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Los dilemas de la laicidad positiva: un análisis a partir del caso peruano

Resumen.

El retorno del fenómeno religioso, que se produce en el contexto de la denominada crisis de la modernidad, ha puesto en entredicho los alcances del proceso de secularización de las sociedades occidentales. Hoy se discute el papel que debería cumplir la religión en el ámbito público y su incidencia en el modelo de laicidad de los Estados constitucionales. De este modo, los conceptos de laicidad y de neutralidad estatal, propios de la tradición liberal, son cuestiona­ dos por algunos autores y se proponen modelos alternativos de relación entre Estado e Iglesia (o Iglesias), sobre la base de una concepción positiva de la libertad religiosa y de una valoración de lo religioso (y de ciertas religiones) por su trascendencia cultural o social. El propósito de este trabajo es cuestionar los alcances de la llamada laicidad positiva y sus efectos en la protección de los derechos de libertad e igualdad, con especial referencia al caso peruano.

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Introducción

El propósito de este trabajo es cuestionar el modelo de laicidad positiva que, según sus defensores, habría sido adoptado por el texto constitucional peruano, modelo que se ubicaría en un punto medio entre el laicismo (agresivo frente a la religión) y el compromiso de tipo confesional.

La defensa del modelo de laicidad positiva se da en el contexto de la apertura al discurso religioso en el ámbito público y coincide con el llamado retorno del fenómeno religioso y el declive del proceso de secularización. Si bien el problema de la laicidad del Estado se ubica en el ámbito de la discusión filosófico política y jurídica, mientras que la discusión en torno a la secularización corresponde al ámbito sociológico, los cambios experimentados en las sociedades postseculares han influido en la discusión en torno a la laicidad de los actuales Estados constitucionales. Por esa razón, este trabajo empezará con una aproximación al debate sobre el retorno del fenómeno religioso en las sociedades democrática de hoy.

El retorno de lo religioso se ha manifestado en una revalorización del discurso religioso en la esfera pública. Además de los problemas que ello puede suscitar en relación con el tipo de razonamiento que debería corresponder a la deliberación de los asuntos públicos en las sociedades democráticas, dicha revalorización tiene incidencia en el modelo de laicidad que se adopte y, particularmente, en la idea de una laicidad positiva supuestamente abierta a la participación de lo religioso en el ámbito público. Este tema será tratado en el segundo apartado de este trabajo.

Las tres últimas secciones del artículo se refieren, de forma más específica, a la cuestión de la laicidad y al caso peruano. Tomando en cuenta los propósitos de este artículo, la discusión acerca de la laicidad del Estado no abarcará los diversos y complejos procesos presentados en otros países de la región y que merecerían un trata- miento aparte. Por su similitud con el caso peruano, sí se hará especial mención al caso español.

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4. EL PROBLEMA DE LA LAICIDAD POSITIVA Y EL PRINCIPIO DE COLABORACIÓN CON LA IGLESIA

La distinción entre libertad negativa y libertad positiva fue propuesta por Isaiah berlin en su conocido texto Dos conceptos de libertad (berlin, 2005). Según el concepto de libertad negativa la libertad es entendida como la acción plena del sujeto frente al Estado o cualquier otra fuerza que impida u obstaculice su acción (o que lo obligue a hacer aquello que va más allá de su voluntad). El concepto de libertad positiva, en cambio, está vinculado a la idea de autonomía y a la posibilidad de que, en términos reales, un sujeto pueda actuar libremente, conforme a su voluntad y no condicionado por las fuerzas o limitaciones del entorno (por ejemplo, por las necesidades económicas, la dominación ejercida por otros, etc.).

A partir del concepto de libertad positiva, se considera que es deber del Estado contribuir al desarrollo de ciertas capacidades de los sujetos, que permitan su desarrollo como individuos autónomos. Frente a una estrecha concepción de la neutralidad del Estado (que parte de la noción de Estado mínimo), se defiende una dimensión garantista e incluso promotora que contribuya a eliminar los obstáculos derivados de la falta de recursos económicos, educación o salud, la marginalidad, la discriminación, entre otros.

