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Política y religión en los negros días de julio

Han de pasar todavía muchos meses para que podamos analizar de manera sosegada y objetiva la actitud del Gobierno valenciano ante el contraste brutal que han supuesto el terrible accidente de la línea 1 del metro de Valencia y la visita de Benedicto XVI a la ciudad pero, en este momento de la historia marcado por lo mediático e instantáneo, queda impresionada una imagen oscura y trágica de vidas humanas destrozadas, de dolor inmenso, de indolencia política ante la muerte al pretender justificar la desidia con acusaciones y cifras vanas que ni siquiera las cree quienes las proclama.

Como contraste, la imagen luminosa exultante y ofensiva de la visita del que se llama el siervo del Jesús, organizada, cofinanciada y ampliamente difundida por los mismos gobernantes que fueron incapaces de informar de la misma manera y por los mismos medios de una tragedia que afectaba a centenares de familias cuyo encuentro mundial servía de cobertura a los fastos.

Un programa intrascendente se emitía por Canal 9 mientras el drama se vivía en las entrañas de la tierra y, en las calles soleadas, una inmensa brigada de operarios se afanaban en llenar las farolas de gallardetes. En el túnel negro del metro los bomberos y los sanitarios luchaban por sacar a la luz la vida y la muerte, la esperanza y el dolor. Después vinieron las condolencias y los funerales que, a pesar de su boato y la inmensidad de su protocolo, se liquidaron con un desconcertante tramite de urgencia porque la potencia del impacto que produce la muerte real de cuarenta y tres personas no podía proyectarse sobre la realidad virtual creada para la visita del Pontífice.

Esta prisa, comprensible sólo desde el sentimiento de culpa y la irresponsabilidad consciente, se ha vuelto a manifestar en la formación y el insultante calendario de la comisión que ha de investigar aquellos luctuosos sucesos de la que ya están escritas las conclusiones. Si saber por qué murieron tantas personas merece este trato vejatorio para las familias y para la soberanía popular, es fácil suponer que nunca sabremos cuanto costó y quien pagó la visita del Sumo Pontífice a Valencia. Seguramente el temor cristiano de los miembros del Consell y de la señora Barberá se ha transmutado en miedo y en pánico a la verdad y a la luz del control democrático de las acciones de gobierno, y la sapiencia popular ya dice que quien teme algo debe.

En estos momentos, cuando todo el mundo es consciente de que se ha racaneado con los fondos públicos que debían garantizar la máxima seguridad y es notorio que no se han escatimado recursos económicos de indeterminada procedencia para la organización de un acto presuntamente religioso convertido en un evento político medido en guarismos económicos de plazas hoteleras, consumo por peregrino o popularidad de los mandamases beatíficos del PP, todavía osan señalar con el dedo acusador al Gobierno de España acusándole de falta de atención a las familias de las victimas inocentes de una tragedia que se hubiera podido evitar.

La subsidiariedad como principio de lealtad política ante la desgracia y la generosidad como virtud deberían ser la guía para la actuación del gobierno valenciano que no se recata de su discurso confesional y justifica sobrecostes con la coartada de que se pudiese inaugurar Terra Mítica en el día previsto. Desgraciadamente la muerte es imprevisible e irreparable, pero a sus consecuencias se les podía dar el mismo trato cuando la tragedia se produce en el ámbito de lo publico: lo que haga falta, según cuantificaba Giner en un ataque de generosidad económica con los dineros de los demás. Pues, la misma vara de medir para todos porque entre la muerte y la fiesta hay una considerable diferencia que marca las prioridades del gasto público de un Gobierno.

Si la Iglesia Católica se presenta ante la sociedad laica como el paradigma de la institución que defiende la verdad, la honestidad, la transparencia, la lealtad, la justicia, la moral y el recto proceder de los gobernantes; estaría cumpliendo con su misión al instar a los miembros del Consell de la Generalitat Valenciana a que aparquen sus intereses partidistas, salgan del pecado y trabajen por ser virtuosos y honestos con toda la profundidad bíblica que tienen estos conceptos en toda la tradición bíblica y más genuinamente cristológica, que algo de esto debe saber el President Camps. De no ser así, se estará produciendo un encubrimiento mutuo y perverso entre el poder político y la jerarquía eclesial católica; porque se está dando de hecho una complicidad, consciente y consentida asentada en una concepción del uno y la otra que está transmitiendo a la sociedad una imagen patológica al bendecir un discurso dicotómico que diferencia lo que se dice de lo que se hace que, al intentar manipular las conciencias, repugna a la inteligencia y a la razón.

Leonardo Boff, anatematizado por nuestro beatísimo visitante decía que, con esta forma de actuar se fomenta la práctica pública de la hipocresía como elemento habitual en el ejercicio de la política y de la religión en tanto experiencia personal y colectiva, salvífica y transformadora de una realidad social injusta. Creo que tanto el Consell, como la Iglesia Católica, deberían ser consecuentes en la aplicación de los principios que dicen defender porque, ante una sociedad democrática, la moral predicada ha de encarnarse en el comportamiento ético de los gobernantes y dignatarios. Y, de todas maneras, que actúe la Justicia como garante para asignar las responsabilidades que como personas eluden en un acto explicito de cobardía.

Vicent Vercher Miembro del Colectivo Cristianos por el Socialismo

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