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Pederastia, la vergüenza de la Iglesia que se va develando en Colombia

Hay apenas 57 procesos penales contra sacerdotes por pederastia, la mayoría en Antioquia.

En una celda de la cárcel de Villahermosa, Cali, está recluido William de Jesús Mazo Pérez, párroco en 2009 de la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria, quien paga 33 años por violar a cuatro niños. Y en la cárcel de Manizales permanece Pedro Abelardo Ospina Hernández, párroco de Filadelfia, Caldas, en el 2008, condenado a 21 años por abusar sexualmente de un joven con trastorno mental moderado.

Fausto Coronel Riveros y Evelio Ortiz Macías, sacerdote y seminarista de la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores de Villavicencio entre 2017 y 2018, pagan 16 y 12 años en la cárcel de la capital del Meta por la violación de un menor de 14 años, quien era acólito de esa parroquia.

Ellos, y decenas de sacerdotes más, hacen parte de la historia que avergüenza a la Iglesia católica en el mundo: la pederastia, cuyo capítulo en Colombia apenas empieza a ser develado.

El pasado 2 de mayo, después de un accidentado proceso, el arzobispo de Cali, Darío de Jesús Monsalve, tuvo que pedir perdón a las víctimas que dejó el paso del sacerdote Mazo Pérez por el necesitado sector de Aguablanca, oriente de la capital del Valle.

Fue un mea culpa obligado en cumplimiento de una posición judicial que está tomando cada vez más fuerza en las cortes colombianas: que aunque la responsabilidad penal de los sacerdotes que cometen abusos sexuales es individual, la Iglesia puede ser llamada a responder solidariamente ante las víctimas. Precisamente, porque si los agresores no hubieran sido religiosos, difícilmente habrían tenido acceso a quienes fueron atacados.

Es la misma línea marcada en el 2015 por la Corte Suprema de Justicia, que ratificó la condena civil contra la Diócesis de Líbano-Honda, Tolima, por los abusos del sacerdote Luis Enrique Duque Valencia contra dos hermanos de 7 y 8 años. Ellos fueron acogidos en la parroquia de San Antonio de Padua porque sus padres atravesaban por una difícil condición económica.

“(…) No existen clérigos que se administren solos o estén por fuera de la autoridad de una iglesia particular; es decir, de una diócesis u otra circunscripción eclesiástica que le sea asimilable —dice esa sentencia histórica— (…) Esta particular situación jurídica permite a una víctima de actos ilícitos o culposos cometidos por un ministro del culto religioso en razón o con ocasión de su función, o prevalido de la posición que ocupa en esa organización, demandar indistintamente y de manera solidaria tanto a la parroquia a la que pertenezca el clérigo como a la diócesis”.

Hace apenas cinco días, en un paso inédito, el papa Francisco envió un mensaje contundente a todos sus obispos en el mundo: toda denuncia de abuso sexual contra un miembro de la Iglesia debe ser reportada a las autoridades penales, sin tintas medias. Es un avance clave porque la indefinición en esta materia ha sido la norma.
Al punto que, al menos en Colombia, cada diócesis podía decidir si reportaba o no ante la justicia ordinaria las denuncias contra sus religiosos, si bien existía la obligación de informarle al denunciante su derecho a llevar el caso ante instancias civiles.

Reporteros de EL TIEMPO buscaron por varias regiones y en el exterior las historias que por años estuvieron escondidas. Hablaron con víctimas e indagaron con la Iglesia sobre los pasos que ha dado para prevenir nuevos abusos y para evitar que, como ha sucedido, el traslado de sacerdotes de una diócesis a otra termine encubriendo el rastro de los depredadores y generando nuevos peligros. 

De los obispos consultados, solo cinco respondieron a los cuestionarios entregados a través de sus secretarios y jefes de prensa. Entre quienes no contestaron están los arzobispos de Cali y de Medellín, precisamente dos de las diócesis con más denuncias.

Aunque, al menos desde el 2011, el espinoso tema entró en la agenda de la Conferencia Episcopal, la curia colombiana está aún lejos de promover decididamente una revisión a fondo de lo que sucedió en el pasado, situación reconocida por el mismo cardenal Rubén Salazar.

“En el país no estamos capacitados todavía para hacer este tipo de investigaciones (…) Creo que aún nosotros no somos lo suficientemente conscientes de que este es un problema que ha afectado y sigue afectando a la Iglesia”, le dijo la máxima cabeza del catolicismo en Colombia a este diario.

Las cuentas que hace la Conferencia Episcopal son de cerca de un centenar de casos denunciados. El exfiscal Élmer Montaña —quien es abogado de cuatro víctimas en Cali— asegura que ya hay 53 procesos documentados y, al menos, otros 80 en etapas preliminares de investigación, con víctimas que hoy tienen entre 40 y 50 años.

