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Los islamistas egipcios y las elecciones

El régimen de Mubarak aparece para la gran mayoría como una dictadura despiadada

La incomparable paciencia egipcia se agota. La corrupción galopante, la pobreza y la marginación de los islamistas han procurado a estos gran predicamento entre las clases menos favorecidas: trabajadores que subsisten con un euro y medio al día y campesinos sin recursos. Paradójicamente, el intento de Mubarak de aislar a los islamistas les ha dado alas porque han sabido hacerse eco del malestar de una población sacrificada a las exigencias de un régimen dictatorial.

Las últimas elecciones municipales en Egipto son interesantes no tanto por los resultados como por su significado global para el resto del mundo árabe. Los resultados eran conocidos antes de las elecciones: el Partido Nacional Demócrata de Hosni Mubarak, presidente de la República desde hace más de un cuarto de siglo, se había reservado dictatorialmente el 99,9% de los puestos en liza, dejando a los liberales del partido Wafd y a los comunistas el 0,1% de puestos, al tiempo que prohibía a los islamistas presentar candidatos. Estas elecciones debían tener lugar en el 2006, pero el poder, asustado por las últimas legislativas, en las cuales los islamistas habían arrasado en todo el país, retrasó la fecha e intentó llegar a un acuerdo con ellos. Estos se negaron a entrar en esa estrategia. Entonces el poder desencadenó una represión feroz en contra de sus dirigentes y persiguió los militantes por doquier. Finalmente, se decidió organizar los comicios, pero excluyendo de hecho a los islamistas. Se temió, en realidad, un fracaso total frente a ellos. Luego el dirigente de los Hermanos musulmanes, Mohamed Medí Akif, llamó a boicotear la comedia electoral. En telón de fondo quedó la crisis social que se agrava en el país: nunca la situación económica ha sido peor.
Dicho de otra manera: los islamistas son de hecho políticamente hipermayoritarios en Egipto. La realidad es muy sencilla: el régimen aparece para la gran mayoría de la población como una dictadura despiadada, basada en la alianza entre militares, burócratas, grupos financieros ligados al mercado internacional, burguesía mercantil y capas medias altas. Frente a esta coalición, que representa entre el 15% y el 20% de la población, el resto, el 80%, se encuentra fuera del sistema económico, social, político y cultural. El islamismo prospera en este inmenso campo de excluidos.
¿Por qué el islamismo? Ahí radica el problema de fondo, a menudo malentendido por los observadores occidentales. El islamismo no gana porque la población se haya convertido de repente a una concepción religiosa regresiva, cuyo objetivo es la instauración de un régimen teocrático en el país. El islamismo gana porque, ante todo, plantea un problema político, mejor dicho, porque constituye el único espacio civil en el que la contestación política puede encajar en un contexto de dictadura total.

EL SISTEMA político egipcio, al igual que el de prácticamente todos los países árabes, reprime de manera drástica todos los movimientos sociales, democráticos o meramente asociativos, estrangulando cualquier posibilidad de que la sociedad se exprese. Es una dictadura global, y el multipartidismo vigente se reduce siempre a la existencia de partidos tolerados cuya función consiste en conseguir posiciones de poder para sus socios y no como partidos de oposición. Es lo que los árabes llaman "partidos de comensales" o "partidos de su majestad". Partidos clientelares, hablando en plata. Ahora bien, precisamente al ser excluidos, los islamistas, arraigados en la sociedad civil, captan las reivindicaciones sociales cada vez más dramáticas de los pobres, les integran en su visión del mundo y transforman la lucha social y política en lucha de los creyentes frente a los dirigentes prooccidentales que ostentan el poder. Esta manipulación es a la vez inevitable y legitima. Y es inevitable porque no hay otro recurso político para los ciudadanos: los partidos democráticos están prohibidos, no existe un espacio libre de debate, cuya función sea la elaboración de alternativas políticas y culturales, y tampoco existe ninguna alternativa a la dictadura impuesta por el poder.
Además, en Egipto, desde hace más de 10 años, la estrategia de los gobernantes consiste en jugar con los islamistas y hacer cuanto es necesario para que sean los únicos que representan, tanto legalmente como de manera extraparlamentaria, las reivindicaciones de los grupos sociales excluidos. Esto parece increíble y contradictorio con los intereses del poder político. Pero, de hecho, los dirigentes gubernamentales tienen interés, tanto en relación con sus apoyos internacionales (EEUU y Europa) como con las capas modernas, laicas e incluso prodemocráticas en el país, en hacer de la amenaza islamista la excusa para seguir dominando despóticamente la sociedad.
Dicho de otra manera, por un lado, el poder fortalece el islamismo, y por otro lado, lo reprime para ejercer un verdadero chantaje sobre la sociedad y sus aliados internacionales. El discurso es muy bien conocido: "O nosotros, que os preservamos de los islamistas, incluso utilizando la violencia; o los islamistas, con posibilidad de un régimen integrista". Esta política de chantaje se encuentra hoy en día en todos los países árabes. Es el nuevo mecanismo de legitimación de las dictaduras árabes. El auge del islamismo es desde luego inevitable, pues no hay otra alternativa, y corresponde también a los intereses de los gobernantes de estas dictaduras.

EL ISLAMISMOtiene también una cierta legitimidad. En Egipto la situación social es catastrófica: auge de la pobreza con más de 30 millones de personas que sobreviven con menos de 1,5 euros diarios; pérdida drástica del nivel de vida, con un sueldo mensual de menos de 30 euros para los obreros; ninguna posibilidad de alojamiento en las ciudades; los servicios de sanidad destruidos (hospitales que son antesala de los cementerios); el empleo precario generalizado, sin financiación de paro ni política de seguro social. Es el mundo de los desbandados: las capas altas y medias utilizan el sector privado para sus necesidades; las clases más modestas y el pueblo, los campesinos pobres, están condenados a una vida infernal que gira en torno de la lucha permanente para conseguir los recursos mínimos, en un mundo de corrupción, de arbitrariedad y de represión violenta.
En este contexto, lo que sorprende no es el auge del islamismo, sino que la situación global no haya estallado todavía en explosiones e insurrecciones violentas. Siempre se dice que el pueblo egipcio es el más pacifico y paciente del mundo árabe. Este tópico nunca ha sido más verdadero que en los últimos años. Quizá esa paciencia legendaria del pueblo egipcio ha llegado a su fin. Y si los islamistas se aprovechan de la situación, es también porque son los únicos que se solidarizan concretamente con el pueblo marginado y, sobre todo, los únicos que no temen desafiar la dictadura. Es una desgracia para los demócratas.

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