La democracia, una vez faro con el que Occidente pretendía iluminar al mundo, está perdiendo adeptos. Y Latinoamérica no es una excepción. No hablamos (solamente) de los líderes autoritarios que florecen en el continente como en el resto del mundo: también de quienes han decidido seguirles en su desapego. El último Latinobarómetro acotaba la extensión del desencanto: el apoyo a la democracia no llega ni a la mitad de la ciudadanía del continente.
El complementario Barómetro de las Américas confirma el panorama: en la última década aumentó el porcentaje de personas seguras de que la democracia no es el mejor sistema de gobierno posible, pero también, y sobre todo, se incrementó el número de quienes tienen posiciones más indeterminadas. El dato desagregado por países confirma que es ahí, en la tibieza, donde se instala una mayoría, con contadas excepciones (Argentina, Uruguay, Costa Rica). Las naciones más pobladas del continente, Brasil y México, albergan en su seno a millones de habitantes que se mueven en el amplio espectro del desencanto. No en vano ambas han elegido recientemente a presidentes dispuestos a atacar consensos e instituciones para consolidar su poder y el de los suyos.
La evaluación de la democracia se instala así en la ambigüedad más que en el rechazo visceral. Los protagonistas del desencanto son más bien jóvenes y de escaso poder adquisitivo. Ambos grupos muestran una probabilidad sustancialmente menor de mantener una preferencia nítida por la democracia que sus contrapartes mayores y en mejor situación económica.
Estas caídas son particularmente alarmantes porque alberga la capacidad de cambiar el punto de encuentro entre oferta y demanda electoral. Las élites económicas cuentan con una mayor capacidad de marcar la agenda y dar forma al futuro de nuestras instituciones. De moldear, en definitiva, la oferta política. Por su parte, los que hoy son jóvenes mañana se convertirán en el centro de la demanda, decidiendo con sus votos si desean un modelo alternativo al de la democracia pluralista.
Pero aunque los críticos con la democracia nacidos después de 1980 mantienen todos estos rasgos, hay otros que son menos prominentes entre ellos, y que ponen en cuestión algunos mitos.
¿Qué está sucediendo, pues, para que cunda el desencanto sistémico entre las nuevas generaciones? Para los politólogos Yascha Mounk y Roberto Roa, que han trabajado la cuestión de la erosión de los valores democráticos como pocos en su disciplina, tal vez estemos ante una mirada incompleta por ausencia de referencias vitales: puesto que estas generaciones tienen menos experiencia con regímenes autoritarios que las anteriores, no valoran en la misma medida las ventajas de vivir bajo una democracia. Si esto fuese cierto, deberíamos observar un mayor diferencial de desencanto o ambigüedad entre los nacidos antes y después de 1980 en aquellos países con transiciones más antiguas.
Ese “algo más” no parece que sea una radicalización de las posturas: según los datos del propio Barómetro, los nacidos de 1980 en adelante tienen hoy opiniones menos extremas sobre aborto, matrimonio igualitario o incluso lucha contra la desigualdad que esas mismas generaciones en 2012.
El Barómetro de las Américas inquiere a sus entrevistados sobre hasta qué punto están de acuerdo con algo tan básico como otorgarle derecho a voto a aquellos que son críticos con el sistema de gobierno. Esta cuestión permite una medición del grado de tolerancia que cada individuo tiene respecto a la crítica extrema.
Resulta que los que demuestran un mayor desencanto con la idea explícita de democracia también están más a favor de mantener los derechos de voto de los críticos. Probablemente porque ellos se ven como parte de ese grupo. Estos ‘demócratas paradójicos’, desconfiados de la actual democracia, entrarían en la categoría del descontento perenne, inevitable hasta que los regímenes se vuelvan más inclusivos. También están aquí los segmentos de autoritarismo puro: aquellos que rechazan la democracia en abstracto y en concreto, que disputan el derecho a voto para la oposición. A ellos es imposible incorporarlos a la alternancia de poder porque sólo aspiran a suprimirla. Pero es el grupo intermedio el que muestra un comportamiento más llamativo y consistente: tibios con la democracia como concepto, y tibios también con el derecho a voto de los críticos extremos. Para una mayoría relativa de latinoamericanos la posibilidad de canalizar el conflicto no es una prioridad. Lo preocupante es, de nuevo, la coincidencia en este patrón entre nuevas generaciones y clases acomodadas.