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«Nuestra laicidad pública» de Émile Poulat

La laicidad ha sido en primer lugar un combate por una cierta idea de la civilización y la ambición puesta a su servicio. La laicidad es una gran idea. Su institución ha sido una enorme aventura intelectual y política, que se cuenta con gusto en modo heroico, a través de grandes hombres y sus episodios memorables.

Si Kant regresara entre nosotros, escribiría inmediatamente una Crítica de la laicidad pura en oposición a una laicidad práctica. La primera existe en el cielo de las ideas, la segunda tiene los pies en la tierra y camina a paso humano. Una, se estructura de convicciones y se sitúa en el orden del noúmeno (noumene); la otra teje relaciones y tiene que ver con el fenómeno. Esta laicidad pura adopta con gusto la mayúscula —estilo Estatua de la Libertad en la entrada del puerto de Nueva York, ese regalo monumental de los franceses a los estadounidenses—. Sin embargo, si los dos pueblos la invocan igualmente, la libertad como la entienden en Estados Unidos casi no se parece a la libertad como la entendemos en Francia. Las palabras y las cosas —adœquatio rei et verbi— es un problema que arrastramos desde el nominalismo.

Lo que hemos venido a llamar globalmente «la laicidad» es una noción compleja que remite a una realidad proliferante. Decir «la laicidad», como se oye con frecuencia, es hacer la abstracción y la simplificación; es hablar entre iniciados que se ponen de acuerdo sobre cierto número de opciones (decisiones) fundamentales o entre adversarios que se combaten sobre esas opciones.

Seamos claros: la laicidad, la libertad, la modernidad, la cristiandad, la humanidad —podríamos continuar— ¿qué signifi ca esta serie de entidades que desplegamos como antes la procesión gnóstica de los eones?* La cuestión no es lo que cada quien tiene en su cabeza y pone en esos términos abstractos, sino sobre todo lo que circula y cristaliza socialmente gracias a ellos, con frecuencia empujándose y peleándose. Según a manera como se las trate, son palabras solemnes, que dispensan de pensar o, al contrario, palabras cargadas de sentido y de experiencia. Tenemos hoy un ejemplo elocuente con la palabra liberalismo.

La laicidad es una gran idea. Su institución ha sido una enorme aventura intelectual y política, que se cuenta con gusto en modo heroico, a través de grandes hombres y sus episodios memorables. Hemos descuidado su historia literaria, un discurso plural que se ha construido laboriosamente, produciendo textos que señalan debates interminables y los marcan con la autoridad del derecho. Todavía nos falta para esta empresa lo que varias generaciones de exégetas —y, el último, Étienne Trocmé (1997)— han hecho por la infancia del cristianismo.

Para retomar una expresión alemana del siglo XIX, la laicidad ha sido en primer lugar un Kulturkampf, un combate por una cierta idea de la civilización y la ambición puesta a su servicio. Antes de ser una palabra, la laicidad fue un espíritu y a éste hubo que difundirlo para, en vista de una libertad necesitada de instituirse, romper la fuerza opositora: un arma de triple gatillo. El espíritu era el de la Ilustración y la fuerza, la de la Iglesia (católica y romana, por supuesto). La libertad era el primero de los tres términos del lema republicano, directamente inspirado por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, a los cuales la oposición católica les enfrentará durante largo tiempo los derechos de Dios.

La historia ha caminado y el tiempo ha hecho su obra. El Bicente nario de la Revolución Francesa y sus fiestas están ya lejos detrás de nosotros. Vivimos en un régimen de derecho y de libertades que constituye «nuestra laicidad pública», con sus garantías aseguradas a todos: una realidad autónoma, que ha tomado vuelo independientemente de la idea laica, sin la cual ella no sería, y de la religión católica, que ha hecho todo para que no existiese. Una y otra deben acostumbrarse: ella no está hecha conforme al modelo con el cual cada quien podía soñar. No es tampoco un acuerdo entre sus exigencias antagónicas, o un pacto entre adversarios resignados, sino una creación sui generis, el fruto de una historia, de la cual la tenemos una analogía en la presente construcción europea.

Para acercarla al espíritu del que se reclama, cada quien puede desear reformarla o retocarla. Aun así, son necesarias tres condiciones: conocer con exactitud y precisión lo que se quiere modificar; determinar claramente vías y medios que permitirán alcanzar la meta: evaluar lúcidamente el precio de ese supuesto beneficio que se ha aceptado pagar. Lo hemos visto en última instancia con el debate parlamentario sobre la revisión del artículo 69 de la ley Falloux y con el informe de la comisión parlamentaria sobre las sectas.

Eso que nosotros llamamos, para abreviar, la laicidad, ha venido a identificarse en el imaginario francés con la ley del 9 de diciembre de 1905 «sobre la separación de las Iglesias y del Estado». De manera equivocada. Las iglesias y sus actividades están hoy regidas por un conjunto heterogéneo de textos, algunos de los cuales, fundamentales, se remontan al siglo XIX e incluso a la Revolución. Éstos están integrados al régimen surgido de la ley de 1905, él mismo retocado, precisado, adaptado a lo largo del tiempo, de acuerdo a las necesidades, hasta parecer muy alejado de la idea que cada quien puede hacerse al respecto.

Nuestra laicidad pública aparece así como el resultado de una sabiduría política y de un sutil equilibrio que no obliga a nadie a sacrifi car sus principios, pero que propone a todos un nuevo arte de vivir juntos. Ésta ha conocido un punto de inflexión histórico cuando comenzó a transformarse de arma de guerra en instrumento de paz para el crisol misterioso de la vida en sociedad.

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Libro Nuestra laicidad pública  Emile Poulat
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