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Obama, el negacionismo y el islam

Al afirmar en El Cairo que era inaceptable dudar de la realidad de la Shoah, el presidente estadounidense ofreció una oportunidad inestimable a la reconciliación entre judíos y musulmanes. Un análisis de Jean Daniel, fundador de "Le Nouvel Observateur"
 
1 El escritor norteamericano de origen palestino Edward W. Said dijo en una ocasión a sus compatriotas árabes que era imposible comprender a los israelíes, los judíos americanos y toda la mentalidad judeocristiana occidental sin saber lo que había representado el proyecto nazi de exterminio de los judíos y lo que su recuerdo constituye todavía. Esta iniciativa tuvo mérito en su momento, porque los árabes, en general, tenían la impresión de sufrir una injusticia profunda cuando Occidente les exigía que "pagasen" por un crimen en el que no habían participado. Sin duda ha existido un antisemitismo árabe en algunas sociedades musulmanas (no en todas; también han sido muy hospitalarias en determinadas épocas), pero nunca han asumido, ni mucho menos, la forma ni la intención del exterminio. Pero Edward Said decía que, incluso para luchar contra un enemigo, era preferible conocerlo bien. En realidad, pensaba que eso permitiría transformar al enemigo en adversario y después, quizá, en interlocutor. Hacía, pues, el esfuerzo de comprensión que debería haber hecho Occidente. Pero veía que, a su alrededor, en Estados Unidos, se pensaba que la Shoah, el Holocausto, era un asunto exclusivamente judeocristiano y se consideraba natural que un Estado -y más un Estado judío como Israel- pudiera confiscar su memoria, que debería afectar a toda la humanidad. Por consiguiente, toda crítica contra el Estado de Israel podía ser sospechosa de antisemitismo y de hostilidad contra el país justiciero que se atribuía a sí mismo la misión de oponerse a los genocidas. No se puede estatalizar una memoria.

Ahora bien, hoy contamos con dos hechos esencialmente nuevos en la larga historia del conflicto palestino-israelí desde el rechazo árabe a la decisión de la ONU de reconocer Israel en 1948. Por una parte, la islamización de la resistencia palestina con la aparición de la revolución jomeinista en Irán, y por otra, la total "likudización" de la política estadounidense con George Bush. Esta convergencia explosiva ha llevado a la expansión del antisionismo, que, después de convertirse en antisemitismo, se ha vuelto cada vez más negacionista, tanto en las regiones próximas y lejanas del mundo árabe y el mundo musulmán como en las comunidades árabes y musulmanas arraigadas en los países occidentales.

2 El conflicto de Oriente Próximo ha terminado por consolidar una comunión de resentimientos entre las poblaciones árabes y musulmanas, divididas desde hace siglos por todo lo demás. No cabe duda de que ha habido muchas más desgracias y víctimas por las guerras entre árabes y entre musulmanes que -al menos, desde la batalla de Lepanto en 1571- entre musulmanes y cristianos o entre árabes y judíos. Ninguna guerra ha sido tan atroz como la que enfrentó a iraquíes e iraníes durante ocho años interminables (1980-1988) y cuyo balance fue un millón de muertos y al menos otros tantos heridos. Pero fue como si esa guerra formara parte de la normalidad histórica. No sorprendió a muchos arabistas, que observan que los musulmanes se sienten menos humillados por las heridas que se infligen entre sí que por las que sufren a manos de los infieles. Por consiguiente, no sirve de nada decir hoy que los árabes utilizan la realidad del conflicto palestino-israelí como coartada de sus impotencias. Cosa que es cierta. Pero una realidad no deja de existir porque sirva de coartada. En cualquier caso, la expansión del antisionismo, racista o no, ha ido rápidamente acompañada de la del islamismo radical o simplemente fundamentalista. Y ese islamismo alimenta, aviva y mantiene un antioccidentalismo exacerbado. El presidente iraní Ahmadineyad es quien mejor ha convertido ese comportamiento en estrategia. Según él, el Estado judío, que se beneficia de la solidaridad poderosa e incondicional de Estados Unidos, sólo alcanzó su existencia gracias a la explotación de un "supuesto" genocidio. Todo lo cual quiere decir que mediante la enseñanza del negacionismo y el antiamericanismo se logrará borrar a Israel del mapa del mundo.

