dado en Estados confesionales, tratando de definir la frontera entre “poder temporal” y “poder espiritual”. Recordemos, sencillamente, la lucha por las investiduras: es decir, la capacidad de designar obispos (autoridades civiles) por parte del Emperador o por parte del Papa… El “anticlericalismo” es, pues, algo muy anterior a nuestro movimiento, y ha estado siempre bien presente en Reyes y Emperadores de misa diaria mucho antes de que se hablara de laicismo.

El laicismo comporta una forma de anticlericalismo, pero es una forma definida que no debe confundirse con otras. Sólo reconocemos como poderes públicos legítimos los que emanan del control democrático y de los principios inherentes al mismo de libertad y de igualdad. Aquí el clero, dentro de los organismo e instituciones del Estado, no tiene nada que hacer… Y nada le impide al señor Rouco presentarse a título personal a unas elecciones municipales o fundar un partido político.

CONCIENCIA COMO ATRIBUTO DEL INDIVIDUO
Jesús Espasandín López.
viernes 1 de abril de 2011

La conciencia anida en cerebro de cada ser humano. Es la función del cerebro como mente, como producto de las actividades y procesos psíquico-físicos del mismo. Este hecho permite afirmar que el ser humano, como ser individual es el único soporte psicofísico en el que puede darse la conciencia. Todas las disquisiciones filosóficas habidas en la historia de la humanidad acerca de la conciencia no pueden alterar el conocimiento científico de este hecho: la conciencia es un atributo exclusivo del ser individual. Ello implica la imposibilidad de que la conciencia pueda concebirse como perteneciente a dos o más personas, es decir, como fenómeno social, pues la sociedad o grupos de ella carecen de mente común y, por tanto, de conciencia colectiva.

El imposible psicofísico de existencia de conciencias colectivas debe servirnos para esclarecer que hablar de conciencia de grupos solo tiene un sentido meramente metafórico, para aludir a la existencia de sintonías o afinidades entre grupos de personas en torno a algunas formas de pensar o de sentir. Sin embargo, la realidad social está impregnada de herencias culturales que transmiten confusión sobre ello, con importantes consecuencias. Veamos dos ejemplos.

La jerarquía eclesiástica católica sostiene la creencia de que sus fieles, a través del bautismo, se fusionan con el cuerpo y el alma de Cristo, constituyéndose así la conciencia de la Iglesia como conciencia colectiva de sus fieles (al fusionarse estos en el Corpus Christi). Esto, que no tendría mayor importancia si se interpretase en un sentido simbólico o metafórico, adquiere dimensiones públicas de consecuencias negativas para millones de personas cuando trasciende al ámbito jurídico. En España, cuando la Constitución establece en su artículo 16 que “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades…” se produce un grave equívoco al atribuir a las comunidades identidades ideológicas equivalentes a las de los individuos, lo que en los hechos conduce a la subordinación de estas a aquellas. Así, cuando nuestro Estado destina miles de millones de euros a la Iglesia Católica como comunidad religiosa no solo discrimina a los ciudadanos ajenos a la misma sino que privilegia a la jerarquía eclesiástica, quien realmente define e impone la ideología “oficial” de este grupo, discriminando a la ideología individual real de la mayoría de católicos, claramente contradictoria con la de sus “autoridades”, como muestran las estadísticas elaboradas por el Centro de Investigaciones Sociológicas. Con este mecanismo pagado por todos los ciudadanos, la conciencia de Rouco Varela, negadora hasta del uso de anticonceptivos, se pretende inculcar como conciencia colectiva a los católicos, a pesar de que estos los usan en su inmensa mayoría atendiendo a su libertad de conciencia. Hay que convenir que si existiera la tal conciencia colectiva católica padecería una esquizofrenia de tamaño descomunal.

