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Nadie sin juguetes…. ¿Para qué?

En navidad se acrecienta aún más la caridad, como casi todo el año, a costa de la verdadera solidaridad que es la gestión honrada del esfuerzo PÚBLICO. Sin embargo, por taimadas connivencias entre una discutible religiosidad y el discurso capitalista de “el tener” más que “el ser”, parece prevalecer la caridad. Importa un comino que esa ayuda momentánea siga siendo pan para hoy y hambre para mañana. Dicho de otra manera, nos dá igual que la pobreza se eternice.

A ese respecto denuncié en estas páginas las estratagemas de los “bancos de alimentos”. Hay otras maneras de instrumentalizar el mismo engaño. Así lo explica en “La caridad es una estafa” García Montero al glosar el fraude del papá de Nadia. Este señor,experimentado estafador, contó con la complicidad de medios para sablear la dudosa ayuda de una audiencia acrítica. Alegando una enfermedad grave de la hija consiguió recaudar casi un millón de euros en una colecta para un suspuesto tratamiento en el extranjero. Descubierta la falsedad, el poder y los medios tratan de que sea el padre el único villano en este cuento de navidad. La sanidad pública dando pábulo a situaciones similares y los medios de comunicación desinformando con morbo, escurren el bulto.

Ahora la bobalicona caridad se viste de juguete. “Ningún niño o niña sin juguete” podría rezar una reiterada campaña hacia el día de “reyes”. En el camino de nuevo, los mismos medios y las grandes superficies alientan el consumismo y la des-educación con la complicidad acrítica de las familias, confundiendo juego y juguete. Lamentablemente se torna el aprendizaje libre, que debiera ser el juego, en el deporte de rasgar envoltorios de regalos que desprecian en parte casi sin mirar. En estas fechas, entre villancicos en serie y zarandajas consumistas, se deja poco tiempo para la convivencia entre iguales que prepara la vida futura negociando y cumpliendo acuerdos propios. La misma prisa de mayores, con frecuencia proclives a salir del paso pagando, sin calentarse la cabeza. Por mi parte, no puedo replantearme el asunto del juego sin recordar un episodio de mi lejana y más pobre niñez. Pese a los importantes cambios sociales habidos, el suceso me sigue pareciendo tan aleccionador que deseo compartirlo.

En el barrio en que me crié, mientras las niñas quedaban en casa, los niños cuando podíamos escaparnos, nos íbamos a las eras para jugar al fútbol. El balón, propiedad del niño menos pobre, se venía convirtiendo en un problema. Ya fuera por los privilegios que el dueño exigía en el juego, o por su ausencia que nos dejaba sin partido, se venía fraguando cierto malestar en la pandilla. Un día, en que el propietario del balón se excedió con la amenaza de cortar el partido si no accedíamos a su capricho, uno de nosotros mostró su balón de trapo asombrosamente esférico. La gran mayoría decidimos mantener la supuesta legalidad y continuamos el partido de manera aceptable con aquella pelota. A partir de ese día, estando la pelota de repuesto preparada, las ínfulas del propietario bajaron y se alivió el malestar futbolero.

Alguna vez he comentado después, con amigos de aquella época o de otra, el episodio y las ocasiones en que, ante la falta de balón, nos arreglábamos sin “juguete” recurriendo al “quita y pon”, al salto el burro o a las cuatro esquinas. En todas las circunstancias, además de lamentar la actual pérdida de la calle para el juego, estábamos de acuerdo en que era y es mucho más importante el juego y con quien jugar que el propio juguete. Esa reflexión la he mantenido y provocado con bstante frecuencia en ámbitos educativos y de debate político y social. Sigo creyendo que la sociedad que no tiene conciencia del valor del juego como elemento educatívo, como palanca de cohesión social y/o de ocasión terapeútica, se desarrolla peor.

Así que cuando veo las campañas “por el juguete”, sigo pensando que, a la vez que se banaliza el juego, se desprestigia la solidaridad, se propicia el consumismo y se ofrece marchamo de benéfico a algún acto cultural o deportivo. De ese modo, se da coartada, sin coste ni control, a algo que antes era gratuito y se cubre de opcidad fiscal, si no de picaresca. A veces, estas campañas se hacen en pro de la infancia del tercer mundo. Personajes famosos salen realzando con su popularidad la dudosa prioridad del juguete. De la misma manera se repara poco en la realidad de esas socidades que nos envían para aquí a sus gentes en desesperada busca de una vida mejor. Creo que quienes quedan allí, necesitan, para animarse a jugar, bastante más que los dichosos juguetitos. Una preocupación más sincera e inteligente, nos haría recordar a la niña que ya tiene como “muñeca” al propio hermano o hija, o a quien se entrega un fusil para hacerlo niño-soldado.

Tanto ante el caso de la pobreza cercana, de la enfermedad fingida de manera pícara, o del incierto placer ante un jeuguete, convendría pensar mejor qué hacemos y para qué en cada caso. Para no engañarnos ni que nos engañen, quizá convenga menos caridad y más justicia para la verdadera solidaridad emancipadora.

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