3 Ante estos hechos, algunos políticos estadounidenses han llegado a la firme conclusión de que hay que empezar por hacer todo lo posible para acabar con el conflicto palestino-israelí. Su comportamiento ni es pasional ni está lleno de buenismo político. No van a acabar, ni lo pretenden, con un antisemitismo secular. Pero, por lo menos, se eliminaría una coartada del proselitismo islámico que poco a poco se ha convertido en máquina de guerra contra Estados Unidos. A un miembro del Estado Mayor del Ejército estadounidense que decía recientemente: "A pesar de todo, hay que ser conscientes de que Israel es nuestro mejor aliado estratégico en Oriente Próximo", un diplomático también estadounidense acaba de responderle: "Quizá, pero no recuerdo que tuviéramos enemigos en Oriente Próximo antes del nacimiento de Israel". Es verdad que se podría replicar que, al heredar el papel de Gran Bretaña, Estados Unidos heredó también sus enemigos.

4 Esto muestra ya una evolución de la mentalidad estadounidense respecto a las posiciones de los grupos de presión reunidos en la institución que trabaja para el Likud en Washington (AIPAC) y, más en general, de la tendencia neoconservadora. Desde luego, personajes como Jimmy Carter y Zbigniew Brzezinski, George Bush padre y James Baker, Bill Clinton y Madeleine Albright, demostraron que eran conscientes de la gravedad del problema aunque parecieran impotentes a la hora de resolverlo. James Baker no dudó en ejercer sobre las autoridades israelíes una presión tan inédita como eficaz, y Bill Clinton, hacia el final de su mandato, encontró en Ehud Barak a un interlocutor audaz. Pero los atentados del 11 de septiembre contra las torres de Manhattan y la desastrosa reacción de la guerra de Irak otorgaron a Israel un papel de "vanguardia contra el terrorismo", mientras que la deplorable intervención israelí en Gaza, la división de los palestinos y la prioridad concedida a la amenaza iraní, en alternancia con Hezbolá en Líbano y Hamás en Palestina, han conseguido privar de su carácter urgente a la resolución del conflicto palestino-israelí. Porque, si en Jerusalén se ha oído muchas veces a los líderes de la extrema derecha israelí tachar a los árabes de enemigos hereditarios, en algunos hoteles de los países del islam considerado moderado todavía se ofrecían, hace poco, el Protocolo de los Sabios de Sión y las obras negacionistas de Roger Garaudy y Robert Faurisson. Sobre todo, no olvidemos que las nuevas mitologías de la juventud de muchos países del islam incluye como héroes adorados a Bin Laden, Ahmadineyad, el libanés Nasralá y todos los autores de atentados que nosotros consideramos racistas.

5 Y entonces llegó un hombre que se llama Barack Hussein Obama. Está hecho, por sus orígenes, su nacimiento y su formación, para comprender todos los aspectos de este problema. Todos los aspectos, incluida la necesidad de reafirmar la perpetuidad de los vínculos entre Israel y Estados Unidos y confirmar las obligaciones que impone el recuerdo de la Shoah y la lucha contra el antisemitismo. De su discurso de El Cairo se ha subrayado sobre todo su solemnidad al expresar una voluntad de reconciliación entre Estados Unidos y el islam. Las palabras escogidas, el respeto a los ritos, la complejidad de las referencias religiosas y la sinceridad evidente y profunda con la que se formuló la proclamación hicieron que ésta tuviera un eco considerable entre los musulmanes. No existe precedente para este fenómeno de opinión. Pero igualmente importante en ese discurso -pronunciado en una ciudad reconocidamente árabe, la capital de Egipto- fue la afirmación repetida de que es inmoral e inaceptable poner en duda la realidad de la Shoah y el calvario sufrido por seis millones de deportados.

6 En la situación actual, ningún hombre de Estado, sea o no musulmán, habría sido capaz de hacerse oír por la opinión pública árabe propugnando uno de los principios fundadores de Occidente desde la Segunda Guerra Mundial: la defensa del recuerdo de la Shoah. De modo que esta actuación excepcional debería ser elogiada por todos los representantes y las clases dirigentes de las poblaciones judías y sus aliados. Todos los estudiantes de la Universidad de El Cairo, si no aplaudieron, al menos escucharon en un silencio respetuoso hablar del derecho a la existencia de Israel y la condena del antisemitismo, porque tales afirmaciones fueron acompañadas de un emotivo homenaje al islam y a la solemne promesa de no olvidar jamás la suerte de los palestinos. Ese día, todos los judíos del mundo -y, por supuesto, todos sus aliados- deberían haber comprendido que tenían la oportunidad de refrenar la propagación de un antisionismo de carácter antisemita y racista y separar las enseñanzas de la Shoah de todos los conflictos pasionales y territoriales.