La herencia de siglos de esta falacia de la conciencia colectiva ha llegado a impregnar incluso al ámbito académico en la obra de algunos sociólogos como Durkheim, o en filósofos como Hegel y hasta en ideologías políticas como las fascistas, en las que se resaltan las afinidades existentes en grupos sociales como virtudes cívicas superiores a las del individuo aislado, hasta convertirlas en identidades del grupo social que deben protegerse y prevalecer por encima del ser individual. La subordinación de la libertad de conciencia del individuo a la del grupo en el que se le considera incluido (religión, nación, raza…) y la ignorancia de las contradicciones inevitables entre los grupos de identidades así concebidas, ha inundado la Tierra de bárbaros enfrentamientos, de guerras de religión, de guerras mundiales, de holocaustos y crímenes contra la humanidad…y los sigue provocando. Sin embargo, hoy todavía se defiende como virtud cívica la formación de comunidades identitarias (comunitarismos) que deben privilegiarse y trascender públicamente a la libertad de conciencia de los ciudadanos. Lo más penoso es que esta peligrosa creencia en la falacia de la conciencia colectiva también impregna de confusión al movimiento laicista. Autores como Rafael Díaz Salazar, productor de una extensa obra presentada como laicista, en sintonía con otros intelectuales como Victoria Camps y personalidades vinculadas al PSOE hacen una defensa de la necesidad del reconocimiento público de las comunidades religiosas como portadoras de virtudes cívicas, de roles positivos que exigen de tratamientos privilegiados diversos que, obviamente, deben canalizarse a través de sus jerarquias. Este “laicismo” que privilegia por tanto la conciencia colectiva frente a la libertad de conciencia necesita diferenciarse con apellidos, según grados o matices respecto a esa cuestión: “laicismo inclusivo o laicismo de inclusión” (Gomez Llorente, Santesmases…), “nueva laicidad” (Morineau, Vidal Fernandez…), “laicidad abierta”…cuando no procede directamente a oponerse al término laicismo intentando sustituirle por el de laicidad en una auténtica pirueta del lenguaje (Peces Barba, Victoria Camps). Evidentemente, esto de la conciencia colectiva produce mucha confusión en algunas conciencias individuales.

LAICISMO Y ATEÍSMO
Juan Francisco González Barón.
viernes 1 de abril de 2011

Otra de las pertinentes observaciones de Jesús sobre la definición de laicismo, atendiendo al hincapié que se hace en reclamar la independencia del Estado con respecto a las confesiones religiosas, merece ser comentada.

En efecto, si la noción de Estado laicista que propugnamos solo se opone a las injerencias y a las coacciones del clero de cualquier religión sobre los individuos, es fácil llegar a la conclusión de que laicismo es igual a ateísmo institucionalizado.

Volvemos a la definición inicial: el laicismo persigue “la libertad de conciencia, de pensamiento y de cualesquiera convicciones de libre elección, incluidas las religiosas, como un derecho de los individuos, de los seres humanos, hombres y mujeres, tomados de uno en uno”.

La simple separación de un Estado de las iglesias o de las confesiones religiosas no es garantía, en sí misma, de la libertad de conciencia, de pensamiento y de convicciones… Si pensamos en un Estado como la China actual, o en un conjunto de Estados como la antigua Unión Soviética, es evidente que esas condiciones de libertad de pensamiento y de conciencia no están presentes…

El laicismo actual debería estar atento a todas las formas de coacción a la libertad de conciencia, más allá de las que provienen de las confesiones religiosas

EL ATEÍSMO COMO OPCIÓN POLÍTICA
Juan Francisco González Barón.
martes 5 de abril de 2011

Además de los motivos ya expuestos en anteriores entradas, existe otra serie de razones por las que el laicismo y el ateísmo no deben ser confundidos.

El laicismo es una propuesta política, o una serie de propuestas políticas, con la finalidad de establecer un Estado democrático, regido por los principios de libertad y de igualdad, cuya misión es velar por los derechos fundamentales de los ciudadanos, tomando como eje vertebrador de los mismos la libertad de conciencia, de pensamiento y de cualesquiera convicciones de libre elección.

