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Poder político y poder eclesiástico en Argentina y Brasil ¿Legitimidad laica o legitimidad sagrada en la definición de las políticas públicas? (I)

Las relaciones entre religión y política y, específicamente entre la Iglesia Católica y el Estado, han sido complejas y zigzagueantes a lo largo de la historia de la humanidad.

Libela. Red Iberoamericana por las Libertades Laicas, 2007

1.- Introducción

Las relaciones entre religión y política y, específicamente entre la Iglesia Católica y el Estado, han sido complejas y zigzagueantes a lo largo de la historia de la humanidad.

En el mundo tradicional, de la religión emanaban los postulados que legitimaban y/o explicaban los procesos históricos. La referencia a lo divino se imponía como fundamento del orden social; los valores religiosos impregnaban al mismo tiempo la economía, la política y la vida privada (Aron, 1990). La profecía se cumplía plenamente: la religión era la única legitimada para proporcionar un significado coherente y sistemático del mundo. La moral religiosa era la encargada de definir el bien, el mal, lo correcto, lo incorrecto, además del origen de la humanidad y el sentido de la vida humana.

Con el advenimiento de la modernidad, el proceso de secularización significó una autonomización de las esferas de valor que regulan los comportamientos humanos (Weber, 1984). La religión como orden de valor debe competir con otros campos que también orientan y dan sentido a las conductas del ser humano y de la sociedad a la cual adscribe. El proceso divergente asumido por las distintas esferas -política, económica, jurídica, científica, artística y erótica-, cada una con “su lógica inmanente y particular” (Cohn, 1979: 141), suscitó “la pérdida estructural de la posición axial que ella [la religión] ocupaba en las sociedades tradicionales” (Pierucci, 1997: 104).

Con todo, ese proceso no está exento de conflictos de valor, pues la racionalidad que gobierna a cada esfera es diferente. En otras palabras, la interacción de valores contrapuestos de los diversos campos puede desembocar en situaciones de tensión. La colisión entre las diferentes esferas se establece en el plano de la incompatibilidad o de no-correspondencia entre las lógicas y orientaciones de sentido para la acción que impulsa cada una de ellas, y en la disputa por guiar y regular mayores segmentos de la vida social. Desde la lógica de la racionalidad instrumental que prescribe las acciones en la esfera económica, la ética religiosa de la fraternidad será identificada como irracional. Por su parte, para la racionalidad valorativa de la esfera religiosa, toda acción que se regule únicamente por la adecuación medios-fines no supondrá otra caracterización que no sea irracional.

Estamos frente a un conflicto entre una racionalidad formal y otra sustantiva, entre dos racionalidades que interactúan al entrecruzarse las normas que parten de los órdenes de valor. La utilidad, el poder, la rectitud normativa, la verdad, la belleza, elementos identificables a las esferas, disputan entre sí para ejercer su dominio sobre las conductas humanas, para universalizar su pretensión de validez (Roth & Schluchter, 1979: pp. 11-64). El origen de las desavenencias no responde a intereses irreconciliables, sino a una trama de estructuras incompatibles (Habermas, 1987). Debido a que ninguna esfera cuenta con el poder de arbitrar los enfrentamientos entre las normas inmanentes de los órdenes de valor o con la legitimidad para fundar un nuevo orden cosmológico del mundo, el conflicto se vuelve irresoluble (Brubaker, 1984: cap.3 ‘The ethical irrationality of the world’).

Los antagonismos narrados, es necesario aclarar, no están concebidos en un plano metafísico ni en un plano empírico, sino en el típico-ideal. Esta advertencia indica que pueden ocurrir en el terreno de la realidad, si se dieran ciertas condiciones. Su utilidad reviste en la evaluación acerca del grado de proximidad que una situación histórica presenta en torno a ellos.

Ahora bien, ¿cuál es el papel de la religión en ese escenario? Y, fundamentalmente, ¿cuál es la respuesta de los actores políticos y religiosos en ese contexto?

En términos teóricos, le correspondería a la religión la misión de dar respuestas a las búsquedas de sentido individuales. Según Weber, el lugar de la religión es en la vida privada, en el plano de la intimidad del sujeto. Sin embargo, la realidad nos muestra agentes e instituciones religiosas que no renuncian ni a la preservación de una presencia pública ni a regular ciertas áreas trascendentales de la vida social (educación y moral familiar principalmente). La Iglesia Católica, concretamente, rechaza su reclusión en la esfera privada y ha conseguido con cierto éxito reproducir un desempeño público a lo largo de los siglos, aunque sea cada vez menor su eficacia para regular los comportamientos sociales.

