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¿Peligro islámico?

Cuando comenzaron las revueltas de las mal llamadas «primaveras árabes», cuyo origen era razonable y justo, pocos previeron que en las actuales circunstancias de los países arabo-musulmanes, las democracias a lo occidental eran prácticamente inviables. Entre otras razones (que no son pocas) por falta de tradición, dicho de otro modo, de cultura democrática y familiaridad con los «derechos del hombre». Los políticos europeos de turno dieron, una vez más, pruebas de miedo, ligereza, ignorancia o todo junto, al no darse cuenta (como dije otro día) de los «inviernos islámicos» que vendrían a continuación. Naturalmente es lógico que se quiera deponer a dictadores clásicos como Mubarak o Ben Ali (o al estrafalario Gadafi) malos para sus pueblos pero relativamente cómodos para Occidente… Claro que era lógico deponer a esos tiranosaurios pero ¿qué vendría después? Nuestros ingenuos líderes –bastante sandios– no lo dudaron: la democracia. No sabían de qué hablaban.

Todos estos países (incluidos Siria e Irak, de diferente modo, tan castigados) sufrieron, desde la caída del Imperio Otomano en 1919, diversas formas de regímenes coloniales, liderados por Gran Bretaña y Francia. Esos regímenes –nada democráticos, por cierto– crearon unas élites occidentalizadas y dejaron a la mayoría de la población en la pobreza. Cuando se fueron, tras la Segunda Guerra Mundial, los occidentales no habían hecho nada especialmente brillante, pero dejaron el poder en manos de líderes independentistas (educados en Londres o París) que tras la anhelada independencia se erigieron a sí mismos en dictadores clásicos, y a sus partidos «revolucionarios», en partidos únicos. Recordemos a Bourghiba en Túnez. Cada media hora la televisión oficial ponía fragmentos de discursos e imágenes del insustituible «padre de la patria». Quienes habían colaborado con la colonia o habían estudiado en la antigua metrópoli tenían buenos puestos asegurados con tal de que juraran fidelidad al partido y al líder. Hablaban, sobre todo, en francés o en inglés y eran laicos. La mayoría popular hablaba (habla) en árabe y son musulmanes, al principio en verdad moderados (el islam ha conocido en su historia muchos momentos de moderación), pero después del 11-S y de las guerras de Afganistán e Irak –sin duda perdidas por EEUU y sus aliados– cada vez más integrista y extremado. Y este islam enrabietado con Occidente o con quienes se supone que colaboran o colaboraron con los occidentales es el que hoy predomina en los países arabo-musulmanes, incluidos nuestros vecinos mediterráneos.

Huyendo del colonialismo, la gente ha querido buscar sus raíces y se ha hallado con un islam herido que desconoce la Revolución Francesa y que cuando habla de «democracia» o de «derechos del hombre» no entiende, en absoluto, lo mismo que entendemos nosotros.

Era evidente (con una ligera reflexión sobre estos someros datos históricos y sociológicos) que no habría «primaveras árabes» sino «inviernos islámicos», llevando por bandera la implantación de la sharia, la más rigurosa ley coránica, que es algo (para un occidental) como volver a validar el horror de la Inquisición cristiana. El caso Mursi, en Egipto, y sus durísimas consecuencias, puede ilustrar perfectamente lo que digo…

Mohamed Mursi es elegido democráticamente presidente de Egipto, pero en un año de mandato, va derogando las leyes liberales para imponer el islamismo desde arriba, en ese momento salta la chispa de los no religiosos o con una más abierta visión de la religión. Salvadas las diferencias (que son bastantes), Mursi estaba haciendo quedamente lo que Hitler hizo más brutalmente. Hitler ganó unas elecciones democráticas –Alemania no debiera olvidarlo–, pero en cuanto estuvo en el poder barrió la democracia, a los demócratas y a cuantos no se avinieran con el poder nazi. Mursi aspiraba a dejar fuera de la ley a cuantos no fueran islamistas. Se dijo en Occidente que los Hermanos Musulmanes (a los que pertenece Mursi) eran islamistas moderados. No lo parece. La Hermandad de los Hermanos Musulmanes fue fundada en El Cairo en 1928 por Hasan al Banna. Inicialmente no era un partido político, propiamente hablando, sino una fratría panislamista, cuyo objetivo último era y es el aislamiento de las mujeres y de los no musulmanes de la vida pública y –por último– la implantación de Estados islámicos, es decir, regidos estrictamente por las leyes del Corán.