El ateísmo (como el agnosticismo) no es una propuesta política, sino tan sólo una manifestación negativa de carácter individual y privado acerca de las creencias de corte espiritual o religioso. Decir “no creo en Dios” o “no creo en los dioses” o “no me pronuncio sobre ningún tipo de creencia religiosa” es algo completamente vacío de contenido como alternativa política.

Mis opciones políticas nada tienen que ver con las del señor Gustavo Bueno, por poner un ejemplo.

Por su parte, las religiones conllevan siempre un proyecto político. El Antiguo Testamento contiene una serie de instrucciones destinadas al “pueblo elegido” para organizar su sociedad aquí, en la Tierra. El cristianismo es, desde su fundador, San Pablo, y de su teórico de la Iglesia institucionalizada, San Agustín, un compendio de normas políticas sobre nuestra vida aquí, en la Tierra. El Corán es un código civil y penal extremadamente prolijo… Frente a eso, ateísmo y agnosticismo no son más que negatividad, creencias (o ausencia de creencias) que se remiten al individuo y a su vida privada.

El laicismo es afirmación y debe expresar de manera asertiva su proyecto. Un proyecto que pueden compartir muchos agnósticos y ateos, pero también muchos creyentes de diferentes religiones que solo aceptan a sus ministros de culto como tales, y no hacen de ellos sus representantes políticos, y mucho menos sus líderes natos en materias terrenales, en las normas por las que debe regirse la sociedad civil y la constitución del Estado.

CONCIENCIA COMO SABER Y CREENCIA
Jesús Espasandín López.
martes 5 de abril de 2011

La conciencia de cada persona está constituida por el conjunto de juicios a través de los cuales conoce, o cree conocer, la realidad en que vive, a sí mismo, lo que está bien o mal, etc. Vimos que esa conciencia es un atributo exclusivo del individuo, aspecto relevante para el laicismo, como también lo es diferenciar en ella la naturaleza distinta de dos tipos de juicio: los conocimientos o saberes y las creencias.

Ya Sócrates, según Platón, diferenciaba nítidamente el saber de la creencia. Para el individuo que sabe y cree ambas cuestiones pueden parecerle similares, pues está persuadido de la veracidad de ambas. Pero mientras que el saber es un conocimiento válido para todos, objetivo, la creencia no lo es, es un convencimiento meramente personal, subjetivo.

Casi 2500 años después la dicotomía entre saber y creer se mantiene en cada uno de nosotros.

El campo del saber, es decir, la ciencia, ha experimentado un desarrollo inmenso. Nuestra conciencia hoy contiene gran parte de juicios fundamentados en saberes, conocimientos que son comunes a todos, o pueden serlo, porque cualquier individuo puede verificar o falsar la veracidad de ese conocimiento si emplea los métodos que la ciencia le ofrece para ello. El saber es potencialmente común a todos.

Pero los saberes que nos proporcionan los conocimientos científicos no son suficientes para resolver todos los problemas que enfrentamos en la vida. Hay múltiples cuestiones que debemos resolver valorando la respuesta desde nuestras creencias o convicciones subjetivas y hasta desde la mera opinión más o menos dubitativa. Esas creencias o convicciones pueden ser de múltiples tipos: religiosas, políticas, económicas…y estar cada uno de nosotros tan convencidos de ellas como si se tratase de saberes, pero carecemos de la posibilidad de demostrarlas, de ofrecer a los demás los medios o procedimientos que permitan su verificación o falsación. Comprenden un campo muy amplio, que va desde las conjeturas e hipótesis que buscan su corroboración en el conocimiento científico hasta la fe que se sustenta en la mera convicción personal e íntima de una revelación divina o un texto considerado sagrado. La creencia o convicción es siempre privativa de aquel que la sustenta.

