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Nuevo estatuto de la escuela católica en Francia

El nuevo estatuto de la escuela católica en Francia refuerza la integración de la institución escolar católica en esa estructura piramidal de la Iglesia.

N. de la R. – El 5 de octubre del presente año, la CEDEC (Chrétiens pour une Église Dégagée de l’École Confessionnelle, asociación de cristianos franceses partidarios de una Iglesia separada de la escuela confesional) celebró en Tours el coloquio sobre la libertad de conciencia, fundamento de la laicidad.ReSPUBLICAsigue con atención y simpatía los trabajos de este movimiento y señala que las actas íntegras del coloquio se podrán solicitar (precio: 10 euros) a dicha asociación (dirigirse a:  Monique Cabotte-Carillon, presidenta de la CEDEC).
En ellas se encontrará la intervención de Henri Peña Ruiz, así como la de Eddy Khaldi, que ya está accesible en línea: «Réforme des rythmes scolaires. Activités périscolaires des écoles privées».
A continuación se podrá leer una parte de los análisis, muy detallados y críticos, de los otros dos ponentes sobre el nuevo Estatuto de la escuela católica, publicado el 1 de junio de 2013 y que sustituye el de 1992, para asegurar, según J. Haab, un «cerrojazo» aún mejor garantizado por la jerarquía de la Iglesia.

Algunas observaciones básicas

Por Jean Riedinger, Secretario del Observatoire Chrétien de la Laïcité (OCL, Observatorio Cristiano de la Laicidad)

Es un texto cuyas incoherencias y contradicciones no logra disimular la palabrería eclesiástica, y del que se desprende claramente lo que André Vingt-Trois resumió tan bien hace ya unas semanas, antes de que el Estatuto se publicase oficialmente: existe el riesgo de que la enseñanza católica se limite a ser una rama cualquiera de la enseñanza privada. «La enseñanza católica es, ante todo, confesional».
De la lectura de las páginas generales de presentación de la primera parte del Estatuto (la responsabilidad educativa de la Iglesia) y algunos sondeos esenciales en el resto del texto, relativos, en particular, a las estructuras de gestión del sistema nacional ultracentralizado, extraigo lo siguiente: la enseñanza católica no es una rama cualquiera de la enseñanza privada; es la institución social escolar querida por Cristo, de lo cual se deduce que la enseñanza católica es, ante todo, una estructura enteramente sometida a la dirección del Episcopado, mandatado desde hace 2000 años por Jesús, es decir el propio Dios en (segunda) persona.
No desarrollaré lo que conocemos perfectamente de la estructura actual, jerárquica e imperial, de la Iglesia Católica. Pero señalaré que el nuevo estatuto de la escuela católica en Francia refuerza la integración de la institución escolar católica en esa estructura piramidal de la Iglesia. ¿De qué manera?

En la cuarta parte, sección 1, se precisa en qué consiste la necesidad de tutela: «Una escuela católica recibe su misión de la Iglesia, que está en el origen de su fundación. La existencia eclesial le viene dada por la autoridad de tutela. Así, pues, todo centro católico de enseñanza depende necesariamente de una autoridad tutelar, mandatada o reconocida por el obispo local… » (art.178). La palabra «reconocida» está ahí para agradar a las congregaciones con «vocación» educadora, que temen por la autonomía de su pedagogía y por la gestión propia de los centros creados por ellas.

Todos, tanto si están bajo tutela diocesana o de una congregación, «velan por que sus distintos centros sigan las orientaciones pastorales definidas por el obispo para su diócesis» (art. 180). Habrá «bronca» entre los obispos liberales y los integristas… Pero se observa que, a nivel nacional, se prevé un sólido blindaje. ¿Será «eficaz»? Quizá sí… o quizá no. Ya veremos si los conflictos importantes entre obispos se apaciguan, como suele suceder, para evitar causar mala impresión a la opinión pública y hacer creer en la unidad (confundida con la unicidad) de la Iglesia (de la jerarquía eclesiástica).
A nivel nacional, «el presidente del Comité nacional de enseñanza católica (Comité national de l’Enseignement catholique) es el obispo designado a ese efecto por la Conferencia Episcopal francesa» (art. 335).

Por otra parte, el artículo 355 establece lo siguiente: «El secretario general de la enseñanza católica es elegido por la asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal, a propuesta del Consejo permanente de la Conferencia Episcopal francesa y previa consulta del Consejo episcopal para la Enseñanza católica, que solicita el dictamen de los miembros de la Comisión permanente del Comité nacional de Enseñanza católica.» (Art. 355).

Así pues, como los obispos reciben su mandato del Papa, los centros de enseñanza católica dependen de una aristocracia a las órdenes de una Autoridad cuya estructura imperial, monárquica, es absoluta, en razón de su pretendido origen divino.