Entre una religión absorbida y al servicio del poder temporal -cesaropapismo- y los regímenes teocráticos, en los que la religión controla el poder civil y pugna por transformar el mundo según los designios de Dios; una gama de alternativas intermedias refleja situaciones de complementariedad, de competencia, de separación y de autonomía entre la Iglesia y el Estado. “La fórmula de la separación entre la Iglesia y el Estado es factible, siempre y cuando uno de los poderes abandone de hecho sus intenciones de controlar aquellas áreas de la vida que son accesibles a él” (Weber, 1944: 1205).

Por otro lado, es importante registrar que la separación Iglesia-Estado no remite necesariamente a la privatización de la religión. Es menester “distinguir con claridad entre el principio legal de la separación y la prescripción normativa liberal de la privatización” (Casanova, 1999: 146). Los diversos tipos de Concordatos firmados por los representantes del poder civil y por el papa revelan las múltiples configuraciones que resultan de la articulación eclesiástica-estatal, en función de los disímiles procesos de conformación de las estructuras institucionales en cada país. Esos acuerdos, transitorios en algunos casos, duraderos en otros, no dejan de ser, en términos de Roberto Romano, ‘momentos de acomodación recíproca’.

Un análisis en profundidad sobre esta cuestión no puede estar permeado por abordajes simplificados, sea el que considera al órgano eclesiástico como mero aparato ideológico del poder secular, sea el que sustenta una supremacía del orden espiritual. Una mirada reduccionista nos impediría comprender la secuencia de hechos en los cuales la Iglesia y el Estado confrontaron por delimitar la competencia y las áreas de influencia de cada uno.

A lo largo de la historia latinoamericana, la Iglesia Católica ha jugado un papel sustantivo en la conformación identitaria de sus sociedades y en vastas oportunidades, se ha constituido como una de las principales fuentes de legitimidad de los procesos políticos.

Desde la época de la Colonia, las autoridades religiosas fueron portadoras de una cosmovisión que igualaba la identidad territorial a la religiosa. Merced al reconocimiento del catolicismo como pilar de la nacionalidad, la Iglesia gozaba del derecho exclusivo de influenciar sobre múltiples aspectos de la vida cotidiana de las personas. En ese contexto, la entidad católica se atribuyó el papel de institución ‘rectora’ que debía regular las bases de funcionamiento y las pautas de comportamiento de la sociedad. Lejos de aceptar su reclusión en el ámbito de la sacristía, la prédica y el accionar en el terreno social y político han sido proyectados como dos engranajes primordiales para impregnar con valores cristianos todos los espacios de la vida social.

Durante los siglos XIX y XX, la institución eclesiástica fue desplegando una serie de estrategias de influencia sobre las capas dirigentes para catolizar al Estado y/o a la sociedad civil, dependiendo del proceso histórico-institucional de cada país. La incorporación de cuadros religiosos a la gestión de gobierno, la utilización de los recursos del aparato estatal para reproducir su presencia y protagonismo institucional y la observancia que la clase política guarda hacia sus alocuciones, demuestran el papel preponderante que ha detentado la Iglesia Católica como actor político-social en el marco del escenario público regional. Afirmados en su lugar de mayoría, los hombres de la Iglesia han actuado históricamente como si la cultura de la población fuese íntegramente católica y desde esa posición de poder interpelaron las estructuras del Estado. Su participación en el momento de la conformación de la Nación y la herencia de un modus vivendi definido por un esquema de legitimaciones recíprocas -en más de una oportunidad, la institución eclesiástica fue requerida para ‘bendecir’ procesos políticos-, garantizaron la atención de la dirigencia política a las demandas católicas.

De esa manera, las decisiones gubernamentales en áreas de alta sensibilidad católica, como las relacionadas con la educación y la moral familiar y reproductiva, pasaron -y, en alguna medida, continúan pasando- por el tamiz previo de la opinión de la Iglesia. Este cuadro cultural e institucional predominante nos conduce a la reflexión sobre el escaso grado de autonomía que ha conquistado el Estado en su condición de laico. El carácter difuso de las fronteras entre el campo político y el campo religioso se refleja en un esquema en el que las legitimidades sagradas y las que emanan de la soberanía popular se encuentran superpuestas. Por otro lado, el arraigo de un pensamiento corporativo, en el que se otorga mayor relevancia a los mecanismos de agregación de intereses que a los ámbitos de re- presentación ciudadana, no es ajeno a ese modus operandi. Los responsables de definir la agenda y las políticas públicas en América Latina se debaten entre las tendencias a la ‘confesionalización’ de la política que, en el mediano plazo, minan la autonomía de la esfera pública y la reafirmación de los principios del Estado laico.