¿Por qué esta distinción entre saberes y creencias es importante para el laicismo? Porque si el laicismo tiene como objetivo la creación de las condiciones políticas, jurídicas y sociales que garanticen la libertad de conciencia, debe tener claro que tales condiciones implican:

1. La necesidad de potenciar y salvaguardar los saberes, los conocimientos científicos, en tanto constituyen una parte de la conciencia que es, o debe ser, común a todos, es decir a cada uno de los individuos que forman la sociedad. La discrepancia con tales conocimientos debe resolverse en el campo de la crítica teórica de la propia ciencia, que es lo que permite su desarrollo, pero no desde las meras creencias acientíficas, las pseudociencias o los mitos. La libertad de conciencia del individuo le da derecho a basar sus convicciones en la ignorancia o la superstición, pero el ámbito público, de interés colectivo, de todos, debe defenderse de esa ignorancia cuando pretende salir del ámbito de lo privado para atacar el saber. Es una batalla plenamente actual que tiene su reflejo más destacado en la intromisión en la Universidad, sede de la transmisión de saberes, de pseudociencias como la Astrología, la Homeopatía, la Teoría del Diseño inteligente o el mantenimiento de capillas de culto religioso herencia de nuestro pasado de dictadura nacionalcatólica.

2. La necesidad de garantizar que las diferentes creencias o convicciones gocen del derecho a ser interiorizadas por cada individuo y a expresarlas públicamente sin coacciones, al tiempo que se impida cualquier privilegio de unas sobre otras. Aceptar la más completa pluralidad de creencias así tratadas es la única forma de resolver socialmente el conflicto inevitable entre creencias, que pueden llegar a ser totalmente antagónicas. Respeto pleno al individuo en su libertad de creencia, sin respeto a las ideas, pues la validez o calidad de estas será la que demuestren al sobrevivir al ataque de las diversas armas de la crítica, sea el análisis, la comparación, el humor, el sarcasmo o hasta el escarnio. Esta también es una batalla de plena actualidad en nuestro país, donde el Código Penal todavía mantiene artículos en los que subsiste camuflada la inquisitorial condena por “blasfemia”, como los Artículos 522 a 525, a través de los cuales se inculpa hoy a Leo Bassi y a Javier Krahe por el mero hecho de haber ejercido su libertad de conciencia atea, expresando en actos culturales su crítica sarcástica a las ideas católicas.

LIBERTAD DE CONCIENCIA Y SUS CONTENIDOS
Jesús Espasandín López..
jueves 2 de junio de 2011

El concepto de libertad de conciencia es usualmente aceptado en el laicismo como abarcador de un conjunto de términos que aparecen de una forma más o menos difusa e incluso confusa en la literatura jurídica, sociológica, política… y que podemos considerar subsumibles en aquel. Tal sucede con los de libertad de pensamiento, de conciencia y de religión… o de creencia en la Declaración Universal de Derechos Humanos (Art. 18); libertad de pensamiento, de conciencia y de religión… o de convicciones en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea de 2000; libertad ideológica, religiosa y de culto en nuestra Constitución (artículo 16) y de opinión (artículo 14). Desde lo que llevamos dicho en distintas entradas sobre la conciencia se comprende que entendemos que esta es abarcadora de fenómenos psicofísicos del individuo, como el pensamiento, las creencias (entre las que se encuentran tanto las religiosas como las no religiosas), las convicciones del más diverso tipo, las ideologías más o menos elaboradas, las opiniones con mayor o menor fundamento, etc., etc. De igual forma se puede comprender nuestra posición explicita a concebir la libertad de religión con una forma concreta de libertad de conciencia, en la que se subsume como una mera parte, es decir, como libertad de la conciencia religiosa del individuo, diferenciándola del concepto de libertad religiosa en cuanto este tiene unas connotaciones históricas que atribuyen a colectivos o comunidades el hecho imposible de una conciencia colectiva. Sobre esto último volveremos en el futuro por ser de vital importancia para entender el laicismo que defendemos.

