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Política y religión, nefasta combinación

En estos tiempos que vivimos, en el que surgen políticos que desean gobernar y/o legislar con un texto “sagrado” bajo el brazo, o que se escudan en la libertad de expresión para decir cualquier barbaridad, vale la pena detenerse en los límites de lo tolerable en democracia.

¡Cuidado con los fanatismos religiosos! Ya no solo están en las esquinas –tipo pastor Soto–amplificando discursos que mezclan odio con ignorancia, sino que también en el Congreso, al alero de la que en Chile se ha denominado “bancada evangélica”.

Uno de los representantes de esta bancada, el diputado Eduardo Durán (RN), ejemplifica de buena forma el problema que significa mezclar la religión con la política. Este parlamentario no solo se ha hecho tristemente conocido por hacer afirmaciones realmente absurdas en el contexto del debate sobre la ley de identidad de género –su frase “los hombres podrían decidir que son mujeres para jubilarse con anticipación” quedará en la historia de las sandeces más grandes que se hayan dicho en el parlamento–, sino que ha señalado claramente cuáles son las intenciones del sector religioso que representa. Ha dicho a este respecto que trabajarán duro “para que en el Parlamento, tanto el Senado, como la Cámara de Diputados, cuente con más representantes de nuestras creencias, de nuestra fe, de nuestras líneas, y pensamientos, de tal manera que podamos salvar a Chile de las situaciones que hoy día se están presentando”. El objetivo explícito es llevar a Dios (a su Dios) al Congreso Nacional.

En otras palabras, la intención es crear mayorías parlamentarias que, sin pudor, nos comunican que legislarán con la Biblia en la mano. Ante este escenario, la pregunta que surge naturalmente es la siguiente: ¿Es aceptable imponer creencias religiosas por ley? Claramente, no.

Recuerdo que en una vieja columna sobre el aborto y las falacias que rodean este debate, afirmé que un parlamentario debe obligadamente legislar para todos, con independencia de los credos a los que se adhiera, pues esa es la única actitud que se concilia con el respeto por el derecho a la libertad de creencias. Para decirlo en palabras simples: No es lo mismo cometer un pecado (según el parecer de los que adhieren a tal o cual creencia), que cometer un delito (según lo que dispone una Ley de la República, cuyo cumplimiento es obligatorio para todos).

Suponga, por ejemplo, que una bancada cristiana con mayoría parlamentaria decide bloquear todo intento de aprobar una ley que permita la eutanasia porque les parece que esta práctica va en contra de los designios de Dios. ¿No es aquello un ejemplo de imposición de creencias religiosas por medio de la ley? Así es. ¿Es aquello aceptable en una democracia? Pues no. ¿Por qué no? Pues porque toda mayoría política circunstancial debe respetar siempre el derecho de las minorías a su libertad de creer o no creer.

No hay ningún problema en que una persona con una creencia religiosa específica intente convencer a otra de que su creencia contiene La Verdad (aunque la idea de poder conocer La Verdad nos/me pueda parecer absurda). Sin embargo, una situación diametralmente distinta es que esa persona utilice el poder político para imponer una creencia a toda la población.

¿Intentar convencer? Ningún problema; ¿Obligar vía ley? Por ningún motivo. Lamentablemente, la bancada evangélica –junto a muchos otros– parece no entender esta crucial diferencia.

Por esta razón, es que creo necesario insistir en la importancia que significa robustecer la separación Iglesia-Estado, pues todas las creencias (o no creencias) deben ser respetadas por nuestros representantes políticos.

Y sobre este punto, hay mucho paño que cortar aún. Recuerdo que hace unos años, la diputada comunista Camila Vallejo Dowling propuso –junto a otros parlamentarios– eliminar la invocación a Dios al comienzo de cada sesión, esto es, eliminar la alusión “En el nombre de Dios, se abre la sesión”.

Al respecto, y estando totalmente de acuerdo con esta propuesta (pues va directamente en la línea que he comentado de no imponer creencias), creo necesario ir más allá y aprobar una reglamentación interna que sancione a cualquier congresista que, en el debate de una ley –es decir, en momentos en que ese congresista está ejerciendo una función pública–, haga alusión a sus creencias para justificar su voto. No es que no puedan mencionar sus creencias. Lo que no es aceptable en democracia –y por lo mismo, debe sancionarse, incluso con la anulación del voto– es invocar una determinada creencia para justificar el voto, pues esa conducta atenta contra la libertad de creencias.

No faltarán los que lean estas líneas e inmediatamente me tilden de intolerante. No me importa. A esta crítica contesto directamente: Es la libertad de expresión la que no puede ser cómplice de posturas intolerantes que intentan imponer creencias. El ejemplo de la “bancada evangélica es solo eso: un ejemplo.

Y es que en estos tiempos que vivimos, en el que surgen políticos que desean gobernar y/o legislar con un texto “sagrado” bajo el brazo, o que se escudan en la libertad de expresión para decir cualquier barbaridad, vale la pena detenerse en los límites de lo tolerable en democracia.

Los neo populismos religiosos, estilo José Antonio Kast, no son golondrinas que no hacen verano. Lamentablemente reflejan un problema político mayor y a escala mundial. Es cosa de mirar para el lado y escuchar los discursos racistas de Trump, o las declaraciones del diputado y actual candidato a la presidencia en Brasil, Jair Messias Bolsonaro, quien ha dicho –entre otras cosas– que “los gays son producto del consumo de drogas” y que “Pinochet debería haber matado más gente”.

¿Se da cuenta? Hay cosas que simplemente no deben tolerarse. Ese es el debate que debemos dar antes que el problema se nos vaya de las manos.

Karen Espínola

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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