La libertad religiosa también puede ser entendida como una libertad de tipo negativa o positiva. La consecuencia de asumir una concepción positiva de este derecho es la atribución de una función promotora, no sólo facilitadora, de este derecho por parte del Estado; lo que coincidiría con el sentido de los convenios de colaboración o cooperación que se establecen con ciertas religiones. Sin embargo, esto supone un dilema para el principio de laicidad, pues se deberá elegir entre el respeto a la estricta neutralidad estatal —que impediría cualquier forma de promoción o auspicio de alguna religión o del fenómeno religioso, entendido como algo valioso— y, de otro lado, la idea de un Estado promotor de la dimensión positiva de la libertad religiosa. La solución propuesta por una parte de la jurisprudencia y de la doctrina —que también sigue el Tribunal Constitucional peruano— es apostar por un concepto de laicidad positiva que, en nuestra opinión, es muy cuestionable y puede terminar vulnerando los derechos de libertad y de igualdad que, precisamente, pretende garantizar el principio de laicidad.

En relación con el denominado principio de cooperación con la Iglesia católica éste está reconocido en el art. 16.3 de la Constitución española 24 y, de forma similar, en el art. 50 de la Constitución peruana 25.

Como refiere Revilla, este principio representa el compromiso que tiene el Estado de «facilitar y promover las condiciones que hacen posible el acto de fe y los diversos aspectos o manifestaciones que derivan del mismo» (Revilla, 2013: 458), a través de su relación con los sujetos colectivos de la libertad religiosa (Iglesias o entidades religiosas a las que, por ejemplo, alude la Ley de Libertad Religiosa peruana) 26. El principio de cooperación o colaboración sería una consecuencia de «la proyección en el ámbito del derecho eclesiástico de los postulados del llamado Estado social y, en particular de la concepción promocional de los derechos humanos» (Revilla, 2013: 459) 27, en consonancia con la idea de libertad positiva que venimos explicando.

Quienes defienden una laicidad positiva, basada en el concepto de cooperación o colaboración con la Iglesia, no sólo resaltan la influencia que tiene la Iglesia católica en la historia de nuestras naciones —el argumento de la tradición al que alude rey (rey, 2011: 13)—, sino el hecho de que corresponde a la fe de la mayoría —el argumento supuestamente democrático (rey, 2011: 13)—, así como también la labor social que cumple la Iglesia en el ámbito de la salud o la educación, por ejemplo 28.

No obstante, lo cierto es que resulta complejo defender una forma de laicidad positiva bajo el argumento de la libertad positiva que lo que busca es remover los obstáculos sociales o materiales que impiden una libertad real, cuando de lo que se habla es de acciones a favor de un colectivo que ocupa una posición dominante en la sociedad (no sólo por su historia, sino porque representa a la mayoría de los ciudadanos). Como dice Ruiz Miguel:

[…] la aplicación de la noción de «acción positiva» a las ayudas a la Iglesia católica constituye una clara inversión de tal noción, sino también una perversión, en cuanto que en su caso consisten en ayudas a un grupo mayoritario que no ha venido sufriendo discriminación ni desventaja alguna, sino más bien todo lo contrario, y cuyo objetivo no es conseguir la igualdad social entre las creencias religiosas sino mantener, e incluso aumentar, el predominio sociológico de que viene gozando (Ruiz Miguel, 2009: 165).

Para el autor, sólo la libertad religiosa en sentido negativo sería acorde con una verdadera concepción laica del Estado. Al contrario, la apertura a una dimensión positiva de dicho derecho conduce a una tendencia comunitarista y antiliberal, en la medida que termina poniéndose énfasis en la comunidad (Iglesia, entidad religiosa, etc.) y no en el individuo (Ruiz Miguel, 2009: 44).

En relación con el rol prestacional del Estado, dice el autor: «“la medida y proporción” en la que se puede reclamar el derecho a la libertad religiosa como prestación depende de que exista una comunidad y de su relativa implantación», luego, esto afectaría el derecho a la igualdad, pues «resulta que mientras la igualdad en la libertad religiosa negativa es real y efectiva para los individuos con la mera garantía por parte del Estado de la no interferencia ajena, la igualdad en la libertad religiosa como poder, a través de prestaciones, sólo puede ser real y efectiva para las comunidades […]» (Ruiz Miguel, 2009: 43-44).