Recordemos lo que prevé la Ley Debré sobre la noción de contrato:

«Los centros de enseñanza privada de primer grado, segundo grado y de enseñanza técnica, si responden a una necesidad escolar reconocida, pueden solicitar la celebración con el Estado de un contrato de asociación a la enseñanza pública (art. 4) » (…)
«Los centros de enseñanza privados de primer grado pueden celebrar con el Estado un contrato simple por el cual los maestros reconocidos reciben del Estado su retribución, determinada, principalmente, en función de su titulación y con arreglo a un baremo fijado por decreto.
Este régimen es aplicable a los centros privados de segundo grado o de enseñanza técnica, previo dictamen del Comité nacional de conciliación.
» (Art. 5)

No hace falta ser un jurista experto para observar que el nuevo Estatuto de la enseñanza católica (como ya era el caso del antiguo) descarta la posibilidad de que un centro privado que se declara confesional católico celebre un contrato con el Estado al margen de la estructura jerárquica de la Iglesia y de las decisiones de la cascada de autoridades mandatadas, del Vaticano al obispo local.
Esto no es una novedad. Hace tiempo que los obispos tienen el poder en este asunto. Y el Estado cumple su parte, tratando y contratando con la estructura diocesana, en vez de con los centros. Pero, en esta ocasión, las libertades están definitivamente atadas y bien atadas… y, sin duda, será necesario que el Estado se dirija directamente a la cumbre de este Everest.
De hecho, existe el riesgo de convertirse en una invitación a la apertura de centros religiosos sin contrato y no sometidos a la normativa, que en su gran mayoría, como es bien sabido, se encuentran bajo influencia integrista.
Ciertamente, gracias a este nuevo Estatuto: «la enseñanza católica no se ve reducida a ser una rama cualquiera de la enseñanza privada» (André Vingt Trois), una de esas ramas cualesquiera que, a los ojos de nuestro prelado, son los centros musulmanes o judíos, o los privados laicos sujetos a contrato.

La Iglesia a la que se hace constantemente referencia en el texto es, salvo raras excepciones, la jerarquía imperial, la que, por otra parte, solemos tener in mente, formateados por milenios de uso lingüístico y de práctica institucional. Los católicos, laicos o clérigos «subalternos», actúan bajo su mandato y deben fidelidad al origen y a las finalidades de toda esta organización (incluso cuando se trata de una determinada autonomía de las pedagogías y los docentes), y deben someterse a las decisiones episcopales en lo que se refiere a la concepción de la escuela católica. Hay numerosas declaraciones de autonomía de instituciones, consejos escolares o asociaciones de padres; existe la idea de cooperación, de intercambio, de libertades concedidas a nivel local… Pero siempre bajo la mirada y la estrecha vigilancia de sus superiores mitrados, diocesanos o nacionales. Pues, como reza claramente el artículo 8 «de esta misión (anunciar la Buena Nueva a través de la escuela católica), en cada diócesis, el primer responsable y garante es el obispo», afirmación que se ha de comprender no en términos de servicio, sino de poder, dadas las prerrogativas institucionales que le son dadas. Todo en el texto está orientado hacia una recuperación muy clara del control por parte de la jerarquía de todo el sistema escolar, y hacia el encorsetamiento riguroso de sus estructuras a todos los niveles dentro de un sistema que, si fuese político, se denominaría totalitario. El centralismo democrático es un modelo de democracia en comparación con la función que desempeña el episcopado como fundador, regulador, ordenante, referencia suprema, etc., en la medida en que la autonomía de los centros depende de la aprobación de la estructura episcopal y no está sujeta a ningún juicio o contrapeso con base popular o estructura de contrapoder. Cabe esperar que los sindicatos hagan su trabajo, como ya lo hacen. Pero no conviene contar demasiado con las asociaciones de padres de alumnos, dirigidas a menudo por los más reaccionarios de entre ellos… La escuela católica es un instrumento de la política y la estrategia de los hombres de poder que son los obispos, representantes, a su vez, del Vaticano.

La escuela católica no es una estructura social abierta, como vamos a ver de manera precisa, sino el intrumento de una estrategia «misionera», incluso cuando se declara abierta a todos los niños, sin excepción. Evidentemente hay obispos que son más o menos abiertos y liberales, y otros que son tiranuelos locales. Pero la estructura de conjunto está ahí.
Voy a tratar de demostrarlo con algunos ejemplos significativos extraídos de varios pasajes de los estatutos.

