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Papismo, apatía y antipapismo en los alrededores de la Sagrada Família

Los vecinos que no toleran las molestias solo esperan el fin del viaje de Benedicto XVI

A Cristina, el viernes, por la visita del Papa, la pararon los Mossos y le pidieron la documentación. Cristina tiene 13 años; eran las ocho de la mañana; llevaba una mochila al hombro; se dirigía al colegio. «Les dije que llegaba tarde, que el DNI lo tenía arriba, que no me hicieran subir. Pero me hicieron subir. Cuando llegué al colegio y dije que llegaba tarde porque los Mossos me habían parado… pues claro, no me creyeron».

Por la visita del Papa, también, a su madre le han cortado la señal de televisión, el teléfono, la conexión a internet y el móvil. O dice, en cualquier caso, que la culpa es del Papa. «Están haciendo pruebas para inhibir las señales de móvil, para evitar atentados, y quién sabe qué más. El caso es que no es normal que estos días haya fallado todo de golpe. Y no es solo a mí: es a todos los vecinos».

LOS INDIGNADOS / Madre e hija viven en el pasaje de Simó, a menos de 100 metros de la Sagrada Família, y pertenecen al sector vecinal más indignado por las incomodidades que causa el Pontífice: indignados porque del barrio volaron los contenedores, por tener que mostrar la documentación, indignados por el jaleo e indignados por la abundancia de periodistas, y porque las cámaras los filman sin preguntar.

Muy, muy indignados.

Los indignados, básicamente, mandan a paseo al Papa, consideran un incordio que venga al barrio y solo esperan una cosa: que se marche.

Marco y Alba. Se casaron hace poco. Él es chileno. «Y aún no tengo el DNI español, así que para poder salir de casa me dijeron que sacara el libro de familia. Y no es broma». Los dos viven en Rosselló con Sardenya, es decir, en el radio hirviente de influencia papal. «La verdad -dice ella- es que nos da un poco igual que venga el Papa, pero para evitar el jaleo nos vamos a ir a dormir a otra parte. Intentamos alquilar el piso, pero no es que estemos precisamente en primera línea de mar, y además me parece que pedimos mucho». Marco escucha, la deja terminar y dice luego que no se van solo por el jaleo. «Para ser totalmente sinceros, hay un poco de miedo, de inquietud, en esto de irnos. Quién sabe… un atentado… Sí, ya sabemos, lo más seguro es que no pase nada, pero estar en el centro de todo no da mucha tranquilidad».

LOS RESIGNADOS / Marco y Alba pertenecen al sector vecinal más resignado: los que entienden (o dicen entender) que estas cosas pasan. Como Isabel Maldonado, que vive en Castillejos con Gaudí y dice, refiriéndose al ajetreo, al montaje, a las pruebas de sonido, a la toma del barrio, en resumen, que «estos últimos días han sido agobiantes», con un resoplido al final para subrayar lo de «agobiantes»; como, también, José María Ruiz, propietario de un quiosco en Rosselló con Sardenya y que no estaba muy seguro de poder recibir los periódicos del día; o como Dulce Castillo (Marina, esquina con Rosselló), devota del Pontífice pero tan enfermizamente reacia a las multitudes que mejor, dice, que no viniera.

Pero, en general, los resignados aguantan. Es lo que hay, dicen.

LOS ENCANTADOS / Y están, finalmente, los que se definen en los antípodas de los indignados, y a una distancia más que prudente de los resignados: los encantados. Encantados no solo de que venga el Papa, sino de que venga a su barrio; encantados con que parte de la misa la diga en catalán; encantados, en fin, con que le muestre al planeta («le va a mostrar al planeta…») la Sagrada Família. Y que dicen cosas como: «Me parece de mal gusto que se hable de dinero», que lo dijo Ramon Vilapensi, o: «Mañana estaremos en primera fila», que lo dijo Ángela Rodríguez (vive en Mallorca con Marina), o simplemente: «Nos quejamos por vicio», que lo dijo Anna Pueyo, propietaria de Pueyo Calçats (Sardenya, entre Rosselló y Provença), justo antes de explicar que hoy abre porque igual es buen día para vender.

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