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Los rohingya, asesinados en Myanmar, perseguidos en Bangladesh

A fines de agosto, Mohammad Saifuddin (nombre ficticio), junto a su esposa y cuatro hijos, huyó de la brutal violencia étnica en el occidental estado birmano de Rakhine y se dirigió a la vecina Bangladesh. Aterrada por los ataques contra el minoritario grupo étnico musulmán rohingya, la familia Saifuddin se embarcó en lo que calificó de “horrendo” viaje de cinco días para alcanzar la localidad fronteriza más cercana, Teknaf, en el sudoriental distrito bangladesí de Cox’s Bazar, a unos 200 kilómetros de distancia.

Otras seis familias acompañaron a los Saifuddin en una travesía llena de vicisitudes, que requirió cruzar el río Mayu y eludir bosques montañosos. “Nos movíamos de noche para evitar ser detectados. El viaje parecía interminable, y los niños ya no podían seguir caminando. A veces no teníamos comida ni agua, y en ocasiones nos encontramos totalmente perdidos”, nos cuenta el refugiado Ejaz Ahmed, quien también trasladó a su familia a través de la frontera.

Pero, en vez de llegar a un lugar seguro, como esperaban, los refugiados se toparon con estrictos controles fronterizos y con un gobierno hostil. Su caso refleja la vulnerabilidad de esta población musulmana sin patria en Asia sudoriental.

No hay lugar para refugiados

La ola de de violencia étnica se desató luego de que, a fines de mayo, corriera la noticia de que tres hombres rohingya supuestamente habían violado a una mujer del grupo étnico budista rakhine. Miles de familias agrícolas y pesqueras fueron desplazadas de las aldeas de Maungdaw, Buthidaung, Kyauktaw, Rathedaung, Minbya y Mrauk U, dejándolas sin acceso a alimentos, agua, medicinas o refugio.

En un mes, 83.000 de los alrededor de 800.000 rohingya abandonaron sus hogares ancestrales en el estado de Rakhine. Para junio, 95 personas habían muerto. Algunos de los sobrevivientes que ahora viven en campamentos en Bangladesh nos dijeron que no tuvieron otra opción que huir.

“Vi a mis vecinos siendo sacados a la fuerza de sus casas y golpeados hasta morir. Nos fuimos para escapar de la muerte”, recuerda Rehana Begum.

Por su parte, Mujibor Rahman, propietario de una verdulería en la aldea de Kyauktaw, contó: “En una noche oscura de junio, una docena de hombres atacaron nuestro mercado local, eligieron al azar a unos jóvenes musulmanes y los apuñalaron. Muchos murieron en el acto, y otros quedaron quejándose en el suelo”.

Pero crudas historias como esta no han sido suficientes para conmover las autoridades de Bangladesh, que endurecieron los controles limítrofes en todos los puntos de entrada. El gobierno les dio a los Guardias Fronterizos rigurosas instrucciones para negarle la entrada a cualquier “intruso” procedente de Birmania, viaje en bote o a pie. Como consecuencia, se estima que habría cientos de rohingya acampando al otro lado de la frontera entre los dos países, de alrededor de 270 kilómetros.

El comandante de los Guardias Fronterizos en Cox’s Bazar, Mohammad Khalequzzaman, dijo a IPS que, desde agosto, más de 1.300 rohingya fueron enviados de regreso a través de los puestos limítrofes de Tumbru y Ghundum.

En total, unos 2.600 rohingya fueron deportados desde que llegó la primera ola de refugiados hace cuatro meses. El Ministerio del Interior bangladesí estima que el número podría crecer a cerca de 10.000 para principios del año próximo.

“Intensificamos nuestras patrullas en torno al río Naf”, una de las fronteras naturales entre los dos países”, dice el jefe de la Estación de la Guardia Costera, el comandante Badrudduza.

