Temor y distancia — El mayor temor inquisitorial no era la hechicería, sino que una mujer creyera, dijera o pensara algo que escapara a lo establecido y que, además, encontrara a alguien dispuesto a escucharla con atención y a seguirla
Nada de hogueras ni de cuerdas tensas alrededor del cuello. El miedo más persistente no nacía del cuerpo, sino de la posibilidad de que una mujer dijera algo distinto, actuara fuera de lo previsto o pensara más allá de lo permitido. Durante siglos, el poder eclesiástico no temió tanto a las hechiceras como a las beatas con seguidores, a las viudas con ideas o a las místicas que decían recibir mensajes directos de Dios
Como explican David Zbíral y Robert L.J. Shaw en su análisis para History Today, la verdadera amenaza era la palabra femenina, especialmente cuando desbordaba los cauces establecidos por la jerarquía.Y esa inquietud acabó decidiendo cómo, cuándo y dónde se las podía interrogar.
Interrogarlas, sí, pero siempre a cierta distancia
En el registro inquisitorial milanés de 1300, que recoge el juicio contra los seguidores de Guglielma de Bohemia, cada lugar de interrogatorio fue anotado con meticulosidad, lo que permite entender mejor la distancia que se buscaba mantener con las mujeres.
En total se documentaron 67 interrogatorios: de ellos, 38 fueron a mujeres y ninguno se realizó dentro de la cámara inquisitorial principal del convento de Sant’Eustorgio. Esa sala, reservada y acondicionada para los interrogatorios formales, solo se utilizó con hombres. A las mujeres se las citó en iglesias, portales o casas religiosas externas, siempre al margen del claustro.

Entre las mujeres interrogadas, una figura destacó por su influencia entre los devotos de Guglielma: Mayfreda da Pirovano. Había quienes creían que estaba destinada a ser una suerte de sucesora espiritual, incluso con aspiraciones eclesiásticas. Dentro del grupo se hablaba de Guglielma como encarnación del Espíritu Santo, lo que desbordó cualquier devoción permitida. A partir de ahí, la atención inquisitorial se centró tanto en lo que creían como en cómo habían llegado a creérselo.
El contraste entre hombres y mujeres en los lugares de interrogatorio fue tan claro como constante. De los 29 hombres citados, 18 fueron llevados a la sala oficial del convento. Otros cinco pasaron por las habitaciones privadas del inquisidor, también dentro del mismo edificio. Solo casos muy concretos se trataron fuera: uno en la entrada del convento y tres en otros espacios religiosos. En cambio, las mujeres declararon en localizaciones completamente distintas. Veintiocho lo hicieron dentro de iglesias, muchas veces en la misma Sant’Eustorgio, aunque fuera de la zona clausurada.
Esta práctica no fue una rareza exclusiva de Milán. En Bolonia, la historiadora Jill Moore identificó un patrón parecido: las mujeres eran interrogadas en espacios visibles, lejos del interior de los conventos dominicos. Según explica, esa separación tenía una motivación doble: evitar el contacto físico y ocular con las monjas, y proteger la imagen pública de los frailes.
Separarlas era protegerse de rumores y tentaciones
Según la Regla de San Agustín, que regía la vida de los dominicos, hasta una mirada podía ser vista como una amenaza a la castidad. Zbíral y Shaw vinculan este tipo de medidas con una lógica institucional más amplia, donde el control de los cuerpos femeninos era también una forma de blindar la autoridad clerical frente al descrédito.
Los estatutos dominicos de época temprana ya recogían una solución explícita. En ellos se especificaba que las mujeres “deberán permanecer en la iglesia reservada a los laicos o fuera, en un lugar fijo, donde el prior pueda hablarles de Dios y de cosas espirituales”. Esa norma se aplicó con particular rigor en los procesos inquisitoriales, donde la reputación de los religiosos estaba en juego.

A la distancia física se sumaba una razón institucional. Los frailes predicadores no vivían encerrados, sino que se movían constantemente entre parroquias, misiones y espacios públicos. En ese contexto, un rumor sobre una reunión a puerta cerrada podía bastar para dañar su prestigio. Por eso, evitar ese contacto directo no era solo una forma de proteger la norma religiosa. También era una estrategia para blindarse frente a cualquier sospecha externa. Zbíral y Shaw explican que, en una estructura itinerante como la de los dominicos, el rumor era una amenaza real, y por ello se extremaban los protocolos.
El archivo de los dominicos milaneses, lejos de la imagen de una inquisición caótica y brutal, muestra un sistema meticuloso y burocrático, preocupado tanto por lo que se decía como por el marco en el que se decía. No se trataba únicamente de detectar herejías, sino de evitar que esas ideas circulasen con apariencia de legitimidad.
A la hora de juzgar lo que se dijo, la iglesia se mostró más rígida con lo que desafiaba su estructura que con lo que cuestionaba su dogma. Que Guglielma hubiera sido vista como santa no habría supuesto un problema de no haber surgido una red de fieles convencidos de que su presencia tenía una dimensión trinitaria.
Y en todo ese engranaje, el miedo seguía siendo el mismo: que una mujer hablara, y que la escucharan. Un temor que, como resumen Zbíral y Shaw, atravesaba la lógica inquisitorial desde sus raíces: lo que se intentaba sofocar no era una voz cualquiera, sino una voz que podía influir.