Lo que nos interesa ahora es analizar cuales son las dimensiones y límites que abarca la libertad de conciencia, en cuanto objetivo del laicismo en sus proyecciones políticas, jurídicas y sociales. Para ello voy a realizar en el blog entradas separadas de tres facetas que, al sumarse, pueden dar una visión abarcadora del concepto:

1. La libertad de conciencia como libertad de cada individuo para construir su propia conciencia, para formarla en libertad, sin constricciones ni coacciones exteriores.

2. La libertad de conciencia como libertad de expresión, como libertad del individuo a la hora de exteriorizar o manifestar la conciencia que ha interiorizado, sin censuras que se lo impidan, más que las restricciones sociales impuestas contra la mentira o la difamación a terceros.

3. La libertad de conciencia como libertad para actuar conforme a la conciencia moral del individuo, con las limitaciones que devienen de la necesidad social de no producir daños a terceros.

LIBERTAD DE CONCIENCIA COMO LIBERTAD PARA CONSTRUIRLA.
Jesús Espasandín López.
Sábado 4 de junio de 2001.

El derecho de cada individuo a construir su conciencia es la condición primaria sin la cual no es posible hablar de libertad de conciencia en una sociedad. El ser humano conforma principalmente su conciencia pasando por una serie de etapas en su vida, que van desde la heteronomía moral de la infancia, en la que el niño solo es capaz de responder a estímulos del tipo premio–castigo, hasta la autonomía moral, en la que el adulto puede tomar decisiones desde los principios éticos alcanzados con su racionalidad. Pero no todas las personas llegan a alcanzar el deseable pleno desarrollo de su autonomía moral, debido a las frecuentes trabas y coacciones con que se coarta ese desarrollo desde distintos ámbitos de la sociedad. Consecuencia de ello es que rasgos de heteronomía moral que el individuo no ha conseguido someter a su propio juicio crítico quedan impresos en su conciencia de adulto, subordinándole así a los esquemas conceptuales o cosmovisiones de quienes son beneficiarios del sistema de coacción que ha impuesto su heteronomía.

Recordando lo expuesto en la entrada del blog titulada “conciencia como saber y creencia” podemos establecer que para que una persona pueda construir su autonomía moral es preciso que la sociedad haga posible la adecuada formación de su mente atendiendo a un doble plano: el del saber, o conocimiento verificable por todos (ciencia), y el de las creencias, o convencimientos personales no verificables. Las instituciones estatales y la escuela pública en particular, han de velar por una transmisión fiel del saber, librándolo de las supersticiones o dogmas que traten de oponérsele, así como hacer posible el conocimiento plural de las creencias, evitando tanto censuras como privilegios discriminatorios a creencias concretas, a fin de permitir que cada individuo pueda ir definiendo sus creencias y opiniones personales en ese mar de pluralidades existentes, mediante el empleo y desarrollo progresivo de su propia e intransferible capacidad crítica.

En el proceso de formación de las conciencias cabe distinguir dos situaciones diferenciadas: la del adulto y la del menor.

La sociedad presupone que cuando el individuo ha llegado a la edad en que es considerado adulto su conciencia está suficientemente formada como para considerarle sujeto de plenos derechos y responsabilidades, en igualdad de condiciones respecto a cualquier otro e independientemente de cual sea el estado de maduración a que ha llegado en su real autonomía moral. En consecuencia, los medios a arbitrar por la sociedad en relación a la formación autónoma de la conciencia del adulto no se dirigen a cuestionar lo alcanzado por este, sino a crear las condiciones para que el individuo pueda adecuar dinámicamente su conciencia en cada momento, es decir, hacer posible que siga ejerciendo su capacidad crítica ante la evolución de la pluralidad de creencias y circunstancias que la sociedad continuamente genera. Hay mucha tela que cortar en este campo, donde los intereses de grupos de poder económicos, políticos, religiosos y mediáticos impiden que esto se haga realidad, condicionando diariamente la formación de la conciencia de los ciudadanos, impidiendo de variadas maneras que la pluralidad de pensamientos llegue al individuo sin privilegios o la información de la realidad no sea adulterada por intereses privados. Basta con pensar en las dimensiones planetarias de la ocultación y tergiversación de la realidad realizadas por las elites de poder puestas al descubierto por las filtraciones de Wikileaks, o la síntesis de pensamiento realizada por Noam Chomski en sus “Diez estrategias de manipulación mediática” para hacerse una idea de que las actuales extensiones del problema del condicionamiento de la conciencia de los ciudadanos es mucho más amplia y sibilina que la ancestral coacción desde los poderes religiosos que se viene denunciando desde el laicismo tradicional. La necesidad de que la sociedad arbitre los medios para evitar los fraudes al conocimiento, los engaños, la información tergiversada o la ocultación de la verdad que sufrimos los ciudadanos se enfrenta hoy a un espectro de intereses organizados desde ese magma de poderes económicos, políticos, religiosos y mediáticos que es preciso clarificar, denunciar y combatir para que pueda avanzar la libertad de conciencia de los ciudadanos.

