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No hay juventud sin Estado Laico

Ponencia leída el 15 de junio de 2011 en el auditorio Virginia Gutiérrez de Pineda, edificio de Postgrados y Ciencias Humanas, 4:00 pm, en el marco del Ciclo de debates contemporáneos sobre el Estado laico.

Solo se puede ser joven en un Estado laico. La juventud, y la laicidad aparecen como nuevos conceptos en la Constitución de 1991 y no es una simple casualidad: su coincidencia se debe a que ambos términos están interrelacionados, y es sintomática de los tiempos en que vivimos. Los conceptos de juventud y laicidad se necesitan el uno al otro y se corresponden casi umbilicalmente. La juventud, como la entendemos en Occidente, solo puede darse en un Estado secular, por eso no es azaroso que estos dos conceptos se estrenen en la Constitución de 1991.

Por un lado, a partir de 1991 el fenómeno de lo religioso adquirió un matiz diferente en el país pues el pueblo colombiano, acorde con línea de pensamiento de la laicidad que heredamos de la Revolución Francesa, proclamó en su Constitución la a-confesionalidad del Estado. Hoy en día en Colombia, al menos en el papel, se reconoce la libertad de cultos como derecho fundamental y se impone al Estado el deber de protegerla y tutelarla.

Por su parte, la noción de juventud ha sido definida desde aproximaciones demográficas, sociales, psicológicas y culturales. La Asamblea General de las Naciones Unidas define a los jóvenes como las personas entre los 15 y 24 años de edad. Esta definición se hizo para el Año Internacional de la Juventud, celebrado alrededor del mundo en 1985, sin embargo, la clasificación o definición siguiendo criterios meramente temporales o cronológicos se ha mostrado arbitraria e insuficiente ya que la juventud es un proceso engloba aspectos como la madurez física, social y psicológica de la persona, la educación, la incorporación al trabajo, autonomía e independencia que pueden incluir la formación de un nuevo núcleo familiar, así como la construcción de una identidad propia, que son difícilmente encajonables en apartados cronológicos.

Según consta en la Gaceta Constitucional No 85 de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, donde se presentó el Informe-Ponencia Derechos de la Familia, el Niño, el joven, la Mujer, la Tercera Edad y Minusválidos una de las características importantes que el Estado debe reconocerle a la juventud es que es un periodo en el que el individuo se encuentra en proceso de desarrollo. La juventud es así, un gerundio, un momento de cambio y formación.

“Por tanto, el adolescente requiere un tratamiento especial y un lugar en la Constitución como máximo ordenamiento jurídico del país para que de ahí se desprendan políticas de desarrollo que lleven al joven paulatinamente a la madurez. Por esta razón, dentro del articulado se propone que el Estado y la sociedad le garanticen al joven un desarrollo integral que contemple los aspectos relativos a la formación física, social, intelectual y sexual; para que así él tenga la oportunidad de acceder a la participación activa en la vida cultural, deportiva, social, política, laboral y económica de la nación. Se trata de adecuar los medios para que el adolescente pueda incidir en la organización de su entorno mediante la intervención en la gestión de los organismos públicos y privados que se ocupan de la juventud.”

Es curioso como la categoría de juventud vino a caer en el mismo saco con categorías tan diversas, e incluso antónimas, como la tercera edad, pero todas estas condiciones humanas tienen en común ser las grandes olvidadas de las leyes colombianas previas al 91. La ponencia, presentada por los Constituyentes Jaime Benítez Tobón, Iván Marulanda Gómez, Angelino Garzón, Tulio Cuevas Romero, Guillermo Perry y Guillermo Guerrero Figueroa llama la atención sobre la demografía particular que son los jóvenes y enfatiza el hecho de que se encuentran en un proceso de desarrollo que idealmente termina con una ciudadanía participativa.

Somos pocos los colombianos que hemos crecido siendo legalmente jóvenes, los mismos que hemos tenido la oportunidad de crecer en un Estado Laico. En la Constitución de 1886 se invocaba el nombre de Dios como fuente de Suprema Autoridad y se reconocía la religión Católica como Nacional y su consiguiente protección. Que la carta constitucional estuviera dedicada a una religión en específico tenía todo tipo de consecuencias, entre ellas una política educativa mediada por las creencias católicas.

En un Estado confesional, y particularmente en un estado confesional Católico, los mandatos de los jerarcas de la Iglesia pesan más que cualquier otro, aun cuando van en contra de la razón, el sentido común, la salud pública e incluso algunos sectores del catolicismo. Previo a 1991 el catecismo católico se impartía obligatoriamente en los colegios, más cuando la iglesia católica se ha destacado por la calidad y efectividad de su misión educativa. Sin embargo, debido a que este era un Estado confesional se enseñaban anacronismos, algunos hasta divertidos, como el creacionismo, otros peligrosísimos, como el rechazo a los anticonceptivos, el rechazo a la homosexualidad y la concepción del aborto como un crimen. En un Estado confesional estas creencias llamadas ‘pecados’ podían equipararse con el crimen, pasando de lo teológico a lo legal sin sorpresa alguna, y esto era lo que se le enseñaba a los colombianos en formación.