Esas cifras son tan solo la punta del iceberg. De hecho, la investigación por uno de los mayores escándalos de la Iglesia en el país, el del padre Efraín Rozo, fue cerrada en el 2007 por el Tribunal Eclesiástico de Bogotá, a pesar de que el religioso —toda una figura pública entre los años 60 y 80 por su participación en clásicas ciclísticas— reconoció en un proceso similar en Estados Unidos haber abusado de decenas de menores.

De cara a los nuevos vientos que soplan desde el Vaticano, la Conferencia Episcopal completa ya varias reuniones con la Fiscalía para afinar los protocolos de entrega de sus archivos de denuncias contra religiosos por pederastia y otros abusos sexuales.

Mario Gómez, jefe de la Unidad de Infancia y Adolescencia de la Fiscalía, aseguró que se está haciendo un barrido nacional de procesos contra religiosos y que se revisarán los casos archivados para determinar si esas decisiones fueron ajustadas a la ley.

El Fiscal explica que ese barrido servirá para determinar si hay patrones en el accionar de los pederastas y, además, establecer si hay responsabilidad penal de superiores que no actuaron para detenerlos, a pesar de que tenían información de sus delitos.

El camino por recorrer para la Iglesia será largo, y el punto de partida será crear desde adentro conciencia sobre los alcances de ese flagelo, así como reconocer que en más de una ocasión los agresores terminaron protegidos porque los cambiaron de diócesis, no obstante que ya había denuncias. Un pecado, el encubrimiento, que ha cobrado cabezas de poderosos obispos en Chile, Estados Unidos y Europa.

Ya había denuncias

Un reportaje de EL TIEMPO reveló, hace dos semanas, la lista de curas colombianos que tienen procesos de pedofilia en EE. UU. y cómo algunos de ellos regresaron sin haber ajustado sus cuentas con la justicia federal.

Entre los condenados y procesados en Colombia hay varios que también pasaron de una parroquia a otra, dejando una estela de víctimas. El sacerdote y profesor Jairo Alzate Cardona murió en la cárcel La 40 de Pereira, pagando una condena de 7 años por abusar sexualmente de un niño de 10 años en el 2011.

Pero ese no fue su primer crimen. Se había acogido a sentencia anticipada en 2002 por abusar de una niña de 9 años y, en el 2008, fue denunciado por atacar a un niño de 11 años.

Cuando lo volvieron a capturar por nuevos cargos de pederastia, el obispado le había permitido volver a otra parroquia como ayudante. Monseñor Francisco Arias Salazar, entonces vicario jurídico de la diócesis de Pereira, justificó así ese hecho: “Cuando se observó un cambio (en la vida del sacerdote) y tras la promesa firme de no volver a tener este tipo de faltas, se le permitió ayudar en la parroquia de la Santísima Trinidad. Mientras estuvo allí, no se recibió en la curia ninguna queja de mal comportamiento”. Todas las investigaciones contra Alzate precluyeron en el 2015 por su muerte.

La lista de la trashumancia de depredadores sigue. A Hernando de Jesús Ruiz Zabala, sacerdote de Yarumal, Antioquia, lo condenaron a 70 meses de prisión en 2007 por abusar de un niño de 5 años en un hogar de Bienestar Familiar. En 2017, apareció como asistente del cura principal de la parroquia de San Andrés de Cuerquia, dependiente de la diócesis de Santa Rosa de Osos, e incluso fue fotografiado en un bautismo.

Prófugo de la Interpol

Uno de los casos más graves es el del exsacerdote y profesor Danilson Mena Abadía, quien llegó a cambiar su identidad (se llamaba Antonio José Mena Abadía) para eludir sus procesos y así logró por décadas seguir vinculado a la actividad religiosa.

Hay denuncias de niñas agredidas desde 1997 en Colombia, y su nombre está en una circular roja de Interpol por una condena por violación que le impuso un juez de Nicaragua en 2001. Apareció después en una parroquia de Bolivia, estuvo en la diócesis de Engativá, Bogotá, donde fue denunciado por agredir a una niña de 13 años; incluso fue capturado.

Finalmente, terminó de nuevo en Quibdó, la diócesis donde se había ordenado y donde en 2013 habría violado a otra niña, quien tuvo un hijo suyo. Lo capturaron hace medio año, dictando clase en una universidad.

Y otra historia de escándalo es la del padre Roberto Antonio Cadavid. Él es uno de los que están en la lista negra de Estados Unidos y logró llegar hasta una parroquia en Brooklyn, Nueva York, con una recomendación de la Arquidiócesis de Medellín. Su vida sacerdotal de más de 30 años está salpicada de acusaciones de pederastia.
El obispo de Medellín, Ricardo Tobón López, ha sido cuestionado por su supuesta tolerancia con casos como el de Cadavid y otros denunciados que han logrado seguir en el ministerio religioso. Hay pruebas de que Cadavid habría pagado a varias de sus víctimas para acallarlas.

