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Pakistán, escuela de zombies

La madrasa de Hazarat Mia Wada Sahib, situada en uno de los barrios populares de Lahore, es humilde pero presume de albergar en su jardín interior la tumba de su santo fundador. El director de esta escuela coránica, Mohamed Zaká, nos la muestra orgulloso, ante la mirada entre asustada y curiosa de tres devotas, sentadas junto a la lápida.
 
La presencia de mujeres y el culto a los muertos son signos evidentes de que estamos en el interior de una madrasa moderada de la secta suní «brelwi», mayoritaria en Pakistán. La secta radical wahabí —importada de Arabia Saudí— prohíbe de modo terminante tanto la presencia de mujeres como la oración por los difuntos, que considera una práctica idólatra.
Mujid, siete años, merodea junto a nosotros con su gorrito de encaje para el estudio del Corán. Mujid quiere ser piloto, pero cambió la escuela pública laica por la madrasa «porque me pegaban con la vara». Al terminar aquí sus estudios podrá optar a varios oficios religiosos, desde el de ilustre profesor en teología islámica o mulana hasta el de imán o jefe de mezquita, pasando por otros más modestos como el de «hafiz», una suerte de trovador coránico para aniversarios y entierros.
En el interior de la madrasa un grupo de adolescentes acuclillados se balancea sobre el Corán con el rostro en trance. El ritmo pendular del cuerpo facilita la memorización exacta de los versículos, o al menos así se piensa desde hace generaciones. Por indicación de uno de los profesores, uno de ellos puesto en pie recita para el visitante una sura del libro sagrado. «¡Es impresionante —glosa al final el maestro con aire satisfecho—, son capaces de aprenderse de memoria los 6.666 versos del Corán en sólo cuatro años!».
«La madrasa de Hazarat es una escuela buena —me cuenta más tarde mi guía Zafer, un cristiano paquistaní, mientras saboreamos el té en casa de su primo rodeados de almanaques del Sagrado Corazón—; en otras se encadena a los niños y se les obliga a memorizar con la vara».
Se calcula que en Pakistán existen entre 10.000 y 40.000 madrasas, una horquilla sorprendente porque en realidad nadie sabe exactamente cuántas hay. Ni tampoco cómo controlarlas para que en ellas no se difunda una visión radical del islam y la «guerra santa» contra los infieles. Lo cierto es que se han multiplicado en los últimos años de gobierno presuntamente laico del general Pervez Musharraf, al que la Administración Bush sigue calificando de «aliado clave en la lucha contra el terrorismo global».
En la cuna de los talibanes
Kathly Ganon, la veterana corresponsal de Associated Press y autora de un libro sobre el islam en Pakistán, coincide en que el país «se ha islamizado mucho en los últimos años, en gran medida porque el Gobierno ha fracasado en sus intentos de modificar el plan de estudios de las madrasas para que en ellas se aprenda algo más que el Corán».
Para Noor Mohammad, uno de los comerciantes más prósperos de Peshawar, la ciudad donde la secta wahabí impone su disciplina, el problema de fondo es el desastre de la educación estatal laica. «Las madrasas —dice— tienen mucho dinero, y ofrecen todo gratis, las clases, la comida y el alojamiento; es lógico que muchísimas familias pobres decidan enviar a ellas a sus hijos antes que a las escuelas estatales».
La madrasa de Jamia Haqania, situada en la localidad de Akora Khatak, cerca de Peshawar, es posiblemente la mayor de Pakistán y sin duda una de las más radicales. Aquí estudiaron en la década de los 80 y los 90 algunos de los principales líderes talibanes (estudiantes de teología), antes de viajar a la vecina frontera afgana para lanzar el «yihad» primero contra los soviéticos y luego contra los norteamericanos.
Jamia Haqania es un complejo muy vasto, con zonas residenciales para unos tres mil jóvenes y niños de todo el país. Los más jóvenes atienden la escuela de «hafiz», el estudio memorístico del Corán. Los mayores estudian la interpretación integrista del libro sagrado, que predican los maestros con la ayuda de los altavoces sobre un mar de jóvenes barbudos sentados en la explanada central.
«El Gobierno nos ha prohibido tener alumnos extranjeros, así que todos nuestros alumnos son paquistaníes», afirma Sami ul Haq, jefe de la madrasa, senador federal y líder del principal partido religioso del país, arropado en el aura pacífico de quien no ha roto nunca un plato. ¿Qué enseñanza dan del «yihad», la guerra santa? «Enseñamos que es levantar la mano para parar la del agresor». «¿Cómo interpreta que en su escuela estudiaran los principales comandantes talibanes?». «No soy responsable de sus actos posteriores; tengo alumnos que prosiguen sus estudios en Estados Unidos, y tampoco me siento responsable de ello». Ningún flanco demasiado abierto. Sólo quizá la foto que preside la estancia, en la que aparece Sami ul Haq en un mitin elevando con la mano izquierda un kalasnikov y con la derecha un ejemplar del Corán. «Eso es parte de nuestra historia», responde con una sonrisa irónica.
Ul Haq sabe que el movimiento integrista paquistaní, para algunos el más poderoso del mundo, se ha fortalecido con las guerras de Irak y Afganistán. Aunque los sondeos muestran que la mayoría del electorado del segundo país musulmán del mundo opta por la moderación (los partidos religiosos alcanzaron en 2002 su techo electoral del 11 por ciento), el presidente Musharraf necesita a los integristas para conservar el poder. Y el estatus privilegiado de las madrasas es, hoy por hoy, innegociable.
Cheque en blanco
La financiación de las escuelas coránicas no crea problemas. El dinero fluye de las arcas del Estado —a través del impuesto religioso, «zakat», que deben pagar todos los años los musulmanes— y de las fundaciones islamistas del Golfo Pérsico, bien asentadas en los petrodólares. Además del 2,5 por ciento de las cuentas corrientes, «el Estado percibe otro 2,5 por ciento del valor de nuestras joyas, ¡y eso todos los años!», se queja con amargura Bina, una rica musulmana de Lahore.
La cantera de integristas autómatas que supone la existencia de centenares, o quizá miles, de madrasas radicales en Pakistán es uno de los problemas más lacerantes para la clase intelectual paquistaní. «Ningún gobierno será capaz de acometer el cambio real en este país hasta que no tenga agallas para afrontar los problemas sociales, entre otros el plan de estudios de las madrasas», advierte de modo tajante el escritor y periodista Ahmed Rashid.

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