Hoy en día el área de educación religiosa forma parte las áreas fundamentales y obligatorias, del currículo común. Sin embargo se señala que la “educación religiosa se ofrecerá en todos los establecimientos educativos, observando la garantía constitucional según la cual en los establecimientos educativos del Estado ninguna persona podrá ser obligada a recibirla”. La misma Ley subraya, “que la educación religiosa se impartirá de acuerdo con lo establecido en la ley estatutaria que desarrolla el derecho de libertad religiosa y de cultos”, remitiéndonos así a la ley 133 de 1994. Esto quiere decir, en teoría, que los jóvenes de hoy tienen derecho a escoger si aprender que el mundo fue creado en 7 días, o no. Más importante todavía, pueden escoger si creerlo o no creerlo lo que abre un amplísimo abanico de intereses y de formas de aproximarse al conocimiento.

Desafortunadamente, en el 2006 el ministerio de Educación ordenó que todos los establecimientos educativos de Colombia ofrezcan en sus currículos “el área de educación religiosa como obligatoria y fundamental”. Al ser una clase de carácter fundamental, su reprobación podrá hacerles perder el año escolar a los alumnos. El gobierno del presidente Álvaro Uribe dijo en su momento que esa enseñanza no debe estar circunscrita “a ningún credo ni confesión religiosa” y que ninguna persona estará “obligada a recibirla”. Sin embargo, los estudiantes que no quieran tomar clases de educación religiosa tendrán que realizar actividades relacionadas con esa área, según la reglamentación adoptada por el ministerio de Educación. Esto para mostrar lo lejos que estamos todavía de el ideal de diversidad y tolerancia que plantea nuestra Constitución y como las creencias religiosas sí siguen afectando de forma tangible nuestras leyes.

Los colombianos en proceso de formación son un importante capital humano para el país y por eso hay que exigir que su educación sea libre y multidisciplinar. La educación debe ser una herramienta para destapar las infinitas posibilidades del mundo. Poco se puede explorar si los caminos se ven truncados por los dogmas de unos jerarcas religiosos. Un Estado laico es un Estado con espacio para la curiosidad, y la curiosidad es el más contundente motor para la educación.

La reforma educativa que implicó la laicidad fue una de las ventajas tangibles de la Constitución de 1991 (al menos durante un rato), sin embargo la importancia de la laicidad para la juventud va más allá de posibilidades educativas, la relación, como afirmé antes, es de sustrato: el concepto de juventud no es operativo sin el concepto de laicidad.

La separación entre la iglesia y el Estado también hace posible uno derechos que más ha afectado y beneficiado a la juventud colombiana: el derecho al libre desarrollo de la personalidad. La pregunta por la existencia es probablemente común a todos los seres humanos y cada religión propone una respuesta. El quiénes somos y el por qué estamos aquí son preguntas ineludibles durante un periodo de búsqueda y forja de la identidad, como es la juventud, dure lo que dure. En un Estado confesional, estas preguntas tienen una única respuesta preconcebida. En la religión católica, al menos, las respuestas son: somos hijos de Dios, y estamos aquí porque Dios lo quiso. Las respuestas dan poca gabela argumentativa, y sin embargo, la deliberación alrededor de estas cuestiones es un ejercicio clave para el desarrollo de una identidad. Dentro de un sistema confesional no hay espacio para la duda (se prefiere la fe) y ¿cómo puede desarrollarse la personalidad sin tener ocasión para preguntarse sobre uno mismo? ¿Que espacio nos quedaría a las nuevas generaciones si no podemos poner en entredicho el mundo que se nos ha entregado? ¿No se trata justamente de eso la juventud?

Pasar de un Estado confesional a un Estado laico implica pasar de un mundo lleno de respuestas a un mundo lleno de preguntas. En un Estado confesional por definición las verdades constitucionales están dadas, son inmanentes a la divinidad, una Constitución dictada en nombre de Dios, o peor aún de un dios en específico, no da lugar al debate porque la fuente de sus afirmaciones es, por definición, inalcanzable. ¿Qué lugar para la participación democrática de los jóvenes quedaría si este fuera un Estado confesional? Gracias a la separación entre Iglesia y Estado que se dio en el 91, las nuevas generaciones pueden formar su identidad libremente y después participar como ciudadanos críticos en democracia.

Un Estado laico es un espacio donde los jóvenes pueden desarrollar libremente su personalidad y donde tienen acceso a todo tipo de creencias y planteamientos, de manera que cada uno puede escoger el tipo de individuo en el que quiere convertirse. Si no hay un espacio para esta búsqueda no hay un periodo de desarrollo, hay un paso abrupto de la pregunta (la niñez) a la respuesta (que es limitante hasta para el adulto); sin espacio para el ensayo y el error, para la hipótesis, la juventud como proceso de desarrollo de los individuos, no existe.

La Constitución de 1991 le da vida jurídica a los jóvenes no solo porque por fin los menciona y los reconoce, también porque les da el espacio para serlo. Solo hay juventud cuando hay un proceso de desarrollo, que no puede ocurrir si no se garantiza el derecho al libre desarrollo de la personalidad. A su vez este derecho, bandera de la juventud, solo puede garantizarse en un Estado cuya Constitución garantice la libertad de culto, pues, ¿cómo puede desarrollarse libremente una personalidad cuando se le dicta una senda con pretensiones indiscutibles? ¿Cómo puede uno elegir quién es cuando la mitad de las posibilidades identitarias devienen pecado, y por ende, crimen? Si ser joven es el proceso de elegir un camino, no hay juventud donde no hay caminos entre los cuales elegir.

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