Desde el principio (artículos 8 y 9), las cosas están claras. La Escuela Católica se reivindica como un hecho histórico (con acentos de eternidad): «Tanto hoy como ayer, la Iglesia se compromete con el servicio de la educación.» Y lo hace en nombre de una interpretación ideológica antihistórica de la misión que le dio Cristo: «dar a conocer la Buena Nueva de la salvación.» ¿Hay que entender que el mensaje: «Por tanto, id y  haced discípulos a todas las naciones.» (Mateo 28,19) es el fundamento de una institución escolar específicamente católica? Eso parece. Una exégesis así sería cuando menos extraña (enseñar se entendería entonces en un único sentido, confundiendo el testimonio de la Fe con el de la educación escolar, último sentido que, evidentemente, para cualquier lector de buena fe, no es el sentido evangélico). Decir que Cristo envía a la Iglesia a hacer discípulos a todas las naciones y afirmar que existe para dar a conocer la Buena Nueva de la salvación es, en este contexto, lo mismo.

El Estatuto deja de lado la historia de la humanidad, la evolución social, cultural y política de la transmisión del conocimiento, de la experiencia, de los valores, de una generación a otra, así como el hecho de que las generaciones compartan los usos y prácticas socioculturales. Hace caso omiso del lugar cambiante de la Iglesia y de las religiones en general en las sociedades y las culturas históricas en cada siglo y en cada lugar. Los primeros cristianos no tuvieron la menor idea de que Cristo les pedía que abriesen escuelas católicas…

El nuevo Estatuto parece volver prácticamente a una visión medieval de la cristiandad, según la cual las instituciones sociales deberían ser necesariamente cristianas y por lo que la Iglesia (la jerarquía eclesiástica) debería ser la organizadora como tal o, al menos, asumir la función de juez y censor. Pero éste no es el caso en las sociedades modernas secularizadas. Dentro de esta visión arcaica del sistema educativo hay que justificar la necesidad de estructuras cristianas que, de alguna manera, sirvan de modelo a toda la sociedad.

¿Cómo interpretar esta recuperación del control tan cuidadosamente preparada por la Iglesia?