En el menor de edad la problemática se agrava y multiplica. Su condición de sujeto cuya personalidad se halla en proceso de formación lo convierte en subordinado directo de decisiones ajenas a su voluntad, por lo que podemos considerar que el problema principal en relación a su libertad de conciencia se centra en que su derecho a formarla en libertad no se vea constreñido por imposiciones ajenas. Estudiosos de la dimensión jurídica del tema, como Ana Valero, deducen este criterio de las interpretaciones jurisprudenciales del TEDH y de las Cortes Constitucionales de países de nuestro entorno y de nuestro propio Tribunal Constitucional, interpretando que “la libertad de conciencia del menor de edad se concreta en el derecho a la formación de su conciencia en “libertad” . De ello habría que concluir que la responsabilidad de cualquier tutoría ejercida sobre el menor tendría que servir a ese fin. Sin embargo, la realidad es muy distinta, tanto en lo relativo a la actuación de los padres o tutores directos como a la del propio Estado.

La tutoría de la “patria potestad” normalmente realizada por los padres no tiene otro sentido que la de amparar esa construcción de la moral autónoma del menor, evitando que la interferencia de terceros impongan creencias al niño o le impidan conocer argumentos que permitan su libre elección mediante el ejercicio y desarrollo de su capacidad crítica. Lo triste es comprobar que, en muchos casos, la tutela se entiende torcidamente y son los propios padres los que imponen al niño sus propias creencias, impidiéndole conocer argumentos contrarios a ellas. Los derechos del niño se subordinan así a un malentendido derecho de los padres que transforman su tutela en una especie de “derecho de pernada” sobre la mente de sus hijos. Tal sucede en la actualidad cuando los padres inscriben al niño en clase de religión en la escuela, donde la enseñanza de dogmas, dirigida desde las autoridades eclesiásticas como instrucción apologética, no admite ningún tipo de análisis discrepantes. Ese proceder solo puede entenderse por el temor a que los argumentos discrepantes puedan superar a los dogmas que se pretende inculcar en la mente del menor, lo que impele a sus “tutores” a sumergir al niño en su ignorancia. Y la ignorancia es la antítesis de la razón de ser de la escuela, donde la instrucción en los conocimientos sólidos expuestos de forma racional y plural debe estar a salvo de censuras, prejuicios, propagandas, publicidades o autoritarismos de padres o grupos privados que quieran anteponer la imposición de sus creencias dogmáticas al derecho del menor a formar su conciencia en libertad. Por esa razón la máxima laicista de “la religión fuera de la escuela”expresa de forma contundente la defensa del respeto al derecho del menor a configurar su conciencia en libertad. No puede interpretarse, como torticeramente se hace, como un rechazo a que los menores tengan un conocimiento del fenómeno religioso en sus cosmovisiones explícitas, hechos y evoluciones históricas, etc., pues es una parte necesaria dentro de su formación general que debe abordarse con objetividad, sin dogmas, desde la pluralidad de visiones y materias en que ese fenómeno se proyecta, tales como Filosofía, Historia…, de forma que se atienda al desarrollo de la capacidad crítica del menor y se ajuste a su edad y a la evolución de su conocimiento.