7 Dentro de esa visión del mundo, es preciso que se revise la actitud negativa del actual Gobierno israelí respecto a Barack Obama. La obstinación en llevar adelante la política de asentamientos en Cisjordania y Jerusalén sería, para la comunidad internacional, una desautorización terriblemente imprudente de Obama por parte del Estado de Israel. Sería pura y simplemente condenar al fracaso la misión del senador George Mitchell, que ha empezado a obtener resultados muy positivos en el mundo árabe. Y eso es muy grave. Bajo la influencia, por lo visto, de un nuevo movimiento entre los judíos americanos (los "J-Street"), Netanyahu quizá está empezando a comprender que no sirve de nada especular sobre la bajada de popularidad de Barack Obama para ganar tiempo. Eso es un avance. Pero se puede observar en él la voluntad de ignorar toda una estrategia geopolítica (y espiritual) concebida para lograr que el islam y Occidente acaben compartiendo unos valores universales encarnados en el respeto a la Shoah. Hace poco, se ha creado una asociación francesa presidida por Simone Veil -hay que hacerle justicia- para traducir al árabe, persa, turco, hindi, pashtún, dari, etcétera, la historia de la Shoah. ¡Gran iniciativa! Tardía, desde luego, pero más indispensable que nunca para dar fe de que esta historia no pertenece ni a Israel ni a los judíos, sino a toda la humanidad. Ése es también el objetivo de un ambicioso proyecto denominado "Aladin", patrocinado por la UNESCO y que ha recibido la adhesión de trescientas personalidades musulmanas. El rey de Marruecos les dirigió un mensaje audaz y emocionante en el que recordó que su abuelo, Mohammed V, se opuso a la aplicación de las leyes antisemitas de Vichy en el reino jerifiano y que ordenó que se acogiera a numerosas víctimas europeas de los nazis.

Hasta ahora, la fidelidad sacralizada -con razón- a la memoria de la Shoah hacía que se ignorase el mundo árabe-musulmán. El 60º aniversario del Estado de Israel se celebró con toda pompa en Nueva York, Buenos Aires y París, pero sin que en ningún momento un gran rabino, un jefe de comunidad o un premio Nobel pensara en evocar el hecho de que la gloria de Israel era motivo de duelo para cientos de millones de musulmanes. Yo soñé con lo que podrían haber dicho, con su emocionante inspiración, un Léon Blum o un Mendès France: los dos supieron hablar a los árabes con la idea noble y exigente que tenían del honor del judaísmo francés. Pensé en la inspiración y el mensaje del irreprochable gran rabino Sirat. Me invitaron a aguardar la voz muy respetada de Gilles Bernheim, pero no oí nada. El gran Simón Peres, presidente de la República, intocable, pero en estas circunstancias, por desgracia, irresponsable, no se ha alzado por encima de los dos pueblos para celebrar la paz más que la victoria de uno de los dos protagonistas enemigos. Es exactamente lo contrario de lo que nos invitó a hacer Obama, que ha sido el único en abrir esa brecha. La indiferencia que suscitó en su momento entre demasiados responsables judíos fue prueba de una ingratitud desconcertante o de una ceguera peligrosa. Con el magnífico proyecto "Aladin" asistimos a un lanzamiento notable. Hay que hacer todo lo posible para ayudar a sus promotores. Pero éstos deben ser conscientes, como Barack Obama, de que ya no se puede pretender luchar con eficacia contra los negacionistas sin enfrentarse a quienes se oponen a los esfuerzos para alcanzar la paz entre los dos pueblos, el israelí y el palestino.

Si queremos (¡qué sueño!) que el libro de Primo Levi Si esto es un hombre pueda estar presente, un día, en los hoteles del Magreb y de Riad, y que sea posible ver Nuit et brouillard, de Alain Resnais; Shoah, de Claude Lanzmann; La decisión de Sophie, de Alan J. Pakula, y La lista de Schindler, de Steven Spielberg, en algunas filmotecas atrevidas de Argel, Bagdad y Kabul, sería precisa nada menos que una movilización de Occidente para ayudar al presidente estadounidense a llevar a cabo una tarea que él considera una misión. Ay de aquellos, sean quienes sean, a los que la historia pueda acusar un día de ser responsables del fracaso de Barack Obama en este ámbito.

Jean Daniel, fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur, recibió en 2004 el Premio Príncipe de Asturias. Sobre Oriente Próximo ha publicado Dieu est-il fanatique? (Arléa), La prison juive (Odile Jacob) e Israël, les Arabes, la Palestine: chroniques 1956-2008 (Galaade). Acaba de publicar Les Miens (Grasset). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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