La injerencia de la entidad católica en la elección del Ministro de Educación, en el contenido de las leyes de dicha cartera, en el diseño de las políticas en salud reproductiva y libertad de culto, por citar apenas algunos ejemplos, ha prevalecido en más de una oportunidad por sobre el Parlamento, poder instituido para representar a la ciudadanía en el marco del sistema republicano. En definitiva, la cultura que permea a la clase política y que se traduce en lógicas de procedimientos concretas, precariza a la democracia como régimen político, la cual sin el impulso de la bendición eclesiástica, se mostraría errática para trazar autónomamente su recorrido.

Ahora bien, a pesar de que la Iglesia Católica ha intentado instituirse como “la única fuente de trascendencia capaz de dar sentido a la vida y a la sociedad como un todo” (Prandi, 1997: 67), las configuraciones histórico-institucionales de cada país han determinado el alcance de la presencia católica en el espacio público.

Un discernimiento más claro sobre las lógicas que subyacen a las relaciones entre el poder político y el poder eclesiástico -delimitaremos el estudio en los casos de Argentina y Brasil- permitirá evaluar desde otros tópicos las políticas públicas en materia de libertad religiosa, educación, moral familiar y salud reproductiva. El análisis institucional que se propone brindará elementos para mejorar la calidad de las instituciones, a partir de una convivencia democrática respetuosa de la autonomía de cada esfera.

Interesará desvendar entonces cuales son las modalidades de la presencia pública de la Iglesia Católica en Argentina y Brasil y sus derivaciones con relación a las formas de interpelar al poder político, así como los mecanismos desplegados desde el Estado para procesar las demandas de la institución católica. La entidad religiosa puede fundamentar aquella presencia atendiendo la defensa de los derechos humanos y las libertades civiles; justificarla en la disputa entablada contra la autonomía de las esferas seculares; y/o afirmarla en la protección de ciertas normas y valores tradicionales (Casanova, 1999). Intentaremos evaluar cuál fue el cuño distintivo de aquella presencia en ambos países.

El seguimiento de los senderos recorridos por el poder político y el poder eclesiástico nos permitirá esclarecer el perfil asumido por el catolicismo en cada realidad, más o menos próxima a la sociedad política, más o menos próxima a la sociedad civil.

La demarcación de las fronteras entre el campo religioso y el campo político se muestra porosa y cambiante, debido a las permanentes disputas, redefiniciones y renegociaciones de aquellos límites en las sociedades contemporáneas (Casanova, 1999). A lo largo de la historia, se descubren innumerables situaciones en las que la Iglesia utilizó a las estructuras estatales para reproducir su aparato burocrático y extender su programa pastoral en el conjunto de la sociedad. Solo cuando las elites de gobierno diseñaron políticas activas en las áreas de tradicional influencia católica, fue irremediable la disputa por la demarcación de los campos de injerencia de cada esfera. Por otro lado, cuando los procesos políticos ostentaron debilidades en su base de sustentación, la búsqueda de ‘otras’ fuentes de legitimidad se tornó una modalidad corriente. A pesar de que, a priori, el Estado laico no precisa de la religión para la integración normativa de la sociedad; la Iglesia, considerada por los hombres de gobierno como una inestimable fuente dadora de sentido, fue requerida para bendecir los regímenes políticos. Dependiendo de la coyuntura histórica y de la correlación de fuerzas existente, el binomio Iglesia-Estado transitó de modo pendular por una senda de mayor o menor interpenetración, de mayor o menor conflictuosidad. El proceso de ‘acomodación recíproca’ no estuvo exento de tensiones ni de choque de competencias, fundamentalmente cuando ambas instituciones transparentaron su ambición de sintetizar y monopolizar las representaciones sociales. Son esos arrebatamientos de carácter recíproco los que testimonian el perfil ambiguo, variable y complejo de la interacción Iglesia-Estado.

En términos generales, el vínculo entre religión y política implica un reconocimiento de la autonomía relativa de ambos campos, pero también un conflicto permanente situado en el terreno de las interferencias y arrebatamientos mutuos. Las experiencias empíricas exteriorizan modalidades religiosas que adoptan elementos del campo político y viceversa. Dicha autonomía relativa, sujeta a las particularidades de las instancias de formación de las instituciones en cada país, se ve confrontada con procedimientos de instrumentalización recíproca. La complejidad de los procesos históricos nos muestra como lo religioso y lo político, aunque con lógicas diferenciadas, se especifican y se corresponden sin solución de continuidad.

2.- Entre la sociedad política y la sociedad civil: Derroteros de la presencia pública de la Iglesia Católica en Argentina y Brasil

(…)

Juan Cruz Esquivel

Libela. Red Iberoamericana por las Libertades Laicas, 2007

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