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Morir a escondidas

¿Hasta cuándo las personas que deciden libremente morir para poner fin a un sufrimiento irreversible estarán obligadas a hacerlo en soledad? ¿Hasta cuándo deberán recurrir al mercado negro para conseguir los fármacos necesarios? ¿Cuántos suicidios violentos podrían evitarse si los ciudadanos pudieran hablar con tranquilidad sobre su voluntad de morir con los profesionales sanitarios? ¿Por qué los diputados del PSOE, Ciudadanos y el PP, en lugar de permitir un debate sobre la eutanasia y el suicidio médicamente asistido en el Congreso, optaron por evitar el tema y mirar para otro lado?

El miércoles se hizo público el suicidio ante una cámara de José Antonio Arrabal, de 58 años y enfermo de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Quiso que su muerte en soledad se hiciese pública para evitar problemas legales a su familia y para reivindicar lo que él no tuvo: una ley de eutanasia que permita decidir cómo y cuándo morir. No necesitaba cuidados paliativos, ni estaba solo, ni mal cuidado, ni deprimido. Había decidido en libertad que la vida que le esperaba no tenía sentido, y sabía que cuando perdiese la movilidad de las manos perdería la opción de decidir su propio final.

Hace apenas dos semanas que el Congreso rechazó debatir una ley de eutanasia. Como supuesto reemplazo, el Parlamento tramita dos leyes de muerte digna, presentadas por Ciudadanos y PSOE, que proponen desarrollar los cuidados paliativos en todo el Estado. Estas propuestas son una copia de leyes que ya tienen la mayoría de las comunidades y que, por desgracia, hasta ahora no han servido para mejorar la calidad de la muerte de los ciudadanos. Curiosamente es Catalunya, que no dispone de ley autonómica de muerte digna, la que tiene una mayor cobertura de paliativos y un mayor número de testamentos vitales.

Los hechos demuestran que para mejorar el final de la vida de los ciudadanos no hacen falta más leyes, ni autonómicas ni del Estado. Lo que hace falta es voluntad política para que las comunidades autónomas, que ostentan las competencias sanitarias, evalúen cómo fallecen sus ciudadanos y determinen qué medidas se deben tomar para mejorar cómo pasan sus últimos días. Qué falta, qué falla y qué tiene que cambiar.

Aun así, y por mucho que insistan el PSOE, Ciudadanos y el PP, mejorar la calidad de la muerte con cuidados paliativos no tiene relación con el debate de la eutanasia y el suicidio médicamente asistido. En Países Bajos y Bélgica, que tienen los mejores sistemas de paliativos de la Unión Europea (solo detrás de Reino Unido) y además han regulado la eutanasia, miles de personas recurren a una muerte asistida cada año. Como José Antonio Arrabal, toman la decisión de morir porque no desean vivir la vida que les queda; una existencia protagonizada por un deterioro que ningún enfoque de la medicina, ni de la psicología o el trabajo social pueden remediar.

Nadie decide morir por dolor o por síntomas tratables con cuidados paliativos, ni por miedo al sufrimiento en el trance de morir, que pueda ser aliviado con una sedación terminal. La muerte voluntaria es una cuestión de coherencia biográfica. Optan por ella los que, tras un proceso de reflexión sobre las alternativas de que disponen, consideran que lo que les queda por vivir no tiene sentido. Deciden adelantar su muerte para liberarse de una vida que para ellos está desprovista de valor y de dignidad. Los cuidados paliativos ni adelantan ni retrasan la muerte, por lo que circulan por una vía diferente.

Siete países han regulado ya la muerte voluntaria. En unos años, todas las sociedades democráticas respetarán la libertad de decidir cuándo morir y reconocerán el derecho de toda persona a la disponibilidad de su propia vida. El debate no es “eutanasia sí o no”, sino hasta cuándo seguiremos condenando la muerte voluntaria a la clandestinidad. Y hasta cuándo el Estado seguirá obligando a las personas que no pueden disponer de su vida a vivir en contra de su voluntad.

¡Buen viaje, Jose Antonio! Y muchas gracias por tu testimonio.

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