El portavoz de los obispos españoles, Juan Antonio Martínez Camino, que es además el secretario general de la Conferencia Episcopal, ha hecho dos afirmaciones muy discutibles desde un punto de vista democrático y desde el puro y simple sentido común.
Dice Martínez Camino que "las leyes de un parlamento legítimo deben ser acatadas", algo que parece una obviedad, pero añade: "Las leyes justas". Es decir, que sólo hay que aceptar las leyes que sean "justas". ¿Y quién decide si las leyes son o no "justas"? Ellos, naturalmente.
También opina monseñor Martínez Camino que la Iglesia puede analizar las cuestiones políticas desde una perspectiva "moral". De hecho, la asamblea que la Conferencia Episcopal celebra estos días está dedicada a analizar "la situación política, la legislación actual y la situación cultural y ambiental", es decir, asuntos que no son religiosos.
Sin embargo, el Gobierno no debe analizar las cuestiones religiosas, porque, a juicio de los obispos, "el Parlamento no es una autoridad moral". Está claro: la Iglesia puede interferir en las decisiones del órgano que representa la soberanía popular, e incluso no acatarlas, si no le parecen "justas", pero ese órgano –el Parlamento– no puede analizar la actividad de la Iglesia, porque "no es una autoridad moral".
Si se aceptan estos planteamientos, los ciudadanos deben obedecer antes a la Iglesia que al Estado democrático, lo que significa que las leyes de ese Estado son sustituidas por las normas religiosas. Los Estados teocráticos islamistas se rigen por la sharia, la ley islámica. De llevarse a la práctica la posición de monseñor Martínez Camino, estamos en lo mismo, pero en versión católica.
Parece que ha llegado el momento de que alguien deje muy claro a estos señores que el Estado español es aconfesional y democrático, y que una confesión religiosa, la católica en este caso, está sometida, como todos los ciudadanos, individual y colectivamente considerados, a las leyes de ese Estado, y no al revés.
El Gobierno debería también aclarar a la Iglesia católica que, aparte de tener la obligación de aceptar y respetar las leyes, la interpretación de éstas, es decir, si son o no "justas", corresponde a los tribunales, no a los obispos. Es absurdo criticar a un Estado por aplicar la sharia según la interpretan los mulláhs, y aceptar aquí que se apliquen las normas católicas interpretadas por los obispos.
Por lo demás, este Gobierno socialista tiene ante sí un trabajo muy amplio en este campo, como por ejemplo, eliminar los privilegios que concede gratuitamente a la Iglesia católica en cuanto a su financiación, mediante el dinero público, es decir, mediante el dinero que aportamos todos los ciudadanos. Esto es lo que debe hacer el Gobierno, en vez de dedicarse a promulgar leyes que quedan muy bonitas de cara a la galería, pero que no socavan realmente los privilegios de la Iglesia católica.
Porque, no nos engañemos, el problema es el dinero, la financiación. El Gobierno, muy progre para estas cosas de la imagen y la propaganda, puede hacer leyes para que los curas homosexuales puedan casarse con las monjas lesbianas, y cosas así, pero lo que realmente debe conseguir es que la Iglesia católica sea tratada exactamente igual que otras confesiones religiosas. Y que sus gastos los paguen ellos, los católicos.