Dadas estas características, es fácil suponer que en los regímenes dictatoriales pero con influencia de Occidente (a la señora Mubarak la vestía Chanel) los Hermanos Musulmanes han pasado de cierta marginación a la prohibición más drástica. No es equivocado suponer que la Hermandad está en el origen de buena parte del mayor extremismo islámico de nuestros días. Cuando asesinaron al presidente egipcio Sadat –que buscaba la paz con Israel– muchos vieron ya la mano de un grupo que hace 30 años Occidente desconocía. ¿Y sus servicios diplomáticos también? Tal como está el islam actual, resentido y vengador con buena parte de los países occidentales, me parece muy difícil ir más allá de una convivencia con respeto mutuo. No parece el momento de intervenir en ningún país árabe, aunque los occidentales deben sentirse más seguros con el ejército egipcio (o aún turco) que con Mursi o sus confraternales. Pero si nosotros podemos y acaso debemos respetar la opción de cada país –vigilantes– debemos tener absoluto cuidado de que el extremismo islámico no pase de nuestras fronteras más de lo que lo haya hecho ya. No cabe concesión ninguna al islamismo extremo, pues para Europa sería tanto como volver a la Edad Media menos deseable. Cualquier musulmán que quiera entrar en la Unión Europea tiene que saber que si la práctica de la religión (de cualquiera) es libre privadamente, el creyente que fuere tiene que aceptar todas las libertades políticas y morales –emancipación de la mujer, homosexualidad libre– que en este momento caracterizan el mundo occidental, libertades a las que se ha llegado con no pocos sacrificios y por ello mismo aún más irrenunciables. Todo el que no acepte nuestras libertades –como dijo un primer ministro australiano– tiene también «la libertad de irse». No se confunda nada de esto con xenofobia o autoritarismo, puesto que no es sino la defensa clara y explícita de todo lo que se consiguió con la Declaración de los Derechos del Hombre.

Puede y debe preocuparnos la existencia cada vez mayor de un islam intolerante desde Irán a Marruecos, pero debe preocuparnos más que un imam en una mezquita de nuestro territorio (de Ceuta en este caso) y hablando en español condenara a las mujeres que usan perfume porque soliviantan a los hombres. Machismo aparte, una declaración como esa –de la que el clérigo pidió perdón a los no musulmanes– está en flagrante contradicción con nuestros más válidos y esenciales principios. Fuera de la intimidad familiar no debe ser tolerada. Quizá nosotros (que fuimos malos colonizadores en el Medio Oriente y el Norte de África, y de aquellos polvos estos lodos) no tengamos derecho sino defensivo a entrar en las políticas de esos países, aunque no nos gusten. Pero sí tenemos todos los derechos y el deber de defender lo que es nuestro.

Una sociedad racial y culturalmente plural es deseable mientras no toque sino acepte las libertades y pluralidad fundamentales. La Europa que conocemos, la Europa de los Derechos del Hombre es incompatible con la sharia coránica. Por tanto, quien desee ser un musulmán integrista (estilo Hermanos Musulmanes o derivados) no tiene sitio en nuestras sociedades, que distan mucho de ser perfectas, pero que han elegido el camino de la libertad y no el de un dios estricto y severo en el que uno puede, muy lícitamente, no creer. El problema del fundamentalismo islámico bajo ningún punto puede ser minimizado. Y si queremos entender lo que ocurre en Egipto y puede repetirse en otros lugares de la zona, bástenos recordar que hay un rechazo a Occidente –históricamente explicable– y un equivocado afán nacionalista de encontrar las propias raíces en una religión –el Islam– tan respetable como atrasada, especialmente en su lectura integrista. Respeto y máxima alerta. Hasta que todo se vaya aclarando no parece haber mejor solución.

Luis Antonio de Villena es escritor.

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