Los Guardias Fronterizos patrullan en lanchas el Naf. Pero la vasta bahía de Bengala, que baña el sur de Bangladesh y el sudoeste de Birmania, aún ofrece muchos puntos de entrada para los refugiados, quienes llegan en botes de madera por la noche. “Es muy peligroso tomar esa ruta costera. Los guardias de ambos países por lo general nos disparan”, nos cuenta el refugiado Mohammad Kalam Hossain, quien acaba de llegar a Teknaf en un grupo de 26 hombres, mujeres, niños y niñas desde Ponnagyun, aldea costera del sur de Rakhine.

“En las últimas dos semanas huyeron más personas, temiendo que se produjeran nuevos ataques. El único lugar seguro para nosotros es Bangladesh”, dijo por su parte a IPS el pescador Mohammad Jahangir Alam, originario de la aldea de Myebon.

Los que logran ingresar a territorio bangladesí están bajo constante temor de ser atrapados por las fuerzas de seguridad o de ser denunciados a la policía. No obstante, como hablan el dialecto local y son físicamente muy similares a los bangladesíes, muchos refugiados logran ingresar al país sin ser detectados.

Pero, si son descubiertos, son tratados “sin misericordia”. “Las autoridades te obligan a revelar el paradero de otros, y envían (a todos) de regreso. Es por eso que evitamos exponernos de día”, explicó a IPS el refugiado Julekha Banu, quien escapó a Bangladesh en septiembre.

Pueblo en el limbo

Aunque esta situación empezó a recibir importante cobertura mediática internacional hace muy poco, la problemática situación de los musulmanes rohingya data de hace varias décadas, particularmente cuando el régimen de Birmania les despojó su ciudadanía.

Una ofensiva del régimen en 1978, conocida como la “Operación rey dragón”, obligó el desplazamiento de 200.000 rohingya, que se instalaron en campamentos en Bangladesh. En 1991 y 1992, el gobierno fortaleció posiciones en Rakhine, enviando a otros 250.000 rohingya al otro lado de la frontera, la gran mayoría de los cuales regresaron luego a Birmania.

La semana pasada se desató una polémica diplomática luego de que la lideresa política birmana Aung San Suu Kyi afirmó que, en realidad, los rohingya son “inmigrantes ilegales de Bangladesh”.

La cancillería bangladesí respondió vehementemente a las afirmaciones de la premio Nobel de la Paz, señalando que ese grupo étnico ha vivido por siglos en Rakhine, mientras que la República Popular de Bangladesh fue creada recién en 1971.

Un portavoz de la cancillería bangladesí, que habló a condición de mantener el anonimato, dijo a IPS que su país ya estaba haciendo lo máximo posible, manteniendo dos campamentos de refugiados, Ukhiya y Kutupalong, con un total de 30.000 rohingya.

Se estima que otros 200.000 viven en distintos lugares de Bangladesh como inmigrantes indocumentados.

Ante la indiferencia de ambos países, los rohingya se convirtieron en un pueblo sin patria, con limitado acceso a empleos, educación y servicios públicos.

En conversación telefónica con IPS desde Ginebra, el relator especial de la Organización de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en Birmania, Tomás Ojea Quintana, señaló: “La situación… es muy crítica. Estoy preocupado por los rohingya, que no tienen hogar, alimento, agua ni atención médica. Necesitan una inmediata ayuda humanitaria”. “Bangladesh debe cumplir sus obligaciones de acuerdo con el derecho internacional, respetando y protegiendo los derechos humanos de todos los pueblos dentro de sus fronteras, sin importar si son reconocidos como ciudadanos” o no, añadió.

En agosto pasado, Bangladesh le negó la entrada a Quintana para conocer de cerca la situación.Mientras, los refugiados continúan en el limbo, sin saber si se les permitirá quedarse o serán obligados a regresar a la pesadilla que ocurre “en las narices del régimen” birmano. “Este es nuestro nuevo hogar”, dijo una refugiada en Cox’s Bazar. “Por favor, déjennos quedarnos aquí”.

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