En los últimos cinco años, la Iglesia en Colombia empezó a tomar medidas para tratar de cerrarles el paso a los pederastas. Así hay dos documentos de la Conferencia Episcopal que poco se conocen entre los colombianos y en los que se plantean medidas para prevenir e investigar los abusos sexuales perpetrados por religiosos.

Pero también incluyen artículos polémicos que, de alguna manera, podrían justificar internamente por qué a probados depredadores no se les aleja de la actividad clerical. Además, en ninguno de ellos está explícita la clara decisión de buscar, activamente, la verdad de lo que ocurrió en el pasado.

En esos decretos diocesanos, que deben ser, a su vez, adoptados por cada obispo (que se conozca, la única que lo ha hecho es la Arquidiócesis de Bogotá), se establece que “ningún menor de edad podrá residir establemente en las instalaciones eclesiásticas diocesanas o residencia de sacerdotes, a menos que exista una causa grave que lo justifique”. También, que “ninguna persona puede servir como supervisor o acompañante de una actividad eclesial con menores, si ha sido objeto de condena judicial por un delito que pudiera poner en riesgo la integridad física o moral de un menor”.

Los religiosos tienen la orden de “evitar situaciones de contacto físico inapropiado y el uso de un lenguaje o expresiones inadecuados”. Y entre las medidas está el control de la internet en despachos curales para rastrear el acceso a sitios de pornografía.

También se ordena que cuando se traslade a un clérigo a otra circunscripción, el obispo de la diócesis de origen deberá “informar sobre la eventual existencia de acusaciones de abuso sexual en su contra”. Pero a la par de esas medidas de protección hay afirmaciones polémicas. Así, es posible que un abusador vuelva al ministerio religioso, salvo que haya amenaza inminente contra menores o “riesgo de escándalo para la comunidad”.

Igualmente, se señala que “las acciones delictivas del clérigo infractor y sus eventuales consecuencias civiles o penales, incluido el posible resarcimiento de daños, son responsabilidad exclusiva del acusado y no del obispo o de circunscripción eclesiástica”, en contravía de la línea marcada por las altas cortes.

Tres pasos claves para llegar a la verdad de este flagelo

Con el acompañamiento de religiosos y voceros de las víctimas, EL TIEMPO plantea estos interrogantes de fondo a la Iglesia católica en Colombia sobre la manera como ha enfrentado el flagelo de la pederastia.

1. Verdad, esencial para la reparación

La Iglesia católica ha jugado en las últimas tres décadas un papel clave en la búsqueda de la paz en el país y la defensa de las víctimas del conflicto armado.

Sus obispos han sido también abanderados de la reconciliación a través de la verdad ofrecida por los victimarios. Sin embargo, ese papel fundamental en la búsqueda de la verdad de lo sucedido en la guerra no se ve cuando se trata de establecer los alcances de la pederastia en la Iglesia.

Más allá de la actitud abierta a recibir las denuncias, hasta ahora no se ha establecido una ruta explícita y organizada para tratar de establecer la verdad y que haya justicia y reparación apara las víctimas de la pederastia, sin importar los años que hayan pasado.

2. Convocar a los fieles a denunciar y prevenir

El domingo pasado, muchos curas del país les hablaron a sus fieles sobre el mensaje de cero tolerancia a la pederastia enviado por el papa Francisco. El tema aparece con frecuencia en las homilías, pero podrían darse pasos mucho más decididos. Uno de ellos, convocar a los fieles en las misas a denunciar casos de abusos sexuales en las iglesias, así como mantener publicaciones en los templos sobre la ruta de denuncia establecida por cada diócesis. Eso no está por ahora en los planes de la curia.

3. Lupa a los delitos conexos

Otro frente es la investigación contra los que por acción u omisión permitieron que sacerdotes abusadores siguieran activos a pesar de denuncias previas. Que se conozca, no hay hasta ahora ningún proceso interno por este asunto. Y no hay datos consolidados de los casos contra miembros de órdenes religiosas, pues estos no dependen de la Conferencia Episcopal.

Participaron en este reportaje multimedia: Marta E. Soto, Carol Malaver, Carolina Becerra, María C. González, Luis A. Miño, José Mojica, Daniel Valero, Sair Buitrago, Guillermo Reinoso, Sandra Rojas, Juan Camilo Melo y María Eugenia Lombardo. Coordinación: Jhon Torres.

Explore el cubrimiento especial sobre la pederastia cometida por la Iglesia en Colombia aquí.

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