Por  Jacques Haab, historiador, miembro de la Mesa del CEDEC

Hay, al parecer, toda una serie de motivaciones y es difícil saber qué ha pesado más en la direccion tomada. De momento, prefiero partir de hipótesis, en forma de preguntas, que, sin embargo, trataré de relacionar, en la medida de lo posible, con indicios. [Además, se puede solicitar el contenido de las intervenciones del obispo Claude Dagens en la Convention de l’Enseignement catholique (Convención de la enseñanza católica), de nuevo cuño, reunida los días 1 y 2 de junio de 2013 (…)] – ¿Hay cada vez más centros que, de una manera u otra, por razones de contratación de personal o bajo la presión de los padres, tratan de escapar de la «tutela» confesional y no practican convenientemente las misiones «pastoral» y de «propuesta» religiosa? No sería de extrañar: los usuarios de la escuela son, al menos en su gran mayoría, creyentes poco convencidos, o incluso no creyentes o creyentes de otras religiones. Los profesores se les parecen cada vez más: la experiencia pone de manifiesto, por ejemplo, que suelen ser reacios a ocuparse voluntariamente de la catequesis. [Cl. Dagens tiene el valor de reconocer que en las escuelas católicas, a veces, algunos alumnos «se sorprenden, e incluso ponen en ridículo» a los compañeros que manifiestan su fe, y que los profesores, por ejemplo, no quieren perder tiempo en discutir con los catequistas de su centro.] – ¿Quieren evitar algunos padres (a menudo, los mismos), y también algunos profesores, que la «tutela» induzca a adoptar decisiones privilegiadas y orientadas en el programa de enseñanza general, con el argumento de que los alumnos son maleables? Acordémonos, por ejemplo, de la resistencia encontrada recientemente en algunos colegios cuando la «tutela» ha «propuesto» lecciones contra el matrimonio para todos. […] ¿Quieren esos mismos aprovecharse, primeramente, de la libertad concedida por el «carácter propio» utilizando, por ejemplo, esa libertad privada para inventar métodos más eficaces?
– Los generosos donantes (sus donaciones son importantes y a ello hay que añadir los deslizamientos fiscales permitidos desde la ley Astier) son casi siempre gente tradicionaly voluntarios (catequistas, por ejemplo), que, al contrario de los otros y por distintas razones, defienden el carácter «cristiano» de la escuela. ¿Es necesario, entonces, tranquilizarlos frente a las exigencias inversas?
– Asimismo, de forma más general, los católicos más conservadores e identitarios, animados por algunos de sus obispos (recuérdense, por ejemplo, las declaraciones del obispo de Toulon y los proyectos del arzobispo de Aviñón dese 2007) han reactivado la antigua cantinela de «sí a la escuela católica, pero que lo sea de verdad», es decir que deba considerarse un modelo de comunidad cristiana y el medio más eficaz para enseñar y propagar la fe, lo cual supondría arriesgarse a no respetar íntegramente la libertad de conciencia exigida por la ley Debré. ¿Es para segar la hierba bajo los pies de los tradicionalistas de todo tipo y propiciar el acercamiento de los católicos separados de «Roma» por lo que el nuevo Estatuto insiste tanto en el carácter pastoral y de «propuesta»? […] – ¿Es la radicalidad del Estatuto un medio para hacer callar de una vez por todas a esos cristianos que, al otro lado de la Iglesia, sostienen con perseverancia que, en un país como Francia, la persistencia de una escuela «católica» garantizada por la Iglesia es contraria al espíritu del Evangelio? Por otra parte, incluso algunas órdenes religiosas docentes han dejado, por esta razón, las escuelas para enfocar ahora su generosidad en actividades sociales verdaramente próximas a los pobres y los marginados. […] Todas estas «buenas» razones han pesado en la decisión de consolidar el Estatuto, es cierto.
Sin embargo, el motivo primordial en esta áspera lucha de la Iglesia por el mantenimiento de la escuela confesional parece ser la visibilidad social y política, que se ha de mantener y, si es posible, aumentar. Durante mucho tiempo, la Iglesia ha tenido muchas ocasiones para demostrar que existía, que tenía una gran influencia (social y política) que las autoridades públicas, en particular, debían tener prudentemente en cuenta. Todos esos elementos visibles se han ido borrando, y no sólo en Europa y en Norteamérica; la sociedad parece cada vez más indiferente a las religiones cristianas establecidas. Siguen estando ahí las campanas al vuelo, las espectaculares y selectivas JMJ y… las escuelas católicas. Pero al consolidar su autoridad en su escuela, la jerarquía eclesiástica da la apariencia de encarnar a una Iglesia fuerte y capaz de movilizar a muchos seguidores; sin embargo, nadie debería dejarse engañar por el sobreentendido: «¿No vistéis lo fuertes que fuimos en 1984 y, ahora, con el matrimonio para todos?» El nuevo Estatuto contribuirá, por tanto, a hacer brillar en la opinión y los medios lo que, en gran medida, es un juego de ilusionismo.
En realidad, el 60 % de los franceses que se declaren dispuestos a defender la existencia de la escuela católica no lo hacen, en su gran mayoría, porque busquen en ella la certidumbre de su fe ni el conocimiento de la manera como la Iglesia interpreta el Evangelio [Cl. Dagens lo sabe y lo ha reconocido ya]. Tampoco es porque «la inspiración cristiana sea buena para la enseñanza», [como Cl. Dagens parece extrañamente creer ahora]. Para muchos de ellos es, ante todo, una posibilidad de escapar, a veces momentáneamente, de los problemas de la escuela pública o, según ellos, de evitar definitivamente a los niños el riesgo de frecuentar «malas» compañías socioculturales. Y, más en general, porque esta escuela, testigo de una función necesaria que tuvo en el pasado, posee una red geográfica de centros lo bastante tupida para servir cómodamente de escuela privada. Esto resulta aún más atractivo en la medida en que el coste de la elección está amortizado por la ayuda pública, los medios de acogida y de acompañamiento están sostenidos por generosas donaciones y el ambiente general se ve favorecido por la flexibilidad organizativa concedida por el tan cacareado «carácter propio».
Sobre este último punto, los responsables (la Iglesia, de hecho, en primer lugar) no pueden negar le derecho real de seleccionar a los alumnos (por ejemplo, una escuela católica siempre puede expulsar a un alumno y la enseñanza católica no está obligada a acogerlo en otro colegio, a diferencia de lo que sucede en la enseñanza pública) y  a los profesores. Eso no le impide mostrar una mezcla social y cultural aceptable para los padres más suspicaces (a menudo, influyentes) y variable, según los sectores geográficos, en dosis siempre suficiente para que parezca que respeta la letra de la ley, y hacer de todo esto un magma de autosatisfacción publicitaria de la que la Iglesia puede aprovecharse y que se vuelve a encontrar, una vez más, de forma notoria, en los discursos pronunciados con ocasión de la famosa Convención del mes de junio pasado. Sin embargo, si todo se hubiera desarrollado tan positivamente como se pretende, si siempre reinase la confianza entre los equipos educativos y entre éstos y la «tutela», si los resultados esperados en el plano pastoral hubiesen sido satisfactorios, la rigurosa clausura actual del Estatuto bajo la autoridad de sacerdotes altamente comprometidos con su misión no tendría sentido. ¿Creen realmente haber encontrado así, por fin, la verdadera medida de la escuela católica y de su eficacia en todos los ámbitos, sobre todo religiosos?

Traducción para Laicismo.org de Marisa Delgado

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