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Olvidos de la iglesia católica

Es sorprendente que se aliente el olvido por parte de una confesión religiosa que desde la memoria nutre la esperanza. De ahí lo chocante de las palabras del presidente de la Conferencia Episcopal Española cuando en su última Asamblea declaró que “a veces es necesario saber olvidar”. Prescindiendo, al parecer, de que no puede haber reconciliación desde la amnesia, invitaba al olvido para recuperar –decía– el espíritu de la Transición: una muestra más de cómo los recuerdos operan a veces de forma interesadamente selectiva.

Mas en esa invitación a recusar la llamada Ley de memoria histórica asomaba la inclinación de la Iglesia católica española o, mejor, del sector del episcopado que monopoliza su palabra, a recaer en otros olvidos. La Iglesia olvida que la sociedad española es una sociedad secularizada, es decir, emancipada de la tutela que la institución eclesiástica ejerció sobre ella durante siglos. Del olvido de ese hecho sociocultural provienen las manifestaciones de nacional-catolicismo con las que representantes eclesiásticos bombardean a la opinión pública.

Si tales residuos nacional-católicos sólo afloraran esporádicamente, el asunto no pasaría de malhadados síntomas del lastre de un catolicismo vinculado tiempo atrás en España a sus clases dominantes, a las posiciones más conservadoras e incluso a la dictadura franquista, a la que legitimó desde la bendición de la Guerra Civil como “cruzada”. La cuestión es que esos posos pesan demasiado y emergen a la escena pública cada vez que se manifiestan portavoces eclesiásticos en los que precisamente pesan poco los posos del Concilio Vaticano II –el cual, por otra parte, deslegitimó ese nacional- catolicismo–.

Un ejemplo de ese olvido lo hemos vuelto a encontrar el pasado día de la Toma de Granada, recordando aquel 2 de enero de 1492 en que los Reyes Católicos consumaron la conquista del reino nazarí. Que una fiesta como la Toma se debe al relato mitificado de la Reconquista es indiscutible. En una celebración donde lo religioso y lo político se entremezclan en maraña tal que ningún bisturí laicista ha desenredado, aún se refuerza dicha mitificación por parte de la Iglesia a través de palabras como las del Arzobispo de Granada en su homilía.

Como las crónicas han reflejado, destacó que la Toma, “culminación de la Reconquista”, fue “la victoria que terminó con ocho siglos de sufrimientos, intolerancias y devastaciones”. Un discurso así asume que a partir de entonces España entró en la vía regia de la Monarquía Católica que había de conducirla al Imperio cristiano. La referencia a la condición de Granada como ciudad de “convivencia” entre culturas oculta el supuesto que permanece tras un discurso que no ha dejado de ser nacional-católico, es decir, que no ha dejado de sostener que el cristianismo, en la versión del catolicismo más integrista, es el elemento definitorio de la identidad nacional.

El asunto viene de lejos. Recordemos aquel dicho del profesor García Morente en la posguerra –“quien dice ser español y no ser católico, no sabe lo que dice”– que encuentra eco en el Arzobispo de Toledo cuando, como consta en las hemerotecas, afirma que “la identidad cristiana es la que ha unido a todos los pueblos de España”. Desde esa premisa salen conclusiones como ésta: “la familia en España es una familia cristiana, aunque no sea practicante”. Del olvido de que estamos en una sociedad secularizada se sigue el de que se trata de una sociedad pluralista.

A ese intencionado olvido, vinculado a la resistencia a perder privilegios, se debe, por ejemplo, la descalificación de la propuesta de reforma de la Ley de Libertad religiosa. Se quiere prescindir del hecho de la diversidad de creencias que presenta la sociedad española, con un pluralismo acentuado por las diferentes culturas, y las tradiciones religiosas venidas con ellas, que ya están entre nosotros. El hasta ahora cardenal primado de Toledo tampoco ha tenido empacho en postular que tal reforma de la Ley “trata de erradicar nuestras raíces cristianas más propias”.

Un tercer olvido se desprende de los anteriores: el de que vivimos en una sociedad democrática, con todo lo que supone, como que el Estado sea aconfesional. Al no tener eso en cuenta, el cardenal Rouco se puede permitir –como hizo en el último Sínodo en Roma– interpretar falazmente cualquier pretensión de avanzar en laicidad como expresión de ese “laicismo radical que desembocó en los totalitarismos del siglo XX”. ¿Aseveración de mala fe, ya que tales totalitarismos no fueron nada laicos dada su sacralización del poder?

O puede atreverse monseñor Martínez Camino, prescindiendo de los procedimientos por los que legítimamente se aprueban leyes en democracia, a decir, ante la reforma de la Ley de interrupción voluntaria del embarazo, que “los legisladores deben saber que los católicos no quieren eso”. Incurre en el exceso de pretender que la moralidad de una comunidad religiosa se imponga por ley a la sociedad sobre cuestión tan delicada, en la que confluyen distintas apreciaciones éticas y sobre la que hay que promover la legislación necesaria –y no para prescribir comportamientos obligatorios– para afrontar hechos que sólo hipócritamente se pueden ocultar.

¿Dejará atrás la Iglesia católica en España los olvidos acerca de que nuestra sociedad es una sociedad secularizada, pluralista y democrática? Quizá un encuentro por motivos de cortesía como el que esta semana ofreció el presidente Zapatero al cardenal Cañizares, antes de que éste vaya a Roma a desempeñar nuevas responsabilidades en el Vaticano, sirva abandonar los exabruptos de un lenguaje eclesiástico que ha llegado a decir que “la Iglesia en España soporta grandes ataques”.

[José Antonio Pérez Tapias es diputado del PSOE por Granada]

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