Lo dramático es que el Estado y sus instituciones amparen esa tergiversación del derecho de los padres a la educación de sus hijos, configurando un sistema educativo que segrega a los menores en grupos estancos de clases dogmáticas de religión, donde en el interior de cada una de ellas queda prohibida la exposición de razonamientos o conocimientos contrapuestos a los dogmas definidos por las “autoridades” religiosas de cada grupo. Con ello el Estado impone institucionalmente lo que la Corte de Estrasburgo califica como un “abuso de proselitismo”, que considera que se produce cuando el adoctrinamiento religioso impide al menor contrastar las convicciones que se le inculcan. El “derecho de pernada” de los tutores sobre la mente de los menores queda así legalizado, organizado y subvencionado desde el Estado.

Parece oportuno observar que no parece aconsejable enfrentarse a la existencia de las clases de religión con el argumento, que a veces se produce desde el laicismo, de que el igual derecho de todos los padres a la educación de sus hijos en sus propias convicciones hace imposible su puesta en práctica, dado el infinito número de grupos que se requeriría para dar satisfacción a la multiplicidad de creencias. La inconveniencia de emplear este argumento de la “imposibilidad práctica” está en que admite implícitamente el que el derecho de los padres está por encima del derecho de los hijos a crear su conciencia en libertad.

Pero la cosa de segregar en clases dogmáticas de religión tiene mucho mayor calado que el de la subordinación del derecho del menor al derecho de los padres. Al estar tales clases totalmente controladas en sus contenidos por las autoridades religiosas, se transmite a estas el “derecho de pernada” directo sobre las mentes de los menores, lo que implica que los propios padres son relegados y sustituidos en su pretensión de educar a sus hijos en sus propias creencias. Con ello, la mayoría de los padres que deciden incluir a sus hijos en clases dogmáticas de religión lo que consiguen es que se les inculquen valores que son con frecuencia contrarios a los que en realidad profesan, pues, como la realidad de las investigaciones sociológicas demuestran, los valores con los que actúan en sus vidas son contrarios a los que se enseñan desde las cúpulas eclesiales, como es fácil constatar con hechos tan cotidianos y generalizados como el divorcio o el uso de anticonceptivos en las relaciones sexuales. Es un efecto más del perverso concepto de libertad religiosa , que se concibe como relativa a una imposible conciencia colectiva de la comunidad de creyentes, en la que tal “conciencia” o creencia religiosa queda definida por lo que dictan las autoridades religiosas, es decir, lo que se dicta desde las reales conciencias de los individuos que forman la cúpula de la comunidad religiosa.

Un escalón más de esta perversión del Estado en la conculcación del derecho de los menores a la conformación de su conciencia en libertad es la de permitir y subvencionar colegios con ideario propio, colocándolos en igualdad de condiciones que los públicos, donde la dirección del centro impone la apologética religiosa o ideológica impregnándolo todo, ya se trate de clases de matemáticas o de física cuántica y hasta de teoría de evolución, mediante diversos recursos, tales como el uso de una profusa simbología en los distintos locales, vestimentas del profesorado, actividades del centro, etc., con independencia de que se entre en clase de religión o no. Con ello ya no solo influyen en el grupo de alumnos cuyos padres quieren adoctrinarlos en esa creencia, sino en la totalidad de los alumnos del centro que han sido matriculados en él por razones diversas ajenas a tal ideario.

El resultado es “un mundo al revés” en la escala de derechos relacionados con el derecho del menor a configurar su conciencia: la conciencia del menor se subordina a la de sus padres, y la conciencia de estos a la de las autoridades religiosas cuando no a la del grupo directivo del centro escolar, legalizado todo ello por el Estado y sufragado por la totalidad de los ciudadanos. ¿Cabe menor libertad en la libertad del menor?

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