Al contrario, Ollero afirma que lo correcto en el caso de los no creyente es, en efecto, contar con una libertad religiosa de tipo negativa, que no podría ser positiva en forma alguna pues ello supondría que el Estado auspicie dicha creencia (o no creencia). Según el autor: «Convertir el agnosticismo en confesión religiosa ya suena paradójico; reclamar para ella el principio de cooperación bordea el esperpento» (Ollero, 2009: 207).

Compartimos lo dicho por Ruiz Miguel, en el sentido de que las acciones derivadas de la concepción positiva de la laicidad muestran una tendencia comunitarista de corte antiliberal, en la medida que pueden afectar derechos individuales, esencial- mente la igualdad de trato. ollero, en cambio, incurre en un argumento falaz al identificar la neutralidad que se le exige al Estado con una suerte de adhesión al ateísmo o al agnosticismo. Lo que precisamente se exige en virtud del principio de laicidad es que el Estado no patrocine manifestaciones vinculadas a las creencias religiosas (pero también antirreligiosas) de cierta parte de la población. Pedir que se abstenga de ello no supone adoptar una concepción atea, sino neutral.

Por ilustrarlo con un ejemplo: es posible acompañar a quien reza (compartir su fe), mantener una prudencial distancia respecto de él (la distancia de quien ni comparte ni rechaza, pero respeta) o también es posible prohibir al que reza que lo haga. El punto en el que se encontraría el Estado laico es el segundo y no el tercero. El hecho de que el Estado no facilite el lugar, los elementos necesarios o el momento para que se produzca dicho acto de fe no lo vuelven un Estado agresivo respecto del fenómeno religioso, pues no es parte de su labor facilitar esos medios, sino de quienes pertenecen a esa fe (más todavía si está institucionalizada) y que en sus iniciativas de organización sí deberían contar con las facilidades estatales para su adecuada organización y funcionamiento (agilización en el trámite de licencias de construcción de edificios destinados al culto o de su constitución como asociaciones, por ejemplo).

Decir, como hace Ollero, que a los ateos y agnósticos sólo les toca una libertad negativa, mientras que los creyentes (y, en los hechos, los creyentes de la fe mayoritaria) sí tienen una libertad positiva y las ventajas derivadas de la actuación promocional de la misma (muchas veces subvencionadas por el dinero de los propios no creyentes) resulta discriminatorio.

Estamos de acuerdo con la Corte Constitucional colombiana cuando sostiene que, cuando hablamos de laicidad, es importante hacer una clara distinción entre una igualdad de oportunidades —de manera que es posible exigir a un Estado laico que garantice que todas las religiones tengan las mismas oportunidades y desarrollen sus actividades en plena libertad (lo que sería consecuencia del derecho a la libertad de conciencia, religión y culto) 29— y una igualdad de resultado, que no es función del Estado laico garantizar y que es, precisamente, lo que conduciría a pensar que es deber del Estado promover a todas las religiones por igual. En palabras de la Corte:

La neutralidad, derivada de la laicidad, no consistirá en la búsqueda por parte del Estado de un tratamiento igual a las religiones a partir de las actividades que éste realice en relación con ellas. La neutralidad estatal comporta que las actividades públicas no tengan fundamento, sentido u orientación determinada por religión alguna —en cuanto confesión o institución—, de manera que las funciones del Estado sean ajenas a fundamentos de naturaleza confesional. En este sentido, la igualdad no se logra motivando las funciones estatales con base en intereses de todas las religiones por igual —algo, por demás, de imposible realización en la práctica—, pues esta pretendida igualdad, en cuanto vincula motivos religiosos en las actividades estatales, sería diametralmente contraria al principio de secularidad que resulta ser el núcleo del concepto de laicidad estatal y, de su concreción, el principio de neutralidad 30.

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Betzabe Marciani Burgos

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