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Los retos del islam político

La prédica religiosa se convierte en discurso político e impulsa un proyecto del que no se puede discrepar

Con motivo de las virulentas reacciones contra el discurso del Papa en Ratisbona, el mundo occidental vuelve a interrogarse sobre los retos que plantea el islamismo o islam político, un movimiento heterogéneo y radical, cohesionado por el tradicionalismo y la violencia en el combate contra Occidente, que utiliza la religión para justificar su voluntad de imponer la ley coránica en la vida social. La prédica religiosa deviene discurso político e impulsa un proyecto del que no se puede discrepar salvo apostasía, delito castigado con la pena capital.
Probablemente existe un islam moderado y racional, pero se sitúa en un segundo plano del tablero mundial, cuando no en la clandestinidad por temor a las represalias, y queda desbordado por los radicales tan pronto como surge un motivo de disputa con los infieles. La aspiración de cambio y regeneración desemboca inexorablemente en el triunfo de los islamistas, en las urnas o en la calle, con la papeleta de voto o la vestimenta, como ocurrió en Argelia y recientemente en Irak, Egipto, Jordania y Palestina, mientras los iranís abjuraban del moderado Jatami para plebiscitar al extremista Ahmadineyad e Hizbulá organizaba en el Líbano un Ejército superior al estatal.

¿POR QUÉ ese poder de atracción de una ideología retrógrada, que rechaza la modernización, que hace apología del terrorista suicida, que sepulta sin piedad los restos del naufragio del nacionalismo árabe o del laicismo? Las causas son múltiples y con frecuencia contradictorias, pues el islam político explota por igual las victorias y las derrotas. Creció a finales de los 80 contra los soviéticos en Afganistán, se alimenta de las frustraciones que engendran la ocupación y la derrota ante Israel y se reactiva con el éxito de Hizbulá en la guerra del Líbano. El islamismo exhibe una moral selectiva e islamocéntrica, en el contexto de una supuesta ceguera occidental ante el sufrimiento de las masas musulmanas deprimidas, pero el permanente victimismo (la culpa es siempre del infiel) y la prédica antioccidental resisten mal un análisis sereno. La dependencia de Occidente y la pobreza generalizada están estrechamente relacionadas con la iniquidad de los regímenes políticos, petromonarquías medievales o dictaduras variopintas, que pisotean las libertades y cuyas rentas petrolíferas jamás se utilizaron para fomentar el progreso y la libertad.
En todo caso, los ultrajes padecidos no pueden justificar en Occidente la glorificación de los terroristas suicidas, la mutilación y la degradación de la mujer, la poligamia, las muertes de honor o la negación del Holocausto y la pretensión de borrar del mapa a Israel. Son los estragos del multiculturalismo contra el que claman las exiguas minorías laicas amedrentadas. La conculcación de los derechos humanos en nombre de la religión resulta intolerable para Occidente, especialmente sensible si afecta a la libertad de expresión.
Cuando algunos musulmanes arguyen que la violencia es destructiva para el islam, el integrismo se encarga de corregir la supuesta heterodoxia o blasfemia mediante una fatua que establece la condena a muerte del blasfemo, Salman Rushdie o los caricaturistas daneses. Las amenazas llueven sobre Wafa Sultan, la psiquiatra de origen sirio, educada en el islam, que osó desafiar a un teólogo islamista ante las cámaras de Al Jazira, o sobre Ayaan Hirsi Ali, diputada holandesa de origen somalí, colaboradora del cineasta Theo van Gogh, asesinado por un extremista islámico. El apóstata tiene que publicar con seudónimo su requisitoria Por qué no soy musulmán.
El informe de la ONU sobre el desarrollo humano en el mundo árabe describe una situación tan aflictiva como alarmante, con reformas "embrionarias o fragmentarias", con graves deficiencias en materia de libertades y buen gobierno, y formula un llamamiento apremiante para "una reforma global capaz de suscitar un renacimiento humano en la región". En una sociedad estancada cuando no en retroceso, aparentemente refractaria a la modernización, el islamismo se convierte en la única alternativa posible. Las supuestas élites liberales quedan paralizadas o condenadas al ostracismo y el destierro.

MIENTRAS Occidente mantenga su hegemonía y controle las riquezas, persistirá la animosidad de la que el islamismo es el portavoz mesiánico y apocalíptico. Pero, a su vez, sin reformas en los países musulmanes, sin progreso tecnológico, la situación seguirá bloqueada, con las masas ignaras sometidas a la férula religiosa (el opio del pueblo de la vulgata marxista) y el fanatismo televisado vociferando una espuria "teología de la liberación" que perpetúa el atolladero y la teocracia.
¿Acaso nos conducen el islamismo y su secuela, el terrorismo, a una dicotomía como la que presidió la guerra fría? ¿Por ventura caben las reformas en el mundo islámico? Se plantean dos hipótesis. Una de ellas es la de la revolución por arriba, la de Kemal Ataturk, el padre de la Turquía moderna, laica y militar, pero parece probado que el islamismo turco avanza sin cesar y que la democracia de estilo occidental sería impensable sin la égida castrense. El segundo camino –el fomento del diálogo con un supuesto islam moderado, el diálogo en la razón, según el Papa– no ofrece ningún modelo histórico y ni siquiera es practicable cuando sobreviene la crisis.

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